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| Foto: AFP

EGIPTO

¡Guerra civil en Egipto!

La masacre de más de 600 personas deja al país más importante del mundo árabe en un punto de no retorno.

17 de agosto de 2013

Las noches de El Cairo, una de las ciudades más bulliciosas del mundo,  han quedado en silencio. Las avenidas que bordean el Nilo, que siempre están llenas las 24 horas del día, permanecen vacías, con los barcos atados a sus muelles. La plaza Tahrir está desierta y solo media docena de carpas recuerda que fue el epicentro del comienzo de los acontecimientos que tienen a Egipto en llamas. 

Solo están activos los controles militares, que hacen cumplir el toque de queda impuesto por el gobierno el miércoles, después de una jornada que pasará a la historia.  Porque esos 600 muertos podrían ser apenas los primeros de lo que se ve como una guerra civil inevitable en un país crucial en una zona vital para el mundo. 

“Es la segunda vez en mi vida que veo la ciudad así. Y no solo es por el toque de queda, sino que la gente tiene miedo de que estallen combates en cualquier momento”, dijo a SEMANA Mohammad, un hombre de  negocios, mientras observa la ciudad desde el restaurante de un hotel ubicado frente al Nilo. “Parece que regresamos al mismo lugar a donde estábamos antes de la revolución. E incluso peor”. 

Y es que Egipto llegó a un punto de no retorno. No solo por los horrores del miércoles, cuando la tropa se lanzó sobre las plazas de Rabaa al Adawiya y Al Nahda en El Cairo, donde acampaban miles de militantes de la Hermandad Musulmana que respaldan a Mohamed Morsi, derrocado por el golpe de Estado del 3 de julio. No hay vuelta atrás, sobre todo porque en el país de los faraones la democracia ya no es más que una palabra vacía, con la que islamistas, militares y laicos liberales se llenan la boca sin realmente creer en ella. 

“Nos dispararon sin piedad. Hablan de 600 muertos y 4.000 heridos, pero pensamos que son más”, aseguró a esta revista Hakim, un ingeniero de 38 años, mientras identificaba los cadáveres de los mártires del miércoles en una mezquita.  “¿Cómo pensar en democracia si destituyeron a nuestro presidente y mataron a nuestros hermanos?” preguntó Hakim, que ese día perdió a tres amigos. “Eran buenos, pensaban que se había hecho una injusticia con Morsi”, agregó. 

A las seis y media de la mañana del miércoles, los islamistas se habían despertado con el ruido de los helicópteros que sobrevolaban sus campamentos. Por megáfono les ordenaron desalojar las plazas. No imaginaban que en un par de horas cientos de ellos estarían en una morgue. 

De pronto, con tanquetas y buldóceres blindados los uniformados lanzaron el asalto, mientras desde los techos de los edificios los francotiradores repartían su carga de muerte. Los gases lacrimógenos cayeron como en un aguacero tóxico, la gente corría, gritaba, lloraba, las balas quebraban el aire y las llamas devoraban las carpas de los manifestantes. En cuestión de minutos el suelo apareció tapizado de cadáveres.

En escuelas, mezquitas y andenes se improvisaron hospitales. Pero para muchos era demasiado tarde. Los mataron de un balazo en la cabeza, algunos murieron calcinados, atrapados en sus tiendas. Algunos islamistas resistieron con piedras, bombas molotov y también fusiles AK-47, mientras El Cairo se convertía en una zona de guerra. 

La violencia también arrasó otras provincias y de norte a sur el valle del Nilo se tiñó de rojo. El gobierno acusó a los islamistas de esconder armas y de instigar el terrorismo. La realidad es que al cierre de esta edición, el conteo oficial de víctimas llegaba a 638, entre estos 43 uniformados, aunque la Hermandad sostenía que el miércoles Egipto perdió 2.000 almas.
  
Fue una masacre por donde se la mire, pero en Egipto no hubo un rechazo generalizado, lo que tal vez fue uno de los síntomas más preocupantes de la enfermedad que padece el país. “Yo estoy muy feliz con lo que ha pasado. Ya era hora que les demostraran que no pueden hacer lo que quieren”, explicó a SEMANA Farouk, un industrial de 33 años que afirmó que muchos se cansaron con la actitud dictatorial de los islamistas que solo quieren imponer su voluntad. “Todos sabemos que los líderes de la Hermandad mandaron a esa gente como carne de cañón y ahora ellos se pueden presentar como las víctimas”, dijo.

Fueron personas como Farouk quienes el 30 de junio pasado salieron por millones  a protestar contra las políticas de Morsi, vencedor de las elecciones de 2012. Como le recordó a SEMANA Elizabeth Iskander, del Centro de Medio Oriente de la London School of Economics, “la Hermandad musulmana usó la democracia para ganar el poder. Y un golpe popular la tumbó porque su gobierno fue exclusivamente islamista y no representaba a la sociedad egipcia y sus demandas revolucionarias”.

En esa oportunidad, el ministro de Defensa Abdul Fatah al Sissi, amo y señor de El Cairo, lanzó un ultimátum pidiéndole al presidente oír el clamor popular. Pero a Morsi no le importó, fue detenido, la constitución quedó suspendida y los oficiales impusieron un gobierno interino con el apoyo de la mayoría de las fuerzas políticas. Algunos ilusos pensaron que el nuevo régimen iba a restaurar el orden mientras se convocaban elecciones. 

Pero la jugada del generalato, que se presentó como salvador del país, resultó un desastre para el futuro. Tanto, que hoy muchos piensan que en el fondo se trata del regreso de la dictadura de Hosni Mubarak,  pero en una versión aún más funesta. Sissi nombró gobernadores militares en 19 de las 25 provincias egipcias, impuso el estado de emergencia que sometió a Egipto desde 1958 y suspendió cualquier derecho político. 

Según dijo a SEMANA Emad Mekay, periodista egipcio del programa de investigación de la Universidad de Berkeley, “los generales saben que se enfrentan a un juicio por traición si hay verdaderas elecciones, van a sabotear cualquier intento de solución política. Ya decidieron que matarán por el poder”.

¿Qué camino le queda ahora a Egipto? Si ya parecía difícil una transición después del golpe, esa posibilidad ya ni siquiera convence a los más ingenuos, como el secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, que dijo hace dos semanas que el Ejército “estaba restaurando la democracia”.

Eso hoy luce imposible  por una especie de círculo vicioso: los islamistas no creen en la democracia porque aunque les sirvió para llegar al poder, no les bastó para conservarlo, y los laicos liberales sienten que los islamistas solo la quieren para defender sus propios intereses y para desmantelarla a la primera oportunidad.

Hay suficiente odio, dolor, desespero y armas para que Egipto se hunda en una guerra civil. En los años setenta la Hermandad Musulmana renunció a la violencia, pero los militares están haciendo todo lo posible para que la sangre parezca el único camino. Más de 13 millones de egipcios votaron por Morsi y es suficiente que apenas unos miles elijan la insurrección para lanzar una guerra. Y armas no faltan, pues los fusiles AK-47 de los arsenales del caído Muhammad Gadafi se cuelan sin problema por la frontera libia.  

Después de la matanza, la violencia parecía brotar por todas partes. Según una agencia de noticias pública, partidarios de Morsi incendiaron decenas de iglesias coptas, es decir los templos de la minoría cristiana egipcia, a cuyos fieles perciben como simpatizantes del régimen. También hubo ataques contra edificios gubernamentales y el Ministerio del Interior autorizó a la Policía a usar munición real para defenderse. 

Egipto tiene una larga historia de islamismo armado. La Al-Gama’a al-Islamiyya, un grupo radical fundado en los setenta, perpetró el homicidio del presidente Anwar Sadat en 1981, el atentado contra las Torres Gemelas en 1993 y la masacre de Luxor, donde 62 turistas fueron asesinados en 1997. En la península del Sinaí hay ahora una activa guerrilla islamista. Y la Hermandad ya dio a entender que “la lucha para acabar con este régimen ilegítimo es una obligación islámica, nacional, moral y humana”. 

El presidente norteamericano Barack Obama reaccionó con su esperado exceso de prudencia, pues se limitó a condenar la violencia y a cancelar unas maniobras conjuntas con el Ejército egipcio. Y aunque sugirió la posibilidad de suspender la ayuda de 1.300 millones de dólares que Washington le da cada año a los generales de ese país, al cierre de esta edición aún no había tomado decisión alguna.

En Estados Unidos varias voces, entre ellas un editorial de The Washington Post, acusaron a la Casa Blanca de complicidad: “Washington ya demostró que sus advertencias no son creíbles. El apoyo a los militares egipcios impulsa más el país hacia una nueva dictadura que hacia la democracia”. 
En ese sentido, según le dijo a SEMANA Joel Beinin, profesor de Historia del Medio Oriente en la Universidad de Stanford, “AWashington no le importa si Egipto es una democracia o una dictadura, mientras sea estable y proestadounidense. Si esas dos prioridades se logran, una democracia es preferible, pero no es necesaria”.

Lo más preocupante es que entre las víctimas de la carnicería de El Cairo está la Primavera Árabe, la ola de protestas que hace dos años hizo pensar a muchos que el cambio en esa región podía llegar por medios pacíficos. Pero la guerra en Siria ya sobrepasó la barrera de los 100.000 muertos, en Túnez miles de personas exigen la dimisión del nuevo gobierno islamista, en Libia las milicias imponen su ley. Y en Egipto la situación solo puede empeorar. 

Como consecuencia de lo anterior Al-Qaeda, que había perdido sus banderas ante las manifestaciones populares, ahora tiene nuevos argumentos para convencer a millones de musulmanes de que la yihad, la guerra santa, es la única vía. 

Son los grandes ganadores de este caos y no sería de extrañar que, en la guerra civil que parece avecinarse inevitablemente, lleguen del extranjero miles de combatientes islámicos dispuestos a dar la vida por castigar a los infieles. Ni que el caos de Egipto dé lugar a una nueva ola de atentados terroristas en Occidente, que a pesar de sus esfuerzos por distanciarse, seguirá considerado por los islamistas cómplice de las masacres. 

El viernes los cielos de El Cairo todavía no se despejaban. La ciudad seguía vacía, acordonada, militarizada. Al salir de las mezquitas miles de islamistas se tomaron las calles al grito de “Policía asesina”, desafiando el estado de excepción. Aquí y allá, los primeros enfrentamientos, los primeros incendios, los primeros tiros, los primeros muertos. También se escucharon balazos en varias ciudades. Ya ni siquiera se sabe quién provoca a quién, quién incita y quién responde, quién es el terrorista, quién es el represor. Ya casi no importa. Al cierre de esta edición, las víctimas del viernes ya eran más de 70.

Muhammad, el hombre de negocios egipcio, contemplaba su ciudad solitaria y martirizada. Al despedirse, lanzó una frase contundente “después de la revolución pensé que la pelea sería entre los que pedían una democracia secular y los islamistas. Me equivoqué, es entre el Ejército y los islamistas, y la sociedad quedó atrapada en el medio. La situación solo puede ser peor”.


¿Por qué Egipto importa?
  • Con 84 millones de habitantes, es el país más poblado de la región. El Cairo, de 17 millones de personas, es considerada la capital del mundo árabe.
  • Desde el golpe de Gamal Abdel Nasser en 1952,  impulsó el nacionalismo panárabe y el Movimiento de Países No Alineados, con alcances mundiales.
  • Está en el cruce entre África, Oriente Medio y el Magreb. Controla el canal de Suez, por donde transita el 8 por ciento del comercio mundial. 
  • Desde los acuerdos de Camp David (1978) su tratado de paz con Israel es crucial para la estabilidad de toda la región.
  • Por eso mismo, es el segundo país en el mundo después de Israel que más dinero recibe de Washington: 1.300 millones de dólares anuales.