Juan Manuel Santos y Álvaro Uribe compartieron un mismo gobienro. Hoy están separados. | Foto: AP.

ELECCIONES

Santos y Uribe: un divorcio que retrata la política

En cuatro años, Santos pasó de ser el candidato de Álvaro Uribe a convertirse en la última esperanza de los más feroces críticos del exmandatario.

Alianza BBC
Arturo Wallace
10 de junio de 2014

Las elecciones colombianas del 2010 las viví en Londres, a la distancia y sin saber que poco después estaría haciendo las maletas para trasladarme a este país suramericano.

Pero corresponsal internacional al fin de cuentas y en una sala de redacción con abundante presencia colombiana, igual seguí con atención la contienda entre la llamada 'Ola Verde' y el uribismo, en ese entonces encarnado por Juan Manuel Santos.

Cuatro años después, son varias las cosas que no han cambiado: los comicios nuevamente tienen como protagonista a Santos y en el centro de la elección vuelven a estar las ideas y valores del hombre que lo antecedió en la Casa de Nariño. Aunque, esta vez, Santos ya no es el exministro de Defensa de Álvaro Uribe, sino el presidente en ejercicio.

Pero mucho más significativamente, también pasó de ser el primer abanderado del uribismo para convertirse en su principal adversario.

La votación me encontrará además en territorio colombiano, casi al final de una estadía fascinante que –como suele suceder por estas tierras– se ha prolongado mucho más allá de lo originalmente planeado.

Pero, aunque buena parte de mi trabajo en estos años puede leerse como la crónica de la progresiva separación de esos dos hombres -ahora rivales irreconciliables-, para empezar a explicar ese distanciamiento, sigo sin encontrar mejor punto de partida que un grafiti que apreció en una pared de Bogotá cuando yo todavía no había llegado.

"Se va el mayordomo, llega el dueño de la finca", decía el ahora célebre mural, pintado poco antes de la toma de posesión de Santos.

Aunque el escrito claramente menospreciaba –tal vez como el mismo Santos– la significancia política de Uribe, quien aún fuera de la presidencia se ha confirmado como la figura más influyente de la historia reciente de Colombia, ha hecho del uribismo y antiuribismo las dos principales fuerzas de la actual política nacional.

Giro al 'centro republicano'


Fue en cualquier caso desde la propia toma de posesión que Santos, el heredero de la élite política bogotana y sus tradiciones liberales, empezó a marcar distancias con Uribe, el hijo de esa burguesía terrateniente mucho más conservadora que controla los grupos de poder regionales.

Primero, reconociendo la existencia de un conflicto interno armado de origen político, ahí donde su antecesor –tocado en su historia personal por la guerrilla de las FARC, responsable de la muerte de su padre– sólo veía un enfrentamiento con narcoterroristas y criminales.

Y, sobre todo, abriendo de nuevo la puerta a una posible negociación con los insurgentes que, al menos públicamente, Uribe ya había cerrado.

Luego vendría la aprobación de la histórica Ley de Víctimas, que vendría a hacer todavía más evidentes las diferencias entre Uribe y Santos.

Esa sería, de hecho, la primera nota que me tocaría escribir sobre Colombia, cuando ya sabía que este sería mi próximo destino: una especie de calentamiento antes del viaje.

Completarían el cambio –para algunos, en ese entonces, ya de rumbo; para otros, solo de tono– un inesperado acercamiento diplomático a la Venezuela de Hugo Chávez, tal vez el tema que más claramente demostró las diferencias de estilo entre los antiguos aliados.

La propuesta de revisar radicalmente la actual guerra a las drogas vendría a confirmar el talante mucho más liberal del nuevo mandatario, quien para entonces ya también había enojado a su antecesor conformando un gabinete con algunos de sus viejos adversarios.

Las tasas de aprobación de más del 80 % y los elogios constantes de los medios internacionales, sin embargo, parecían sugerir que la estrategia de Santos no estaba errada.

Buena parte de la élite bogotana celebraba el estilo mucho más conciliador del nuevo presidente como un giro desde "la derecha autoritaria hacia el centro republicano", que alejaba al país del "camino reaccionario" de Uribe y de regreso "al camino de la tradición liberal: institucional, consensual y reformista".

Como si esa tradición en realidad describiera a toda Colombia y no solo, o al menos sobre todo, a la pomposamente autodenominada "Atenas suramericana", histórica y geográficamente más alejada de la experiencia cotidiana del conflicto armado.

Y como si una vez completado el trabajo "sucio", pero necesario –y, por omisión, justificable–, en el momento más duro del conflicto –lo que Santos ha denunciado en esta campaña como "la cultura del todo vale"–, ya fuera hora de hacer regresar las cosas a su cauce con la adopción de un estilo de gobierno más "urbano".

Sin devolver la llamada

Durante mucho tiempo, sin embargo, las tensiones entre los dos hombres se mantuvieron más o menos acalladas.

Aunque cuando tuve la oportunidad de entrevistar por primera vez al actual presidente de Colombia –a poco más de un año de aquel grafiti– la colisión ya parecía inevitable.

"¿Usted piensa que el presidente Uribe es su oposición, o está sentando las bases de lo que podría ser la futura oposición a su gobierno?", le pregunté en esa oportunidad a Santos, quien para entonces contaba con el apoyo del 95 % de los diputados al congreso colombiano.

"Yo no creo. Yo con el presidente Uribe no tengo sino gratitud, respeto, admiración. Yo estoy construyendo sobre lo que él construyó. Coincidimos en los objetivos fundamentales, tal vez nos diferenciamos en la forma", fue su respuesta.

Pero cuando quise saber si esas "diferencias de forma" las discutía con Uribe y para ejemplificar, le pregunté cuándo había sido la última vez que había conversado con el exmandatario. Santos confesó algo que durante su campaña conjunta hubiera parecido impensable: Hacía tres meses que su antiguo valedor no le contestaba el teléfono. Ni siquiera, agregó, cuando lo llamaba para intentar compartir sus triunfos o para felicitarlo.

Al día siguiente, la reacción de los voceros de la impresionante mayoría parlamentaria oficialista fue proponer una reunión entre los dos hombres, "porque los que salían perjudicados por su distanciamiento eran todos los colombianos".

Una actitud que me hizo recordar que, después de todo, este es el país del Frente Nacional, el acuerdo de gobernabilidad basado en la alternabilidad en el poder de las élites de siempre que estuvo en vigencia de 1958 a 1974, pero cuya lógica aún parece permear buena parte de la política colombiana.

Aunque, en los últimos años, el acomodamiento se hubiera dado en torno a la figura de un outsider: Uribe, quien con su carisma arrasador y gracias al éxito de su discurso de mano dura había terminado aglutinando alrededor suyo, como estrategia de supervivencia, a buena parte de la derecha colombiana. Incluyendo a liberales ilustrados como Santos.

Una alianza inesperada

La ruptura total, sin embargo, no tardaría en producirse. Y el forzado anuncio del inicio de un diálogo de paz con las FARC sirvió de detonante.

Aunque durante mucho tiempo Santos insistió en seguir presentando su estrategia como una evolución necesaria de la doctrina uribista de "la seguridad democrática", pronto quedó claro que el antiguo mandatario no estaba dispuesto a dejarlo quedarse con sus bases.

Santos, sin embargo, le siguió haciendo guiños a los votantes uribistas hasta que quedó claro que el nuevo partido de su antecesor, el Centro Democrático, representado por Oscar Iván Zuluaga, ya los había captado.

Solo entonces empezó a atacar frontalmente al hombre para quien durante la primera mitad de su gobierno solo había tenido elogios y agradecimiento, haciéndose incluso eco de algunos de los señalamientos propios del antiuribismo más clásico que acusa al presidente Uribe de nexos con el paramilitarismo que este siempre ha negado.

Porque si algo han dejado en claro estos últimos cuatro años, es que el de Santos con Uribe –y, en cierta medida, la relación de este último con buena parte de la oligarquía colombiana tradicional– no fue sino un matrimonio de conveniencia que, en su momento, los benefició a ambos.

Mientras que estas elecciones simplemente confirman que en la Colombia de hoy la única bandera política que puede pretender competir con el uribismo es el antiuribismo, hoy fortalecido por la ruptura de la alianza de hace cuatro años.

Gracias a las alianzas de última hora con el centro izquierda que hace cuatro años eran simplemente impensables, en la recta final de la contienda electoral Santos ha terminado convertido en su último e inesperado abanderado.