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Pilar cree que está viviendo las últimas etapas de la adicción de su hijo Juan, que ha mejorado notablemente su estado. Foto Santiago Ramírez Baquero

DOSIS PERSONAL

"Las drogas y mi hijo": un joven consumidor muchas veces perseguido por la Policía

Pilar cuenta los obstáculos y sacrificios que ha padecido por la adicción de su hijo Juan, sin embargo, aunque reconoce su problema, considera que la violencia desmedida contra los consumidores no es ninguna solución, sino que empeora la situación.

4 de octubre de 2018

Juan caminó por su barrio, no fue a estudiar y en esa mañana se sintió libre. Estuvo cerca al parque que queda a pocas cuadras de su casa y se topó con dos policías en una moto. Le pidieron una requisa. “Bienvenido, está de vuelta”, le dijo uno. Lo revisaron de pies a cabeza y les entregó la dosis mínima de marihuana que tenía escondida en alguna parte de su cuerpo.

Uno de ellos, sin bajarse de la moto, le pagó una bofetada. “Otra vez, mala vida”, remató. La mano le quedó marcada en la cara. Juan, ofendido, con la ira cargada al cien por ciento, partió hacia una farmacia y se compró un tarro de pegante.

Al rato, volvió a ver a los dos policías merodeando por el barrio. Por eso se escondió en un punto donde nadie lo podía ver desde la calzada. No lo vieron. Inhalaba y exhalaba de la bolsa, la rabia se le fue volando, y el pecho se le calentó, sintió que la sangre le hervía y se sintió tranquilo.

Comenzó a llover, pero no sentía el agua. De repente los dos policías le llegaron por la espalda. No escuchó el sonido de la moto venir. Les entregó la bolsa y el tarro de pegante se lo encontraron tras esculcarlo. “Otra vez en las mismas”, le dijo.

-Vamos para allá – ordenó el policía.

El parque donde estaban le dicen ‘La roca’, por una piedra enorme que impide ver. El policía empujó a Juan y lo llevó contra el rincón, un punto ciego donde una cámara no podía registrar nada. “Me van a meter la mano”, pensó.

Lo que siguió después, recuerda Juan, fue la golpiza más dura que ha recibido. Porque ha recibido varias. Pero ese día no había efecto del pegante que suavizara los golpes del bolillo, los codazos, los puñetazos o las patadas.

“Ese policía era un negro alto súper fuerte, yo nunca había llorado, pero ese día las lágrimas cayeron. Me dieron durísimo”. Cogió al revés el bolillo y lo golpeó en el abdomen. Le pegaron en las piernas, le llenaron de morados los brazos y remataron con un golpe seco en la cabeza.

“Ahí me dejaron sano”.

Él no salía de noche, pero yo sabía cuándo estaba trabado. Cuando empezó con el pegante fue lo peor. La primera vez que yo me di cuenta los labios se le veían quemados. La ropa vuelta mierda, con manchas de pegante. Yo le lavaba la ropa ¿y esto por qué con pegante? Este chino se tiró el pantalón, pero ahí no caí en cuenta. Yo no lo había ni sospechado. No se me pasaba por la cabeza. Hace dos años yo estaba pintando unos diseños en madera y por detrás le pegabas un imán. Compré un bóxer, fue ponerle ahí la droga. Yo hacía poquitos y de repente el frasco quedó vacío. Él me dijo que pegó unos zapatos, pero no se justificaba. Ahí yo caí en cuenta. Ahí me di cuenta que metía pegante.  No comía. Se salía, yo metía candado en la puerta, pero se me escapaba por la terraza. Entonces me tocó meter candado ahí también. Recuerdo las peleas, me gritaba ¡por qué no me deja salir! Fue horrible, es la peor experiencia. Usted me pone a revivir y… es tenaz… estaba acabado, vuelto un ñero, se le veían los huesos. La ropa le colgaba. El pegante los cambia, el vicio se les ve en la cara, el vicio se traga a una persona. ¿Uno cómo va a mantener cerrado si aquí vivimos siete personas? Yo me volví la portera. Mi vida social murió, porque me dediqué fue a él. Y es la hora que yo no salgo a nada más. Hay mamás que no les importa, pero en mi caso a mí sí me importó. Yo dejé de comer, dejé de dormir. Uno no tiene vida.

Foto Santiago Ramírez Baquero

Los policías, después de golpear al joven – que tenía 16 años en ese entonces-, le confesaron que tenían rabia porque los habían sacado a piedra por tratar de acabar con una riña entre estudiantes de dos colegios.

“Si a uno le encuentran marihuana no lo molestan tanto, pero si a uno le encuentran pegante sí le pegan a uno”. Muchas veces los policías le daban el previo aviso. “Les vamos a pegar y en una hora los soltamos ¿listo?”.

Dice que no le tocan la cara la mayoría de veces, pero los brazos y las piernas más de una vez le han quedado temblando. Al tercer golpe los sentidos vuelven y con ellos el dolor. Después de cada tortura no podía ni pararse.

Una vez un policía, que ya lo reconocía por su consumo en el barrio, lo alzó del tobillo “me alzó como un pollo”, con la cabeza hacia abajo, el abdomen desnudo por la camisa caída, los brazos colgando y los ojos pegados al suelo… esperando a que lo soltara para que se pegara al caer.

El cigarrillo y la marihuana solo fueron el comienzo para Juan Sus compañeros de colegio lograron crear el ambiente en el que el más experimentado se llevaba el mayor respeto. La primera vez que le preguntaron por el pegante mintió “claro, yo ya lo he probado”.

El primer bombazo fue una ralentización del tiempo. Una vez, jugando en un columpio, se golpeó tan fuerte en la cara que el dolor comenzó a sentirlo cuando el efecto bajó. Se abrió una cortada en la mano, pero, aunque se vio impresionante no hubo ardor.

La calle se lo fue llevando, cuando conoció el centro de Bogotá llegó a consumir medicamentos como rivotril y clonazepam que conseguía en la ‘L’.

Yo lo iba a buscar a él a la hora que fuera. Todos los viciosos de por acá me conocen porque yo lo iba a buscar. Hubo un punto en el que no podía más. Empecé a averiguar para internarlo, los sitios eran carísimos. Me recomendaron un sitio, de parte de Xavier, del papá. Me sirvió por el precio. Preguntaba si se podía escapar. No había ventanas, no se ve nada la calle y hay un patio de dos metros cuadrados donde pueden mirar el cielo. Solo eso. Me dijeron que lo recogiera el 14 de julio. Él cumple años el 13. Le partimos el ponqué con los tíos y mi mamá. Pero por dentro estaba vuelta mierda, porque al día siguiente lo recogían. Y bravo y el ponqué y por dentro… Me considero una persona fuerte. Pero esta situación, verlo en la inmunda. Esto me destrozó por dentro. Cuando están los papás juntos es otra cosa, al menos usted llora con su marido. Pero cuando usted está solo… A mí me daba vergüenza, a mi hermano le pedí que fuera fiador para un préstamo para pagar la rehabilitación. Hubo recaídas, obvio. Después de uno de esos procesos a los que fue, cuando creía que ya habíamos superado esta etapa dura, lo vi con el bóxer en la mano. Y me prometió que no lo volvería a hacer, pero tocó engañarlo de nuevo. Meterlo en un taxi y decirle que venía gente del ICBF pero mentiras, era otro centro de rehabilitación.

Juan también llegó a consumir en el antiguo Bronx. Pasó por varios centros de rehabilitación, ahora regresó a su casa a terminar su proceso. Foto Santiago Ramírez Baquero

En el barrio, los vendedores de las ferreterías ya lo conocían. Muchas veces le dejaban más barato el tarro de pegante, se los fiaban e incluso hasta se lo regalaban. “¡Tan buena gente!”, gritó indignada Pilar, la mamá de Juan, cuando se enteró.

Ha pasado por varios centros de rehabilitación. Lo han internado a la fuerza, engañado, y obligado por orden del Estado al saber de su adicción. Ha ido a lugares oscuros en el centro, donde a pocos metros venden drogas. A centros donde le permitían la interacción con niñas y cada cierto día hacían integración ‘sana’, por ser menores de edad.

Incluso, Juan reconoce que en los centros que ha visitado ha conocido personas que han pasado por hasta 36 instituciones. Muchas veces no hay lugar que sirva.

Desde noviembre del año pasado Juan intenta olvidar la sensación pesada de su pecho ardiendo, su memoria a corto plazo afectada y el dolor diluido en una bolsa de plástico llena de pegante. Quiere pensar en otra cosa, se está rehabilitando, estudia en el Sena y trabaja. Aunque a sus 17 años su ansiedad todavía a veces aparece. 

Juan ha pasado los últimos meses en su casa materna, un hogar de una sola planta, extensa, y llena de color. Pilar, es artista, aunque dice que mientras vivió la peor parte de la adicción de su hijo fue imposible tomar el pincel y llenar de color un lienzo cuando en su vida todo era negro. Juan prende un cigarrillo, Pilar no le dice nada porque es lo menos grave que ha tenido que ver. Fuman juntos. Se ríen. Pilar le da a su hijo un abrazo fuerte y sincero.

No sea que Juan se le vaya de los brazos y caiga en un lugar que no tiene fondo.

Esta es una olla que Pilar, con los ojos cerrados, moldeó en uno de los centros de rehabilitación donde estuvo su hijo Juan. El ejercicio hacia parte de una jornada de terapia entre padres e hijos, todavía lo conserva como un recuerdo de su lucha. Foto Santiago Ramírez Baquero