OPINIÓN

Radiografía de la Crisis Colombiana (II)

No termina el escándalo de la corrupción en la Secretaria General de la Presidencia, cuando la ONU denuncia que, al menos, el 40% de los ex guerrilleros de las Farc, han “salido” de las zonas veredales. Y eso sin haber logrado apagar el incendio del aumento del área sembrada de coca; y sin resolver la crisis de la salud o, al menos, contener la corrupción en la alimentación escolar…

Semana.Com
25 de noviembre de 2017

En la mañana del 28 de Agosto en Gaitania, corregimiento de Planadas al sur del Tolima, 134 ex guerrilleros de las FARC asistían a un taller de capacitación sobre economía solidaria, cuando fue interrumpido por un hecho inesperado. Era Luis Cruz[1] que, en compañía de dos hombres, llegaba a cobrar el arriendo que se le adeudaba por el alquiler de la zona veredal. Buscaba que le cumplieran el contrato, que había firmado con el gobierno, para facilitar los terrenos en que se concentrarían quienes dejaban las armas de esa guerrilla. Y llegó allí, porque (supongo que) ante el incumplimiento del gobierno, cuando pidió que le pagaran, alguien le debió decir: vaya y le cobra a las FARC.

La reacción de la “guerrillerada” no se hizo esperar. De nuevo, las voces que llamaban a abandonar la zona, se hicieron sentir. “Es un engaño”…“Vámonos, todo es mentira”, gritaban indignados. Y con razón. Las condiciones infrahumanas en que mantienen a los ex guerrilleros, en las ahora llamadas “zonas de reincorporación y capacitación”, no permiten pensar otra cosa. Y como Gaitania, las demás zonas están llenas de problemas similares. Y obvio, con la gente queriendo abandonar el lugar.

El asunto habría pasado inadvertido, de no ser por un informe del Representante de la Oficina de las Naciones Unidas en Bogotá, Jean Arnault. En un foro se atrevió a decir que el 55% de ex guerrilleros, ya no están en las zonas veredales. “Eran cerca de 8.000 el 20 de mayo cuando termina el almacenamiento de las armas, después el 70% al 15 de agosto y hoy hay el 45% solamente ocupando los espacios”.  Pese a que reconoció que muchos habrían ido con sus familias, a hacer política o buscar una reincorporación de manera individual, dijo que la mayor causa de la salida era “la pérdida de confianza en las opciones que hay, por incumplimientos del gobierno”

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En su intento de desmentir el informe, el gobierno no sólo lo calificó de injusto con los propios ex guerrilleros, sino que dio cifras sobre los “residentes” de la zona.  Según el Director de la entidad responsable de la reincorporación de los ex guerrilleros, el 9 de noviembre había 4.084 personas de las 6.804 que estaban registradas el 16 de agosto de 2017, día cero en que comenzó formalmente su trabajo esa dependencia.  

La preocupación fue mayor. Para los conocedores, la diferencia con las cifras de Naciones Unidas sólo deja ver el desconocimiento del gobierno, sobre lo que realmente lo que está ocurriendo en esas zonas. Ya unas semanas atrás, se había hecho evidente cuando alias “El Paisa”  salió de la zona en que se encontraba. Y nadie supo que pasó. Los expertos insisten: el gobierno no tiene idea de esos territorios, porque no hace un seguimiento sistemático y riguroso a lo que allí sucede. No se entera de las condiciones en las que se encuentran los ex guerrilleros y sus familias.

Pero ese no es un problema sólo de la agencia presidencial responsable de la reincorporación. Más bien, es un rasgo distintivo de lo que ha sido el gobierno Santos. Una observación a las auditorias de desempeño, y la evaluación de políticas, realizadas por la Contraloría General, revela lo mismo: Ninguna de las entidades y organismos del gobierno central, hace seguimiento a los compromisos adquiridos por sus directivos; a los recursos girados para los proyectos; o simplemente al cumplimiento de los objetivos de política pública fijados en los planes de desarrollo.

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Pero eso no es todo. La queja de Arnault, en el sentido de que el gobierno todavía no tiene un Plan Macro de Reincorporación, que defina la política de retorno de los ex combatientes a la civilidad, no se presenta solo en este caso. Los reportes de los organismos de control, muestran que en las demás entidades no hay políticas públicas que trasciendan los enunciados grandilocuentes de los documentos públicos. Ni tampoco una planeación acorde con las necesidades, y mucho menos una programación presupuestal que haya sido rigurosamente preparada, ni un flujo de gastos sobre los que se ejerzan los debidos controles.  

Eso explica porqué, a pesar de su buena intención, el Presidente y su equipo de gobierno, han perdido la capacidad para hacer sus realidad sus promesas electorales; para cumplir con los objetivos de política que se trazó; o siquiera para atender las urgencias que exigen una rápida atención del gobierno, como ocurrió con la tragedia de Mocoa o la ola invernal en la Costa Atlántica. Cada vez que se le requirió una acción rápida, no respondió. Son tan débiles las instituciones de gobierno, que ya no pueden mantener bajo control a los gobernados, ni llevar al Estado en un rumbo definido.

Paradójicamente, al tiempo en que las instituciones se han debilitado, la gente se ha vuelto más exigente y menos tolerante con los políticos y con sus propios conciudadanos. Por eso, fueron cada vez mayores los compromisos que el gobierno debió  asumir, para evitar mayores movilizaciones sociales. Ni siquiera el clientelismo desatado pudo evitar la explosión ciudadana contra los partidos políticos. Cada vez más la gente entendió, que si quería una atención más urgente y eficaz de este gobierno, pues tenía que tomarse la calle o bloquear las carreteras.

Ante la necesidad de producir resultados, el presidente concentró más poder en torno suyo, restringiendo los mecanismos de control y extirpando los sistemas de pesos y contrapesos que aseguraban un mínimo funcionamiento de las reglas de juego y un equilibrio de poderes públicos. Pero las mayores prerrogativas para el Presidente, terminan convirtiéndose en un factor de inestabilidad e incertidumbre política e institucional.  

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Los síntomas de una crisis política e institucional, que se anunciaba en la pérdida sostenida de la popularidad presidencial, muy rápido comienzan a poner en evidencia un grave agotamiento de las instituciones, que se muestran incapaces para cumplir con sus funciones. Los mecanismos que antes le dieron gobernabilidad al poder presidencial (repartir las entidades del gobierno entre aquellos que apoyan irrestrictamente), ahora se vuelven en contra suyo, para señalar su responsabilidad en lo que sucedido.

La urgencia por ganar apoyos en el Congreso, fue degradando cada vez más la capacidad de acción del Presidente. La baja aceptación presidencial, aceleró la ruptura entre el poder institucional que ofrecen los instrumentos de gobierno, y el poder político que efectivamente tiene quien gobierna.

Así, mientras que el Presidente gobierna nominalmente un inmenso aparato público y se mueve como jefe de Estado, los recomendados de senadores, representantes, jueces o amigos cercanos, con el cargo de ministros, gerentes o directores administrativos, que asumen el control de cada entidad,  gobierna en la realidad cada organismo del gobierno a su antojo. Y ya en el terreno, se comportan como buscadores implacables de rentas. No importan sino los compromisos que ellos hicieron con los que hacen parte de sus maquinas electorales. Es decir, con aquellos que lo eligieron.  

El mundo del gobierno quedó fracturado en dos. En uno, está el poder presidencial. Es el mundo de la “alta política”, de los eventos fastuosos, las cifras exorbitantes, los discursos grandilocuentes, las invocaciones a la intervención del gobierno nacional o los llamados a la unidad nacional.

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En el otro, está el poder burocrático. Es el mundo del poder real y concreto. El planeta de la “pequeña política”. Donde todo está cuidadosamente controlado y sólo se avanza hasta donde sea necesario, en especial y (sobre todo) si favorece los intereses del congresista o político regional que controle los hilos del poder de la organización. Allí viven los verdaderos profesionales de la política.

Sin referencia al poder bucrocrático, el poder presidencial queda cada vez, más desprovisto de poder real. La tarea de gobernar, cada vez más, termina reducida a administrar (de la mejor manera posible) los intereses de una multiplicidad de actores políticos, económicos y sociales, que sólo pujan por su propio beneficio. Es el momento en que cada organización, cada agencia, cada agente y cada uno de sus componentes internos, comienzan a actuar siguiendo sus propios criterios.

Todo el régimen se ha degradado muy rápido. Si un Estado no tiene capacidad para atender a sus ciudadanos, o hacer cumplir las leyes a sus ciudadanos, también será incapaz para evitar que haya discriminación entre ellos o que los recursos que distribuye, lleguen adecuadamente a todos los sectores a donde los ha destinado. Y si no hace valer sus leyes, ni impide la discriminación, sólo podrá promover una “ciudadanía de baja intensidad”. Es decir, aquella en que los derechos y las libertades ciudadanas se ejercen pero de manera muy parcial, quedando reducida, en muchos casos, al simple ejercicio electoral.

En medio de la incertidumbre, la crisis de conducción política se hace incontenible, la degradación de la función gubernativa lleva a una  crisis del Estado. Es el momento de la fractura total. Sin referencia a ningún tipo de control ni cohesión gubernamental, la crisis lleva a un quiebre del régimen político. Es lo que vivimos. Hoy no hay ninguna viabilidad política de las acciones y decisiones gubernamentales, y se ha perdido el control de las tensiones y conflictos de la sociedad. El gobierno, lejos de contener la crisis,  fue arrastrado por ella. Parecía que no había perdido el control. Pero en realidad nunca lo había tenido. Lo han tenido quienes tienen el poder real.

[1] Nombre ficticio