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Bienvenidos al pasado

En las elecciones parlamentarias no cambió casi nada y parece poco probable que la anhelada reforma política llegue a ser realidad.

18 de marzo de 2002

Para algunos observadores lo que sucedió en las elecciones de Congreso del 10 de marzo fue el derrumbe de unas instituciones obsoletas. Por primera vez en 70 años, el liberalismo habría perdido sus mayorías pasando de 47 senadores en 1998 a 28 senadores electos. El conservatismo oficialista, por su parte, habría prácticamente desaparecido. Y los independientes, marginales hasta ahora, habrían surgido por primera vez como una fuerza consolidada. Este supuesto golpe al clientelismo sería la antesala de una reforma que sanearía de una vez por todas las costumbres políticas del país, abriéndose paso, a través de la revocatoria del Congreso, una nueva Colombia bajo la dirección de Alvaro Uribe.

El anterior escenario suena bastante atractivo pero es muy poco probable que suceda. No sólo porque las premisas que lo sustentan son equivocadas, sino porque las conclusiones que se derivan de éstas son utópicas. En primer lugar, no hubo un cambio real en el Congreso. Lo que sucedió es que la mitad de los aspirantes de los partidos tradicionales se inventaron movimientos propios para parecer independientes sin serlo. Pero tanto su origen, como sus costumbres y su electorado son los de siempre.

En términos prácticos, el único cambio ha sido que la casi totalidad de los parlamentarios liberales y conservadores que no estaban irreversiblemente matriculados con Horacio Serpa se fueron para donde Alvaro Uribe. En cifras, esto representa 27 de los 55 liberales y todos los 26 senadores de origen conservador.

Y en cuanto a los independientes, no constituyen un bloque que tenga ninguna unidad ni fuerza como grupo. Hasta que Serpa ganaba en las encuestas, mayoritariamente iban a adherir a él. Ahora que está cayendo, estos apoyos se dividen entre Uribe y Luis Eduardo Garzón.

Contrario a lo que se cree, fue en la izquierda y no en los partidos tradicionales donde hubo más cambio. Junto al electorado previsible de Antonio Navarro y las minorías disciplinadas de siempre, surgieron candidatos como Carlos Gaviria que lograron cautivar votos de opinión.

Todo lo anterior no representa mayor revolución. Si algo queda claro es que el oportunismo es el modus operandi del Congreso de Colombia. Esa ha sido una constante histórica y lo que se vio en la pasada contienda electoral es su reafirmación. Cuando parecía que el presidente iba a ser Serpa, el Congreso era serpista. Ahora que parece que el presidente va a ser Uribe, el Congreso es uribista. Como Uribe no es candidato oficial sino disidente, la denominación de sus parlamentarios es de ‘disidentes’.

Y en cuanto al Partido Conservador, que por lo general se volvía lentejo después de posesionado el presidente, ahora ante el fracaso de sus candidatos, se adelantó la fecha de conversión al lentejismo.

Si por el lado del Legislativo no hubo ninguna revolución, por el lado del Ejecutivo sí. La candidatura de Alvaro Uribe sigue rompiendo todos los esquemas. Hasta la semana pasada era el candidato de la autoridad y ahora parece comenzar una nueva etapa como el candidato de la reforma política. Y tiene credibilidad en esta materia, a pesar de que hizo su carrera dentro del oficialismo liberal por el cual fue congresista.

La reforma política, como bandera de Uribe, ha adquirido tanta fuerza que todo el mundo se sube a ese bus. Comenzando por el propio Andrés Pastrana, quien no queda muy bien parado presentando en las postrimerías de su gobierno una reforma que se ha hundido tres veces durante esta administración y que no tiene ninguna posibilidad de ser aprobada.

Y no hay sólo una reforma política, hay varias. Cada congresista que quiere pasar como reformador está en ese cuento. Antonio Navarro lo va a usar como vehículo para acercarse a Uribe sin tener que adherir oficialmente. Rafael Pardo, quien ya es uribista, la piensa usar como plataforma para convertirse en una opción presidencial. Lo mismo le sucede a Germán Vargas Lleras, quien ante su impresionante votación le tocó enterrar sus reservas y sumarse a la causa.

Toda esta ‘reformitis’ es más emocional que realista. Es en cierta forma la repetición de lo que sucedió en 1991 cuando César Gaviria utilizó el estado de ánimo nacional contra el Congreso para impulsar su Constituyente, la cual terminó en la revocatoria de ese entonces. El hecho de que sólo una década después el tema esté sobre el tapete demuestra o que la reforma de la Constituyente en esta materia fracasó o que el problema no está en las leyes ni en las normas.

En ambos casos, el principal motor de la indignación fueron los auxilios parlamentarios. Pero si bien el Congreso no es perfecto, nunca va a ser fácil satisfacer las aspiraciones de los colombianos en relación con la reforma a la rama legislativa. La gente sueña con un Parlamento de prohombres de perfil nacional que se la pasen discutiendo responsablemente los problemas del país. La realidad es que el Congreso, además de debatir los problemas nacionales, tiene que satisfacer las necesidades regionales. Y esta última es su principal función hoy.

Los 268 congresistas elegidos son por lo general los únicos intermediarios que existen entre las regiones y el Estado. Mientras eso sea así, cada vez que se haga una reforma que busque un foro de Carlos Gavirias y Rafaeles Pardos, invariablemente volverán a ser elegidos los Tito Ruedas, los Aurelio Irragoris y los Name Terán. Por lo tanto, la única propuesta realista en materia de reforma parlamentaria es la reducción del número de congresistas más que la unicameralidad, las listas únicas y otras fantasías que han circulado en estos días.

Por otro lado, mientras más congresistas se vuelvan uribistas, menos van a querer reformarse a sí mismos. Y Alvaro Uribe, por su parte, con un país quebrado y una guerra por delante tendrá que replantear su propuesta estrella de la revocatoria, pues ésta implicaría una zozobra institucional innecesaria. Probablemente lo más conveniente sería utilizar la no revocatoria como zanahoria para aprobar con su fuerza política las reformas en cuestión para que entren en vigencia a partir de 2006.



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