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Obama, quien ofreció a Trump una transferencia fluida del poder, en su momento tuvo muchos problemas para cumplir sus prioridades, a pesar de su determinación. | Foto: A.P.

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Los límites de Trump

El monstruoso aparato federal será una talanquera para los propósitos revolucionarios del presidente electo. Por Alfonso Cuéllar.

12 de noviembre de 2016

El presidente Barack Obama no podría ser más enfático. Ante los medios el 22 de enero de 2009 -apenas dos días después de su posesión- , ordenó el cierre de la prisión ubicada en la base militar de Guantánamo. Allí estaban recluidos 242 ‘combatientes’ de la guerra contra el terror. La existencia de esa cárcel había golpeado severamente la reputación de Estados Unidos como defensor y observador de los derechos humanos. Obama había prometido en la campaña acabar con esa abominación.

Con una favorabilidad de 69 por ciento en las encuestas y con amplias mayorías en el Senado (59 a 40) y en la Cámara (257 de 435), nadie dudaba del poder de Obama. Y menos en un asunto como el de Guantánamo donde, aparentemente, había un consenso mundial.

A dos meses de dejar la Casa Blanca, siguen 60 detenidos y la cárcel en la isla sigue operando. Como en la época de la Colonia española, la orden de Obama se acató, pero no se cumplió. Al presidente estadounidense le pasó la novatada: pensó que, como en la campaña, daba órdenes y estas se implementaban a la letra. Subestimó la oposición de la burocracia en entidades como el Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia a su decisión. Muchos funcionarios de mando medio no compartían las críticas a Guantánamo y utilizaron todo tipo de mañas y leguleyadas para dilatar el proceso.

Y en el Congreso, de poco sirvió la supuesta mayoría demócrata. Por miedo a ser calificados de blandos frente el terrorismo, los congresistas demócratas apoyaron en abril de 2009 una resolución patrocinada por los republicanos para prohibir el traslado de los reclusos a Estados Unidos. En menos de cuatro meses ya estaba en entredicho la palabra de Obama de revertir las políticas de Bush.

A Donald Trump le puede pasar lo mismo cuando asuma la Presidencia de Estados Unidos este 20 de enero. Prometió poner en práctica de inmediato múltiples políticas, desde construir un muro en la frontera de Estados Unidos con México hasta repeler y reemplazar el programa de salud conocido como Obamacare. Juró imponer aranceles a China por sus prácticas comerciales y salirse del Nafta en 200 días si México no aceptaba renegociar elementos fundamentales del acuerdo. Y se comprometió a revocar todas las directivas ejecutivas impartidas por su predecesor en temas tan variados como inmigración y controles ambientales.

Es usual en las campañas ofrecer el oro y el moro. Más si uno se llama Donald Trump. El reto, sin embargo, es volver tanta promesa, realidad. Y el desafío para el presidente Trump será inmenso. Incluso mayor que el de Obama. Todo indica que los preparativos para la transición están en pañales. Trump tampoco se imaginaba ganador (sus encuestas internas también favorecían a Hillary Clinton). Obama, en cambio, un mes antes de su victoria ya había comenzado un proceso inicial de identificar a posibles miembros de su gabinete y otros cargos claves en la Casa Blanca. Y con todo eso, se demoró más de un año para llenar las 1.000 posiciones de alto nivel necesarias para adelantar sus políticas.

Al contrario de Colombia, un nombramiento puede durar meses. Hay revisiones exhaustivas de seguridad por parte del FBI y otras agencias, que incluyen entrevistas y el aporte de centenares de documentos. Es un proceso dispendioso que depende de múltiples personas, con diversas agendas e intereses. Es un laberinto donde cualquiera puede poner una tranca. Y el número de actores y pasos burocráticos aumentan, según la responsabilidad del cargo. Actualmente, entre 1.200 y 1.400 posiciones requieren de aprobación por el Senado, que tiene sus propios requerimientos y reglas. Incluso un solo senador puede frenar un nombramiento de manera indefinida. Por ejemplo, el embajador de Colombia, Kevin Whitaker, tuvo que esperar ocho meses desde el momento que fue designado por Obama para que el Senado votara.

Si bien es una tradición que el Senado acelere la aprobación del nuevo gabinete como un gesto a la Administración entrante, tampoco es una garantía, especialmente si Trump opta por candidatos polémicos. A ese reto se suma otro operativo: incluso antes de conocerse el resultado de las elecciones, Obama ya había instruido a sus 4.000 nombramientos políticos presentar sus cartas de renuncia para facilitarle el camino a su sucesor. Así, los nuevos secretarios y directores tendrán el poder del cargo, más no el equipo para ejecutarlo.

Muchas de las propuestas de Trump van en contravía del pensamiento de la tecnocracia del gobierno federal. Los del USTR (la oficina del Representante Comercial) son fervientes defensores del TLC; los del departamento de salud llevan cinco años implementando el Obamacare, etcétera. Estos funcionarios de carrera no son como los empleados de las industrias Trump; saben que los presidentes son temporales.

Durante el último siglo, se han incrementado exponencialmente los controles dentro del gobierno. Cada decisión ejecutiva requiere de la revisión y el cumplimiento minucioso de normas, las cuales se examinan palabra por palabra, coma por coma. No es diciendo y haciendo sino revisando y revisando. El Congreso también se ha convertido en otra talanquera y alimentador de ineficiencias. No hay ley que no incluya elaboración de numerosos informes.

Trump puede querer comenzar de inmediato a construir el muro para evitar el ingreso de “violadores” mexicanos a Estados Unidos, pero volverlo una realidad es otro cuento. Toda iniciativa gubernamental necesita una extensa y pormenorizada justificación técnica y una asignación presupuestal, aprobada por el Congreso. Nada de eso existe en este momento.

Para revocar el Obamacare, Trump tendrá que recurrir también al Congreso. Y si bien existe un consenso en el Partido Republicano de acabar con ese programa, no hay aún una alternativa para reemplazar esos servicios que hoy benefician a 20 millones de personas que antes no tenían seguros médicos. Será una dura batalla legislativa contra los demócratas, con un alto costo político para el nuevo presidente.

Incluso en el campo comercial, donde Trump ha sido más consistente, hay barreras estructurales que dificultarán su proceder. Si bien legalmente Estados Unidos puede salirse del Nafta en seis meses, llevarlo a cabo sería un brexit II por su complejidad. Nuevamente, nadie ha calculado el impacto de esa decisión con el rigor esperado. Y el gobierno federal no va a actuar hasta que se hayan puesto todos los puntos sobre las íes. Este aborrece la improvisación.

Sin embargo, no todo es oscuro para el magnate republicano. Como en derecho las cosas se hacen como se deshacen, Trump sí puede revocar las directivas ejecutivas de Obama. Y es claro que lo hará, empezando por las que habían suavizado normas de inmigración. Es lo mínimo que espera su electorado.

El otro campo de acción donde tiene mayor maniobrabilidad es el de la política exterior. Ya anunció que no apoyará el acuerdo transpacífico y que se opone al acuerdo climático de París. Como presidente oficializará esa posición. También puede cumplir con su promesa de declarar a China como un manipulador de tasa de cambio y amenazar con la imposición de aranceles. Igualmente, podría suspender el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Cuba y denunciar el acuerdo nuclear con Irán.

Si bien es incierto saber cuántas de las propuestas de Trump son realmente viables y ejecutables, el poder del presidente de Estados Unidos no reside allí, sino en su capacidad de comunicación. Cuando él habla, el mundo escucha. La intranquilidad mundial no es por si Trump cumplirá con lo que prometió, sino si como presidente intentará de verdad hacerlo. Su impacto puede ser igual de nocivo.