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Los planes del dragón

Mientras Trump humilla y menosprecia a América Latina, los cancilleres de la región se reúnen con China para hablar de planes de desarrollo. El gobierno de Xi Jinping está dispuesto a llenar el vacío de Washington.

27 de enero de 2018

“Es tiempo de colaborar”. Con esas palabras, la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, inauguró en Santiago la segunda Reunión de Cancilleres de China y América Latina, que el lunes y el martes congregó a 25 ministros de Exteriores, a delegados de 31 países y a unos 200 empresarios de toda la región. A su lado se encontraba el jefe de la diplomacia del gigante asiático, Wang Yi, quien comentó satisfecho: “Siempre estaremos al lado de los países en desarrollo”.

Ambos se referían a las palabras del presidente chino, Xi Jinping, quien saludó la reunión con un mensaje desde Beijing. En este se refirió a “un nuevo plan maestro” para conectar a América Latina con su iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda (NRS), que prevé cientos de miles de millones de dólares para desarrollar infraestructuras portuarias y ferroviarias en Asia, Europa y África noroccidental. Varias razones explican la decisión de incluir un nuevo continente en ese proyecto, que algunos especialistas han comparado con el Plan Marshall.

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En primer lugar, China y América Latina no solo quieren dar “pasos concretos hacia una integración”, como dijo Bachelet, sino que ya están profundamente interconectados. Entre 2000 y 2016, el comercio bilateral se multiplicó por seis y en la actualidad el gigante asiático es el segundo socio comercial de la región. Durante el mismo periodo, Beijing pasó de invertir algunos cientos de millones de dólares a poner en la actualidad cerca de 113.000 millones. A su vez, Beijing ha firmado tratados de libre comercio con Perú, Chile y Costa Rica.

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En segundo, el ascenso de China en América Latina ha coincidido con el repliegue geopolítico de Estados Unidos, y más específicamente con su creciente desinterés por la región que históricamente consideró como su “patio trasero”. Este proceso comenzó mucho antes de la llegada de Trump al poder, pues en los últimos 15 años el comercio entre ese país y América Latina se contrajo en un 30 por ciento, y una de las medidas más recordadas del gobierno de Obama fue su ‘giro hacia Asia’ (pivot to Asia). Sin embargo, la retórica nacionalista del magnate y, sobre todo, sus ataques racistas contra los latinoamericanos aceleraron el proceso (los ha tratado de “violadores”, “narcotraficantes”, “bad hombres” y, a sus naciones, de “países de mierda”).

Más de un año después de posesionado, ni él ni su secretario de Estado han visitado la región (ni siquiera han confirmado su asistencia a la próxima Cumbre de las Américas) y nadie está a cargo de la jefatura de la Oficina para Asuntos del Hemisferio Occidental. Y a eso se suma que desde hace 12 meses, la diplomacia gringa sufre recortes económicos y de personal sin precedentes. Al día de hoy, Washington no ha nombrado embajador en 9 países del subcontinente, como Argentina, Paraguay y Bolivia.

Por el contrario, Xi ha visitado la región en tres oportunidades, la última de ellas una semana después de la posesión de Trump. En 2014, en la primera Reunión de Cancilleres de China y América Latina, el líder chino dijo que para 2024 esperaba que el intercambio económico ascendiera a 500.000 millones de dólares, y que, con ese fin, su país iba a invertir 250.000 millones. La gran novedad es que ese dinero no va a financiar solo proyectos de extracción de materias primas (como había sido la norma hasta hace poco), sino también multimillonarios megaproyectos de infraestructura vinculados a la NRS. Entre ellos se destacan los corredores férreos que podrían revolucionar el transporte en el continente.

El primero (llamado corredor del Trópico de Capricornio) busca unir la costa brasileña con el puerto chileno de Mejillones a través de la pampa argentina. El segundo consiste en una línea de 3.500 kilómetros a través del Amazonas y los Andes entre la costa atlántica de Brasil y la pacífica de Perú, y se calcula que su costo podrá elevarse a los 21.000 millones de dólares. Y el tercero, conocido como el tren bioceánico, tiene previsto arrancar en el estado de Río de Janeiro (o en algún lugar de Uruguay), atravesar el Mato Grosso brasileño, cruzar de lado a lado Bolivia y terminar en un puerto chileno o peruano. De hecho, buena parte del recorrido de esos proyectos está aún por definir y las negociaciones han creado varias fricciones entre los países interesados. En particular, el presidente boliviano, Evo Morales, ha tratado el tema como una cuestión de interés nacional, pues ese país no tiene salida al mar y el corredor férreo facilitaría su acceso a puertos en ambos océanos.

Pero eso no es todo. En la actualidad, una empresa china construye en México el primer tren bala entre la capital y Querétaro, y desde hace algunos años compañías de ese país quieren trazar una línea férrea de alta velocidad de 11.000 millones dólares entre Río de Janeiro y Brasilia. Adicionalmente, el gobierno chino se sumó en diciembre al proyecto que busca unir a Panamá y a Costa Rica por tren, y por la misma época el Banco de Desarrollo de China anunció que va a financiar una estrategia nacional de desarrollo en Granada, que incluye autopistas, ferrocarriles, puertos de aguas profundas y un moderno aeropuerto. A todo lo anterior se suma el ambicioso proyecto de la Hidrovía Amazónica entre los puertos fluviales de Manaos (en Brasil) y de Iquitos (en Perú), para que el Amazonas y otros tres ríos de esa cuenca sean navegables todo el año.

En buena medida, China ha penetrado con tanto éxito los mercados latinoamericanos porque ha sabido presentarse como una alternativa a los poderes coloniales tradicionales (incluyendo a Estados Unidos), que con la excusa de civilizar, cristianizar o traer la democracia a América Latina devastaron el continente y pauperizaron a sus habitantes. De hecho, Beijing se presenta como otra víctima de los imperios y como un aliado que gracias a su experiencia puede sacar a otros de la pobreza.

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Sin embargo, de un tiempo para acá Beijing no solo recurre a las inversiones, la promoción cultural y otras estrategias de ‘poder blando’ (soft power), sino que cada vez recurre más al ‘poder agudo’ (sharp power), que consiste en técnicas de intervención económica y diplomática. De hecho, a finales del año pasado Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Reino Unido y Estados Unidos tuvieron graves encontronazos con China tras descubrir que Beijing financió partidos políticos, sobornó parlamentarios, compró profesores universitarios y penetró sus servicios de inteligencia. Los especialistas consultados por SEMANA para este artículo temen sobre todo que China recurra a tácticas similares en América Latina.

A su vez, desde la llegada a la Presidencia de Xi Jinping, China se ha vuelto más autocrática, nacionalista y militarista. En efecto, se han disparado las persecuciones contra los disidentes, la libertad de prensa desapareció y la oposición política quedó aniquilada con la excusa de luchar contra la corrupción. A su vez, en 2017 China construyó su primera base naval, participó por primera vez en ejercicios bélicos en el mar del Norte (junto con Rusia) e inauguró su segundo portaaviones. Por eso, es llamativo que todos los gobiernos latinoamericanos, independientemente de su tendencia ideológica, sigan actuando como si de China solo vinieran contratos jugosos y proyectos prometedores. Mientras tanto, Beijing tiene muy claro lo que quiere y ha logrado convertirse en el socio inevitable de las economías de la región.