BOGOTÁ
Así continúa la vida en el barrio de Yuliana, un rincón de Bogotá que será legalizado
La Alcaldía anunció que legalizará el barrio donde los Samboní y cientos de familias desplazadas han encontrado refugio en busca de mejores condiciones de vida en Bogotá. Entre carencias y anhelos, así es la vida en Bosque Calderón.
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Si todo sale según los cálculos médicos y su madre supera los riesgos de los que ha estado plagado este embarazo, Ian Alfonso nacerá el 1 de septiembre y pasará sus primeros días en el Bosque Calderón, el mismo barrio donde vivió su prima Yuliana Andrea Samboní hasta que tuvo siete años y fue raptada, abusada y asesinada por Rafael Uribe Noguera. Luego viajará hasta Los Milagros, en Cauca, el lugar de origen de su familia, a donde muchos han retornado para tratar de sobrellevar la pena que les produce la ausencia de la pequeña.
Sin embargo, Catherine Perafán, la madre de Ian, espera volver al Bosque Calderón junto su bebé, luego de presentarlo entre sus seres queridos en Cauca. Ella, como miles de migrantes durante casi un siglo, aún encuentra en ese territorio -emplazado sobre el borde de los Cerros orientales y cruzado por la quebrada Las Delicias- la promesa de una vida distinta, sin tantas carencias, con posibilidades de estudio y trabajo que no encuentran en la tierra que extrañan a la distancia.
En Bosque Calderón, desde hace ocho años, se empezó a establecer una de las colonias más grandes de caucanos en Bogotá, que llegaron a ser hasta cien, entre ellos la familia Samboní. Los vecinos los distinguen por ser buenas pagas, y en las carreteras destapadas del barrio se reconocen por sus facciones, sus ojos rasgados y el acento con el que se saludan cada vez que se cruzan con un paisano.
Luego de la muerte de Yuliana, varios de los caucanos, entre ellos don Juvencio y doña Nelly, sus padres, se devolvieron a su tierra con las esperanzas rotas. Volvieron tal vez a buscar consuelo, a olvidar las calles en las que conocieron la más profunda de las penas.
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Pero Catherine, que a sus 23 años espera a su primer hijo, decidió quedarse, aferrarse a la idea de que en Bosque Calderón puede construir una vida mejor. Lo decidió pese a que el desarraigo nunca ha sido una condición fácil de sobrellevar. Ella todavía extraña la tranquilidad del pueblo, la sencillez de la existencia entre las montañas de su infancia.
Cuando llegó a Bogotá, hace cuatro años, luego de haber terminado el bachillerato y decidida a estudiar una carrera, la sorprendió la cantidad de carros que transitaban por la ciudad. En el pueblo no eran tantos. Un par de camperos de las familias más acomodadas, cuatro chivas que transportan a los parroquianos por las 17 veredas y algunos camiones de los graneros que mueven los abarrotes por las montañas. Eran tan escasos los vehículos que lo niños solían correr a esconderse, avergonzados, cada vez que veían uno que se aparecía a lo lejos en la carretera.
Pero los jornales de 7 de la mañana a 5 de la tarde, de labor dura en los cultivos, remunerados a penas con 10.000 pesos diarios, motivaron la desbandada de caucanos. "Así nadie puede progresar", dice Catherine. Por eso, su familia decidió viajar a Bogotá, y juntarse a la colonia del Bosque Calderón. "Es un barrio barato pero cerca al norte, donde podemos conseguir trabajo", explica Luz Velasco, la abuela de Ian, la tía de Yuliana.
Las razones de los caucanos fueron las mismas por las que llegaron los primeros pobladores, hace casi cien años, a ese territorio. En la primera mitad del siglo XX, la familia Calderón Tejada era la propietaria de un extenso bosque que bordeaba los Cerros en la jurisdicción de Chapinero. Allí tenían sus negocios: una mina de carbón, canteras y una fábrica de asfalto.
Entonces empezaron a llamar trabajadores de Tolima, Boyacá y Santander. Gente dispuesta a abandonar sus hogares a cambio de un empleo.
A medida que llegaban, el patriarca, don Luis Calderón, les asignaba una parcela en su vasta finca con el interés de tener a sus trabajadores cerca. Los primeros ranchos los construyeron con las mismas láminas de los tanques que servían para guardar el asfalto. Les pasaban camiones por encima a esas latas para aplanarlas, y las convertían muros y techos. Aún hay algunas viviendas de esas, cuenta Marta Díaz, la presidenta de la junta del barrio, quien vive allí desde 1959.
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Cuando ella llegó, el barrio reunía alrededor de 30 familias, y no tenía alcantarillado ni electricidad ni agua potable. Sin embargo, recuerda que esos tiempos fueron sencillos y felices. Se bañaban en la quebrada Las Delicias y los niños, que jugaban todo el día en un terreno que todavía tenía mucho de bosque, volvían a sus casas al atardecer, en busca de la luz de las velas en torno a las cuales se juntaba la familia.
Los mejores momentos, recuerda Díaz, los vivían a final de cada año. Los vecinos se reunían, oraban, comían y festejaban. Algunos tenían burros, vacas y ovejas, entonces solo faltaba disfrazar a algún niño de pastor, a otra de Virgen María y a alguno de San José para tener todo el pesebre completo.
Al mes de haber llegado, Catherine se quería ir
Al primer mes ya se quería devolver. Le costaba asimilar la complejidad que asumía la vida en la ciudad, lo costoso que era todo, la necesidad de trabajar tanto para apenas sobrevivir. Pero a fuerza de necesidad se acostumbró. Empezó a estudiar en el SENA y consiguió trabajo como cocinera en un restaurante.
Cuando empezaba a sentirse a gusto vino lo más difícil. Un día llevó a su mamá al restaurante donde trabajaba para que reemplazara a una compañera. Doña Luz se sentó a pelar papas sobre una olla. Su hija la vio tan pálida que la interrogó. Pero ella decía estar bien. Luego le entraron escalofríos, temblores y un desaliento que las obligó a salir al hospital en pleno mediodía, en hora pico de comensales.
Pasó la tarde, la noche y la madrugada hospitalizada. Al otro día, Catherine tuvo que volver a la cocina, donde le entró una llamada. Una amiga de la familia le dijo que su mamá había muerto. Catherine se desmayó de la impresión. Cuando estuvo en el hospital supo lo que realmente pasó: doña Luz sufrió un paro cardiaco al que sobrevivió por muy poco. Le diagnosticaron cáncer.
En adelante vinieron las dolorosas radioterapias en la vivienda austera que arrendaron en el Bosque Calderón. Los ánimos de doña Luz se oscurecieron. Catherine trabajaba en el día, estudiaba en la noche y acompañaba a su madre en el tratamiento durante la madrugada. En esas rutinas sucedió la dolorosa muerte de Yuliana, una consentida de doña Luz.
Pero en Bosque Calderón también encontraron alegría. Como los primeros llegados de Tolima, Boyacá o Santander, los caucanos celebran juntos entre la austeridad. A veces en el salón comunal que construyó la misma comunidad, con sus manos y recursos, o en casas de algún paisano. Solía haber lechona, trago y baile hasta el amanecer del 25 de diciembre o el 1 de enero.
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Pero el último fin de año fue muy distinto. Habían pasado dos semanas de la muerte de Yuliana y los caucanos, que acompañaron a los Samboní durante el trance, no encontraba motivos de alegría. En una casa se reunió la colonia, pero esta vez el silencio reemplazó la música y las oraciones al baile.
Las promesas
Desde los días posteriores al asesinato de Yuliana no había tanto revuelo en el barrio como el fin de semana pasado. Sin avisar, el alcalde Enrique Peñalosa recorrió las calles destapadas del Bosque Calderón, para hacerle la promesa a esa comunidad: Luego de un siglo de existenicia, su barrio al fin sería legal. Una acción que significaría el mejoramiento de las vías, los servicios y la construcción de parques y canchas, explicó el mandatario.
En el barrio, lo que más les preocupa es el estado de las vías, la titulación de sus predios y la falta de alternativas para los niños, que en muchas familias se quedan solos cuando los padres salen a trabajar. El único jardín del barrio que es habitado por más de 3.000 personas está cerrado desde hace años. Hay una escuela pero no tiene bachillerato.
Los habitantes se toman los anuncios oficiales con cautela. Catherine, por su parte, no sabe cuánto tiempo más permanecerá en el Bosque Calderón. Espera trabjar durante un tiempo para reunir ahorros y, tal vez, volver a su pueblo. Ya no sabe si este barrio, que durante un siglo a recibido a migrantes de todo el país, y ahora incluso de Venezuela, sea el mejor para que su hijo crezca.