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¿TOCO FONDO?

Después de los atentados a Juan Gómez Martínez y a la JUCO, Medellín se pregunta qué sigue después.

28 de diciembre de 1987


Cuando mataron a Héctor Abad Gómez, la gente en Medellín pensó que se había tocado fondo. No fue así. La semana pasada la ciudad tuvo que presenciar dos hechos que superaron de lejos lo ocurrido anteriormente. No sólo se presentó un atentado contra Juan Gómez Martínez, director de El Colombiano, uno de los máximos símbolos de la clase dirigente y de la respetabilidad antioqueña, sino que se inauguró--cuando se creía que allí ya se habían practicado todas-- una nueva modalidad de violencia: la ejecución colectiva. Esto, en la misma semana en que Medellín se volvía noticia mundial tras el arresto de Jorge Luis Ochoa.

Aunque Abad Gómez podría ser asociado indirectamente como simpatizante de izquierda por su labor en pro de los derechos humanos, a Gómez Martínez difícilmente se le podría asociar con algún extremo político. Es un hombre tímido, prudente y fiel representante de los valores del pueblo paisa. Es justamente la nostalgia por estos valores, una de las razones por las cuales cuenta hoy en día con un significativo respaldo como candidato a la alcaldía de esa ciudad. A las 8:45 de la noche del domingo 22, una docena de hombres armados intentaron, en medio de una balacera, penetrar por la puerta a la casa del director de El Colombiano. La agilidad de uno de sus hijos y la solidaridad de los vecinos, que respondieron a balazos el ataque, lograron detener la acción de los pistoleros y los obligaron a ponerse en fuga.

El atentado fue reivindicado por un grupo que dijo representar a "los extraditables", y que, en un comunicado de prensa, afirmó que sus intenciones eran las de tomarlo como rehén para que sirviera de portador de un mensaje al gobierno. "Por su intermedio queremos hacer saber al gobierno que en el caso de que el ciudadano Jorge Luis Ochoa sea extraditado a los Estados Unidos, declararemos una guerra total y absoluta contra toda la clase política dirigente del país. Ejecutaremos sin consideraciones de ninguna naturaleza a los principales jefes políticos de los partidos tradicionales", afirman en su carta los integrantes del grupo fundado por Carlos Lehder en 1982.

No habían pasado 48 horas después del atentado, cuando a las 4:15 de la tarde del martes 24, la tragedia se apoderaba nuevamente de la capital antioqueña. Tres hombres armados de pistolas y ametralladoras ingresaron a la sede de la Juventud Comunista, JUCO y, prácticamente sin mediar palabra, obligaron a sus ocupantes a tenderse en el piso de la cocina y los rociaron a plomo. Cinco muertos (tres mujeres y dos hombres), tres heridos y un sobreviviente milagrosamente ileso, fue el saldo de la operación, que evocaba la famosa masacre de San Valentín en Chicago en 1929.

De inmediato surgieron todo tipo de especulaciones. En privado, casi en secreto, algunos afirmaban que era la extrema derecha, otros que la mafia y hubo quienes hasta insinuaban que se trataba de la extrema izquierda. Los únicos que se atrevieron a lanzar acusaciones públicamente fueron los compañeros de los muertos, quienes en medio de lágrimas de dolor y de ira, gritaban al frente de la sede de la JUCO, "militares asesinos" .

Lo cierto es que para los paisas, cualquiera de los sectores señalados pudo haberlo hecho. En una ciudad en la que hay grupos de autodefensa, sicarios del narcotráfico, vendettas entre mafiosos y agresivas redes urbanas de todos los grupos guerrilleros que actúan en el país, todo puede suceder. Y de hecho ha sucedido. En Medellín, apareció la industria del narcotráfico, nacieron los asesinos de la moto, se fundó el MAS (Muerte a secuestradores), surgieron los "ajusticiamientos" callejeros de policías y los asesinatos indiscriminados de estudiantes universitarios. En fin, en escasos 10 años, Medellín ha visto de todo.

Pero, ¿Qué hizo que la "ciudad de la eterna primavera", de la que se hablaba en los discos como "paraíso terrenal, mujeres bellas, gente cordial", se conviertiera en la meca de la industria del crimen? ¿Qué tipo de demonio se metió en una ciudad que era tan tranquila, que un asesinato que tuvo lugar a principios de siglo se convirtió en una leyenda: La de "Daniel el hachero", un hombre que enloqueció y con una hacha dio muerte a toda su familia?

Según algunos conocedores, la situación se remonta a los primeros años setentas, cuando Medellín comenzó a aumentar sus cordones de miseria y absorbió los municipios aledaños como Envigado, La estrella, Itagui y otros, debido al proceso de urbanización. Hacia finales de la década la ciudad llegó a registrar uno de los más altos índices de desempleo del país (18%) y uno de los mayores porcentajes de integrantes del sector informal de la economía (17%). Aparecieron los primeros "jaladores" de carros y los primeros secuestradores. Pero sobre todo, lo que nacía era una inmensa masa juvenil desocupada y sin proyecciones académicas.

Para entonces, "comenzaban a verse los resultados de la recesión económica --afirma el actual alcalde William Jaramillo--fue cuando aparecieron los traficantes de droga y encontraron en estos jóvenes una materia prima para el delito. De ahí salieron los primeros sicarios".

Y no podía haber sido de otra manera. Según un sociólogo consultado por SEMANA, "un negocio que puede ser el más grande del país, manejado al margen de la ley, genera automáticamente la justicia privada. No hay documentos que puedan amparar este tipo de operaciones. No puede haber jueces ni denuncias para un negocio ilícito, entonces, cada quien termina cobrando sus cuentas por su propia mano". Poco a poco este tipo de "chepitos" armados, se fue convirtiendo en un "modus operandi" generalizado para resolver cualquier conflicto. Por un lado, cada vez más se enraizaba la actitud violenta en los paisas, y por otro, no era fácil para un sicario acostumbrado a vivir del crimen y a ganar jugosas cantidades de dinero, cambiar de vida buscando un empleo de salario mínimo.

Pero había otro tipo de violencia que se gestaba paralelamente a la de la droga y sus secuelas: la política. Según algunos especialistas en la materia, la década de los ochentas llegó con la reacción de algunos sectores que habían sido golpeados por la guerrilla durante los dos decenios anteriores. Ganaderos, agricultores, empresarios e industriales, que habían quedado en la ruina, o que habían visto a sus familiares secuestrados, extorsionados o asesinados, comenzaron a buscar respuestas violentas y a organizar grupos de autodefensa para cobrar justicia también por su propia mano. Este fenómeno, que no era ajeno al que sucedía en el resto del país, encontró en Medellín una infraestructura que le dio unas proporciones diferentes: las bandas de sicarios. "Aquí no fue como en el Caquetá o en el Magdalena medio--dice el alcalde-- que quienes iban a matar a alguien tenían que comenzar por reclutar ex presidiarios, ex militares o ex guerrilleros; en Medellín había quién prestara ese tipo de servicios".

Lo que sí no deja ninguna duda es que la combinación de estos dos tipos de violencia, el de la droga y el político, es la responsable de que Medellín sea la ciudad del mundo en donde, sin estar en guerra, la vida vale menos. El número de muertos por hechos violentos en cualquier fin de semana, no baja de 30. Cifra que no llegó a verse ni en el Chicago de los años 20.

¿Pero qué se puede hacer o qué piensan sus habitantes de esta beirutización de su estilo de vida? Nadie sabe a ciencia cierta qué se puede hacer, pero curiosamente subsiste cierto optimismo. Los paisas son ante todo hombres de empresa y si los negocios van bien el resto funciona. Así como en el exterior ven a Colombia como una especie de Líbano, en donde no entienden cómo se puede vivir, el resto de colombianos ve a Medellín de la misma manera. Pero para los paisas esto no son más que exageraciones y la vida, con sus altas y bajas, simplemente sigue su curso.

Al fin y al cabo, todavía existen tipleros, aguardiente, buenos amigos, paseos a Rionegro y aunque ya no se llega a la oficina en 7 minutos, todavía no son 15.--