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Ludwig van Beethoven nació en Bonn, Arzobispado de Colonia, el 16 de diciembre de 1770 y murió en Viena el 26 de marzo de 1827.

ENSAYO

Beethoven y los poetas

Una mirada a la incidencia de los cuartetos de Ludwig van Beethoven, a doscientos cincuenta años de su natalicio, en los escritores Marcel Proust y Robert Browning.

Diego Castillo
25 de febrero de 2020

Hace unos días, el ciclo entero de los cuartetos de Beethoven, interpretados por el milagro del cuarteto Casals en la Biblioteca Luis Ángel Arango, nos mantuvo al filo del paroxismo: la boletería de los tres primeros conciertos se agotó, y los happy few que solo conseguimos boletas para las fechas restantes, tuvimos que esperar como aquel niño que duerme inquieto y desea que la noche sea un parpadeo, para estrenar juguete al otro día.

De este modo, aunque nos perdimos uno de los Cuartetos Razumovsky, dos del Op. 18 y dos cuartetos tardíos, entre otros, asistimos a cuatro hermosos conciertos. Y es que en tales citas se tocaron tres de los inmensos cuartetos finales, además de la Gran fuga, obras cuya sombra y luz han perpetuado finos sobornos o delicados crímenes en otras artes. Porque lo que ahora nos concierne, además de la emoción que nos dejaron y de los fecundos efectos de su audición, es hablar sobre esos últimos cuartetos de Beethoven y de su espíritu en Marcel Proust y Robert Browning. Aunque se trata de un acto de devoción, más que del intento de echar rosas, ruda o laureles en la tumba, pues ninguno de los tres lo necesita: el beneficio es nuestro, no suyo. 

Beethoven compuso los cinco últimos cuartetos en sus tres últimos años de vida (1824-27), años donde aumenta la desazón y el sufrimiento. “¿Hay algo en mí que no esté herido y desgarrado?”, escribe en Gneixendorf, donde compone dos de estos. Pero cuando las heridas se muestran en tales cuartetos, lo hace de modo inusual y, por supuesto, con suma ironía. Su fortaleza es tan recia e inexpugnable, diría el moralista, que se acercaría a la idea del hombre sabio de Epicteto, quien confería el adjetivo al que posee dos fuerzas, la de resistir y la de contenerse, si no fuera porque años atrás la violencia que engendraba la falta de una lo llevaba con frecuencia a ejercer la otra. No obstante, su natural áspero y feroz cede por su creciente sordera y enfermedad. Y también su obra pasa de la categoría de lo imponente sinfónico y la síntesis enciclopédica al trabajo de lo pequeño y de lo mínimo, a los movimientos imperceptibles. Reducido a su oído interior, en su última etapa los sones anteriores se han vuelto casi metafísica, monólogo interior.

Pero este periodo tardío o Spätstil del compositor, como lo llamó Adorno, está nimbado por la historia y comienza alrededor de 1814. Beethoven había admirado a Napoleón y le había dedicado su Sinfonía Heroica en 1803, aunque más tarde se decepcionó porque este se autoproclamó emperador. Luego vendría la disolución del Sacro Imperio Romano Germánico con sus efectos. Y ahora, diez años más tarde, en virtud del caos que dejan las guerras napoleónicas y el consiguiente cambio del mapa europeo, la música se ha vuelto un cálido refugio para algunos. Entre aquel caos florecen la autoridad y el prestigio de Beethoven, quien celebrará la derrota de Napoleón. Tampoco le agradan el Congreso de Viena y, menos aún, el impulso de la Santa Alianza, que buscaba reinstaurar las monarquías absolutistas. Así, el rechazo del compositor no podía ser mayor, y aquí da inicio su tercer periodo, según diversos autores. Por ello, si antes su música se impregnó de los rumbos de la época, ahora el efecto parecía contrario. Porque, tras el Congreso de Viena, el público perdía el interés por las luchas y las ideas, y ahora prefería la “ligereza” de los valses y las óperas de Rossini. En este sentido, por aquella época, es decir, a principios del siglo XIX, hubo un “Romanticismo político” —como nos recuerda Alex Ross— que según Carl Schmitt fue “una nostalgia pangermánica por el desaparecido cristianismo medieval y sus raíces míticas y nacionales”.  Y a pesar de su “ilustración cosmopolita”, el compositor no fue inmune a tal sensibilidad. Así es que Beethoven se aleja del público y ahora se aísla en su propio mundo.

Ahora, tras catorce años sin componer cuartetos y por encargo del príncipe Galitzin, quien desde San Petersburgo le ofrece “lo que usted piense adecuado”, Beethoven, ya enfermo, compone tres cuartetos entre mayo de 1824 y noviembre de 1826, cobrándole cincuenta ducados por cada uno. Estos son los nos. 12,13 y 15, todo un testamento, pues la muerte tocará su puerta cuatro meses más tarde. Pero asimismo, ¡oh Dios!, completa dos cuartetos más, los nos. 14 y 16.

Y para vislumbrar algo más de estos últimos cuartetos, nos conviene contrastar su estética con un comentario sobre su segundo periodo. E. T. A. Hoffmann, compositor y escritor, cuando escribe en 1810 sobre la Quinta Sinfonía, nos dice: “la música de Beethoven mueve los resortes del miedo, del terror, del espanto, del dolor, y despierta ese infinito anhelo que es la esencia del Romanticismo”. Aunque  Hoffmann exagera un poco para justificar su propio credo romántico, el estilo del periodo tardío de Beethoven se despoja de esa retórica: ahora, como los reyes y los príncipes, no quiere convencer ni predicar, sino hablar casi con apotegmas, al modo espartano. Sin embargo, los cuartetos se extienden hasta siete movimientos y se vuelven más exigentes con los intérpretes; esto es, son menos para aficionados que para músicos profesionales. Y si la melodía se vuelve más sencilla y poderosa, los silencios no son menos abrumadores. Las interrupciónes también se acentúan y los temas tienden a fragmentarse, sin saber adónde conducen o bien derivan hacia lo popular: cavatinas, ideas de Lieder o canciones en forma de variación, aires rusos, o melodías que parecen danzas alemanas con gaitas, cual campanas. También hay temas-enigma de cuatro notas que remiten a la Flauta mágica, y hasta humor y picardía en algunos pasajes.

Así que Beethoven usa las convenciones de su arte al desnudo con indiscreta mesura, y lo que hace no es romper la forma sino generarla al modo kantiano, forma que aspira a devorar el mundo con el apetito de un abúlico. Es decir, las formas de la fuga, la sonata y la variación conviven y juegan en un drama único; si bien desarrolla un modo de narrar que podríamos calificar de “ensayístico”. Todo esto lo puso en la vanguardia y en el futuro de su oficio. Incluso Schubert se preguntó qué se podía escribir después del Cuarteto Op. 131, cuarteto que él pidió escuchar antes de morir y que era, supuestamente, el favorito de Beethoven.

Sin embargo, como sucede a menudo con la obra de arte, los cuartetos fueron incomprendidos. Louis Spohr los tildó de “indescifrables, horrores incorregibles” Y aún antes, en 1823, el escritor Franz Grillparzer, quien luego haría la oración fúnebre de la muerte de Beethoven, le dijo: “su música, sin embargo, es totalmente incompresible para nosotros”.

Ahora bien, hablemos brevemente de los efectos beethovenianos en Proust y Browning, hablemos de su emoción, para no redundar con la vastísima influencia del compositor, tan comparable a la del sol. Volviendo al tema de la incomprensión y la posteridad de la obra tardía de Beethoven, Proust escribió sobre las dos cuestiones y tomó su música como modelo, con obras de otros compositores. Por  supuesto, los cuartetos fueron esenciales a la hora de escribir En busca del tiempo perdido, su obra maestra. En un pasaje, Proust menciona cuatro de ellos y “los cincuenta años que tardaron en comprenderse”. Para entender el pasaje, recordemos que en su novela aparece un compositor de apellido Vinteuil, cuyas obras son un Septeto y una Sonata. El pasaje habla sobre “la posteridad de la obra” y más adelante escribirá: “Así, ese tiempo que necesita un individuo —como lo necesité yo con esa Sonata— para penetrar en una obra un poco profunda no es más que el resumen y como el símbolo de los años, a veces de los siglos, que tienen que pasar para que al público le llegue a gustar una obra maestra verdaderamente nueva”.

Gracias a su correspondecia, sabemos que Proust amaba los cuartetos y se había obsesionado con ellos, como le sucedía con casi todo. Los había escuchado en vivo, por el cuarteto Capet, el 26 de febrero de 1913. Luego los hizo tocar en su casa, por el cuarteto Poulet, en la primavera de 1916. Sobre el Cuarteto no. 15, Proust le escribe a Montesquiou y le caracteriza su finale como la expresión de “delirio de un convalesciente que murió de hecho poco después”. Y sobre el Cuarteto no. 16 hay varias pistas relacionadas con la pregunta que usa Beethoven de epígrafe en su partitura y ciertas frases del Narrador de la novela, donde se interroga, duda y afirma su vocación de escritor.

Desde el principio de la novela, las obras musicales son el hilo conductor del Narrador en su trayecto hacia la revelación estética: la música, como la búsqueda, se desarrolla en el tiempo. Mediante la transformación y la reminiscencia —la memoria involuntaria que despierta en nosotros, la evocación y la asociación— la música se torna metáfora de nuestra relación con el mundo, inscrita en el tiempo y condicionado por este.

Otro escritor muy influido por Beethoven es Robert Browning, el poeta victoriano. Durante su infancia quiso ser músico y tomó clases de piano con Leopold Abel y de composición, cello, violín y órgano con John Relfe, vecino suyo en Camberwell. Obras como Una toccata de Gallupi, Abt Vogler o El anillo y el libro están altamente influidas por la música o tienen protagonistas que son músicos. Su admiración por los últimos cuartetos de Beethoven la descubrimos en sus cartas y en testimonios de ciertos contemporáneos, como el diario de Charles Villiers.  Este compositor irlandés que, más que amigo o colaborador, fue detractor de Browning, nos habla de un concierto y una ceremonia en Oxford, donde surge una controversia sobre los últimos cuartetos de Beethoven entre Browning y el gran violinista Joseph Joachim, entre otros. Y cuenta que el poeta era el que más hablaba, absolutamente dueño del tema.  

Pero más allá de la anécdota de Villiers, no menos favorable que artera, el poema  de Browning El anillo y el libro, —y, acaso su obra entera—, demuestran su conocimiento de la música y su afición pianística. Este poema dramático es un verdadero arte de la fuga y se relaciona con Beethoven, cuya Gran Fuga fascinaba al poeta. El argumento del poema es la historia de un crimen, durante el siglo XVII, a través del monólogo de nueve personajes que van apareciendo como en un vertiginoso tiovivo que se transforma en espiral. Cada voz surge de su presunción moral y su personalidad, lentes refractores que dificultan aprehender y contar la verdad. O, mejor aún, sus versiones dificultan encontrar no el centro de la culpa criminal en una historia de detectives, como nos dice Chesterton, sino el centro de la culpa espiritual.

Ya desde el Libro I se observa que, semejante a la prosa de Proust en cierto rasgo, el tema y la voz aparecen, varían y se retoman, se aproximan y retroceden, se atraen y se repelen en exquisito equilibrio —persiguen y son perseguidos, como en una fuga— ora perdidos, ora fundidos en delicioso abrazo. Hasta que al final, en el Libro XII, aparece el nombre de Beethoven y se convoca la facultad del arte de trascender el lenguaje, de inferir la elusiva verdad que tantas veces escapa a la palabra.

Ciertamente, aquí esa palabra comienza a excederse o a marchitarse para que sigamos hablando de Beethoven y de sus cuartetos, de Robert Browning y de Marcel Proust. Llenaríamos páginas sin fin y no encontraríamos la piedra filosofal. Hemos de escucharlos, hemos de leerlos, ya sea en la sala de conciertos o en la soledad. Porque la influencia de Beethoven en la literatura sería un catálogo infinito. 

Así, no diremos que T. S. Eliot se sumergía en los cuartetos de Beethoven y Bartók, al escribir sus Cuatro Cuartetos, ni que Raymond Queneau pensaba en El arte de la fuga de Bach al escribir sus Ejercicios de estilo. No hablaremos del ignoto licor que embriagó a Yourcenar o a León de Greiff, ni  preguntaremos por qué Tácito cayó sobre un verso en la primera línea de sus Anales, o, por qué Cicerón, el peor de los poetas, cuando defendía en un discurso a otro poeta, cayó en su primera frase sobre un héxametro perfecto. Solo diremos que la música aplasta la uva de la alegría contra nuestro paladar y nos pone a bailar. Que nos mantiene cual febril “innamorato”, como nos dice Robert Burton en su Anatomía, “un vago fantasioso que brinca en una idea todo el día y no piensa en nada más sino en hacer gigas, sonetos y madrigales en alabanza de su señora”. O que nos incita a escribir unas cuantas líneas sobre los últimos cuartetos de Beethoven.