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Promesas, sólo promesas

Al regresar a Bojayá los 900 campesinos que habían huido por la tragedia descubrieron que ningún anuncio oficial de apoyo se ha cumplido.

9 de septiembre de 2002

La tragedia de Bojaya del pasado 2 de mayo, aquel día de espanto en el que murieron 119 personas que se refugiaban en una iglesia por causa de una pipeta bomba que les arrojó el frente 57 de las Farc en medio de una batalla contra las Autodefensas Unidas de Colombia, le dio la vuelta al mundo. Y pareció por fin conmover a las autoridades del Estado, que nunca hicieron presencia en estos caseríos sobre el ancho Atrato y tenían al Chocó entero en el absoluto abandono. Llegaron la prensa, los ministros, los militares, el mismo presidente Andrés Pastrana, y prometieron resarcir a esa población desolada y consolar su duelo con múltiples ayudas, con inversión social, protección y desarrollo.

Pasaron cuatro meses. El primero de septiembre 900 campesinos de los pueblos de Bojayá, Caimanero, Cobe, Napipí y Vigía del Fuerte que se habían refugiado en Quibdó, huyendo del dolor y del miedo, resolvieron regresar. Zarparon de la capital chocoana a las 10 de la mañana en dos pangas, el Arca de Noé y el Niño Chévere. En ese par de máquinas andrajosas, sus cascos de madera colmados de gente hasta reventar, hicieron su travesía por el río durante 11 horas hasta que, cerca de las 8 de la noche, llegaron de vuelta a su hogar.

Los pocos habitantes que se habían quedado en Bellavista, el casco urbano de Bojayá, luego de la matanza, los "miembros de la resistencia", como ellos mismos se llaman, los esperaban ansiosos. Habían hecho lo imposible por recibir a sus parientes, sus amigos, de la mejor manera. Algunos vestían camisetas blancas con la frase estampada "Retorno con dignidad" como símbolo de bienvenida. Otros, bajo la dirección del inspector Elmer Martínez Rentería, un joven de 20 años, entusiasta, que sueña con organizar la comunidad alrededor de un proyecto agrícola, habían puesto teas para iluminar el camino y disimular que la planta eléctrica se había dañado hacía 15 días y no había habido cómo repararla. Los niños, con la ayuda de sus maestras, habían hecho banderitas blancas con palabras como amor, libertad y solidaridad y algunos muchachos pegaron carteles con las mismas palabras cálidas en las casas de los que regresaban. Las mamás cocinaron un sancocho de bocachico con plátano. Los soldados colgaron otros afiches de bienvenida y un barco piraña del batallón Manosalva Flórez custodiaba el río. Y Domingo Valencia, el compositor, cantó: "Hace como cuatro meses que estábamos separados, por la maldita violencia todos fuimos desplazados?".

Todo el cariño no logró esconder, sin embargo, un hecho contundente: ninguna de las promesas fue cumplida. El pueblo está destruido. Encontraron una mesa volteada allí, un vaso roto allá, un pedazo de cama más allá y un tenedor que quedó del saqueo tirado en la calle. La iglesia está en ruinas. La escuela es un montón de sillas desbaratadas, un hoyo en el techo, libros mojados en la tierra. "No tengo dotación, ni ambulancia, ni agua, ni energía y el paludismo cunde y no tengo cómo atender a los enfermos", dice desconsolado el médico del centro de salud, Yurgvink Barón, de 26 años. Hace tres meses no le pagan y a sus enfermeras hace cinco. La lancha ambulancia está varada desde la tragedia. Nadie responde. El alcalde, Angel Palacio, no se ve por ningún lado.

En los cuatro meses el Estado no hizo nada para paliar siquiera el dolor de esos pueblos. Dicen que fue un arquitecto y dictaminó que se requerían 15 millones de pesos para pagar la reconstrucción y dotación mínima del centro de salud. Nunca más se supo de él.

Los recién llegados desempacaron sus pocas pertenencias. En la puerta de la iglesia el sicólogo Carlos los recibía con abrazos. Algunos reían nerviosos, otros se echaron a llorar. "Empezar de cero otra vez, dijo la señora Petronila. ¿Y de dónde las fuerzas?".

En un pueblo río abajo dos jefes de las Farc del frente 57 conversaban en un café a la vista de todos. Aseguraron que seguirán defendiendo su territorio. Y un vecino dijo que un poco más allá estaba 'El Alemán', el jefe paramilitar, tomando trago en un bar. Nada cambió, la tragedia continúa.