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La guerra debía terminar muy pronto, pero se convirtió en una pesadilla que duró cuatro años. La guerra de trincheras presenció los mayores horrores, y las armas modernas sorprendieron a todo el mundo por su capacidad de muerte.

CENTENARIO

El centenario de la guerra que no acabó con las guerras

Cumplió 100 años el final de la Primera Guerra Mundial que mató a 10 millones de soldados y mutiló a 21 millones más. Su resultado marcó la historia del resto del siglo XX y sigue demostrando que lo peor siempre puede ocurrir.

10 de noviembre de 2018

El 11 de noviembre de 1918, hace exactamente 100 años, a las 5:10 de la mañana, cuatro alemanes, dos británicos y dos franceses firmaron en el vagón de un tren en Compiègne, al norte de París, el final de la Gran Guerra, el conflicto que, con el paso de los años, vino a conocerse como la Primera Guerra Mundial. Atrás quedaban cuatro años en los que la humanidad presenció el mayor horror jamás concebido hasta entonces. Nueve millones de soldados habían perdido la vida, 21 millones de sus compañeros habían quedado desfigurados en cuerpo y alma, y 7 millones de civiles habían muerto sin tener directamente cartas en el asunto.

Solo la entrada de Estados Unidos a la guerra desequilibró un conflicto que parecía no tener fin

Esta semana, en medio de extremas medidas de seguridad, varios gobernantes conmemoraron el centenario. Y en medio de los discursos y los actos protocolarios, los fantasmas del pasado rondaron para recordar que esa, considerada entonces la “guerra para acabar con todas las guerras”, no fue más que un episodio de la aparentemente inagotable capacidad del ser humano de hacerse daño a sí mismo.

Los delegados firmaron la paz en un vagón de un tren. Los alemanes de a pie se sintieron traicionados, pues sus tropas ocupaban parte de Francia. 

Pero tal vez el aspecto más terrible de ese conflicto enorme reside en que, a pesar de los múltiples factores que lo precedieron, en realidad nadie ha podido explicar cómo se llegó a semejante conflagración. El asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa en Sarajevo, a manos del serbio Gavrilo Princip, encendió el detonante. Y el ambiente ya estaba lleno de explosivos.

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Desde la guerra franco-prusiana de 1871, había comenzado un periodo llamado la Paz Armada, en la que las potencias comenzaron a equiparse en forma desproporcionada y, lo que es peor, con armas cuya efectividad aún no imaginaban. Alimentaban ese armamentismo las pugnas imperialistas, pues las grandes potencias consideraban entonces tener colonias no solo como un mecanismo de comercio, sino un motivo de vanidad, y los revanchismos territoriales, como en el caso de Alsacia-Lorena. Además, en un desarrollo seudodiplomático de consecuencias funestas, habían creado un sistema de alianzas que virtualmente convertían a cualquier conflicto entre ellas en un dominó fatal.

Se trataba de la Triple Alianza, que desde 1884 unía al Imperio alemán, al Imperio austrohúngaro y a Italia (que luego se volteó), de un lado, y Francia, el Imperio ruso y el Imperio británico, en la llamada Triple Entente. Por eso, cuando murió Francisco Fernando y el káiser alemán Guillermo II incitó al emperador austriaco a invadir Serbia, puso, tal vez sin dimensionar las consecuencias, en marcha el mecanismo de la muerte. Rusia salió a defender a Serbia, Alemania declaró la guerra a Rusia, Francia salió a defender a esta, y cuando las tropas del káiser invadieron Bélgica, entraron los británicos.

El káiser Guillermo II dejó el poder antes de firmar el armisticio. Lo tuvo que hacer la república. El presidente Woodrow Wilson decidió el desenlace, pero no pudo consolidar la paz. El rey Jorge V hizo oídos sordos ante los movimientos pacifistas que intentaban evitar el estallido del conflicto. Y el zar Nicolás II cayó ante la Revolución Bolchevique, y no vio el final de la guerra. 

Historiadores y analistas también ponen el foco en la personalidad de los gobernantes. Muchos de ellos tuvieron la posibilidad de detener el conflicto o, como lo hicieron, de acelerarlo. Curiosamente, varios de ellos eran parientes entre sí. Guillermo II de Alemania, Nicolás II de Rusia y Jorge V de Inglaterra eran primos hermanos y nietos de la reina Victoria. Pero eso no fue razón suficiente para frenar sus ansias de poder y resolver sus desencuentros pacíficamente. La decisión de unos pocos, motivados por rencillas fácilmente solucionables, afectó la vida de millones. El conflicto se extendió por el mundo por cuenta de las colonias europeas en Asia y África, e involucró a 40 países de una u otra forma.

Porque la guerra en realidad solo llegó a su fin con la decisión del presidente estadounidense Woodrow Wilson de entrar al conflicto. Para ello influyeron la campaña submarinista de los alemanes, en especial el hundimiento del transatlántico Lusitania (en el que murieron 128 norteamericanos), y el famoso telegrama Zimmermann, por el que el ministro de Relaciones alemán instruía a su embajador en México para buscar que el gobierno de ese país se aliara con los alemanes a cambio de recuperar sus territorios perdidos en el oeste norteamericano. Wilson, neutral hasta entonces, solicitó al Congreso declararle la guerra a Alemania. Luego de tres años, los aliados estaban cansados de la guerra de trincheras, y la llegada de 2 millones de estadounidenses a Europa en 1918 dio un nuevo aire que terminó por inclinar la balanza solo unos meses después.

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Más allá de los detalles del conflicto, la forma como terminó se reconoce, casi con unanimidad, como el principal germen de la Segunda Guerra Mundial. En el Tratado de Versalles, firmado en 1919, los ‘ganadores’ obligaron a los alemanes a reconocer la responsabilidad por los daños y pérdidas a los gobiernos aliados. Además, les quitaron Alsacia y Lorena, deterioraron su economía y su ejército, y, principalmente, generaron en el país el ambiente que permitió, años después, el surgimiento de Adolf Hitler y la creación del Tercer Reich.

Las terribles imágenes que dejó la guerra, junto a historias que miles de investigadores han revelado con el pasar de los años, muestran un panorama increíblemente cruel. Este fin de semana, la alemana Angela Merkel y el francés Emmanuel Macron se reunirán justamente en Compiègne para celebrar las buenas relaciones de dos países otrora enemigos acérrimos en la guerra. El mensaje para el mundo será claro: no olvidemos para no repetir los errores.

Pero como han señalado múltiples expertos e historiadores, la situación actual presenta inquietantes semejanzas con la que llevó a ese horror inimaginable. La crisis de la democracia, los miles de refugiados por los conflictos en varios países, la irresponsabilidad de algunos de los mandatarios de las grandes potencias y la crisis de los organismos multilaterales son apenas algunos de los factores. Sobre todo cuando un grupo de hombres y mujeres tienen la idea de poner en jaque el proyecto europeo, que después de medio siglo de tensiones, después de la Segunda Guerra Mundial le procuró al Viejo Continente el mayor periodo de paz en muchos años. Líderes de extrema derecha como Matteo Salvini en Italia, Marine Le Pen en Francia, Viktor Orbán en Hungría y Alexander Gauland en Alemania tomaron la bandera de la atomización europea para materializarla.

Una Europa vulnerable a los nuevos vientos populistas es terreno fértil para la cruzada de estos nuevos políticos. Las estructuras financieras del Viejo Continente tambalean cada vez que una de las economías del bloque amenaza con salir del euro. Esa incertidumbre económica y el malestar que produce en algunos la llegada de miles de refugiados que cruzan el Mediterráneo disparan a los candidatos de los partidos nacionalistas, hostiles hacia la Unión Europea. El bloque no es perfecto, pero desde su fundación al menos ha evitado más conflictos en una región que carga una tradición bélica desde hace siglos.

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Los populistas que poco a poco suman más capital electoral creen que Europa es una amenaza que desdibuja la identidad nacional y que permite la entrada del extremismo musulmán a Occidente a través de los refugiados. Aunque ellos quieran una confederación de Estados libres e independientes, la historia les ha hecho entender a la mayoría de europeos que tiene más sentido hablar de responsabilidades comunes si quieren consolidar el proyecto europeo. Pero las generaciones posteriores, que ya no tienen en su memoria ni en la de sus padres ni abuelos el horror de la guerra generalizada, parecen inmunes a las lecciones de la historia. Como dijo el escritor austriaco Stefan Zweig, “el nacionalismo es la peor de todas las pestes porque envenena la flor de nuestra cultura europea”. 

PODCAST. 

El primer conflicto entre las potencias globales industrializadas mató a 10 millones de soldados y mutiló a más de 21 millones más. Tanto la guerra como la paz que siguieron han marcado al mundo de manera indeleble. Especialmente a Europa. ¿Se puede repetir? Descúbralo en esta edición del podcast internacional de Semana con los comentarios del escritor e historiador Enrique Serrano, profesor de la Universidad del Rosario.