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COMO UNA PELICULA MEXICANA...

Semana
30 de agosto de 1982

El venerable "Teatro Riomar" que es la única sala de cine de San Bernardo del Viento, ha mantenido a través de los años una tradición insobornable y altiva: en sus pantallas solo se presentan películas mexicanas.
Es allí, en medio de mariachis y guitarras, en donde los vecinos del pueblo hemos aprendido, una generación tras otra, la verdadera filosofía de la vida. Cuando éramos niños, por ejemplo, nos conmovían hasta las lágrimas los dramas de doña Sara García, una mujer eternamente vieja, pobre y sufrida. Ella nos enseñó a comprender el dolor ajeno.
Más tarde, cuando nos salieron las primeras espinillas y empezamos a sentir en el corazón y en otras vísceras los ardores de la adolescencia, adquirimos la costumbre de colarnos a escondidas para ver el frenesí de las rumberas: María Antonieta Pons, la señora Tongolele y Ninón Sevilla fueron nuestras heroínas a partir de entonces. Si ellas supieran de qué forma contribuyeron a hacernos hombres a tantos muchachos aldeanos, y, sobre todo, de qué manera ayudaron a desarrollarnos no solo la imaginación, sino otras partes del cuerpo...
Recuerdo que una noche, mientras las estrellas del verano relampagueaban en el cielo sin techo del teatro, Tony Aguilar perseguía en su caballo palomo a un bandido que había tenido la insólita desfachatez de robarse unas vacas en la hacienda del padre de la novia de Tony.
La escena, dentro de esa bellísima simpleza de aquella época, era muy emocionante: la cámara cubría toda la pradera, reseca y sembrada de cactus, mientras resonaban en el suelo las pisadas del caballo. La música anunciaba la proximidad de un combate. De repente, cuando ya el vengador le iba pisando los talones, el bandolero tuvo la idea afortunada de subirse al único árbol del paisaje, azuzó a su caballo para que saliera a perderse, y él se escondió entre las ramas.
Tony llegó hasta el pie del árbol sin sospechar en qué parte se había ocultado tan temible enemigo. Y de súbito, como un solo hombre, como si obedecieran una señal que nadie les había dado, como respuesta a un santo y seña que no habían convenido de antemano, los espectadores que llenaban la sala empezaron a gritar:
-¡Está arriba del palo! ¡Está arriba del palo! El gentío hacía gestos dirigiéndose a la pantalla de tela, que se bamboleaba con el viento. Manoteaban desesperados, tratando de llamarle la atención a Tony Aguilar. La gritería era tan grande que Genaro Arepa, el operador de las máquinas, que siempre se quedaba dormido en la mitad de la película, se despertó sobresaltado, pensando que había un incendio.
La proyección pudo continuar, hasta el fin, una vez recuperada la calma. Aguilar naturalmente, terminó descubriendo al bandido en el árbol. Pero hasta hoy me asalta una duda corrosiva, una especie de carcoma: creo firmemente que Aguilar pudo hacerlo porque escuchó los gritos solidarios de la gente de San Bernardo del Viento. Y lo seguiré creyendo hasta que se me demuestre lo contrario. Pero, por Dios, no acepto argumentos científicos: la ciencia es superficial, petulante, vanidosa, y no tiene nada que ver con la ternura elemental de una película mexicana.
Ahora, muchos años después, he recordado el episodio del "Teatro Riomar" a raíz de los acontecimientos políticos de las últimas semanas, especialmente por lo que sucede en el Congreso de la República, donde los sordos siguen hablando, sin escucharse entre sí, haciendo acuerdos el lunes para violarlos el martes, inventando fórmulas por la mañana que son rechazadas por la tarde.
Tengo en este momento, como en aquella lejana noche del cine de mi pueblo, una angustia desesperante: me parece que el Partido Liberal necesita algunas almas caritativas que le digan, a gritos, dónde está el bandido. Encima del árbol, claro, como pasa siempre.
Lo que los liberales necesitan, pero con urgencia, es descubrir el árbol. Yo propongo, para seguir con el ejemplo de lo que aconteció en San Bernardo del Viento, que reunamos una tarde de estas a quinientas o mil almas piadosas dispuestas a hacer una obra de caridad. Una vez convocados, estos ciudadanos deben reunirse en las barras del Capitolio Nacional, en las plateas destinadas a los espectadores.
Apenas instalado cada quien en su asiento, gritar en coro la única verdad posible, la única lección de las elecciones, el único hecho que los voceros liberales no debieron olvidar después del 30 de mayo, pero es el único que han olvidado hasta ahora: que el Partido Liberal perdió las elecciones.
Así de sencillo es el asunto. Así de simple. Hay que hacerles el favor gratuito de recordárselos. Y de pedirles, por la Virgen Santísima, que no traten de aplicar ahora un recurso viejo y curioso, exclusivo de la política colombiana, y que hasta hoy había sido utilizado únicamente por los conservadores: el hábito de creer que uno también gana cuando pierde. La manía de pensar que, para vencer, no es necesario triunfar.
El liberalismo, qué duda cabe, está actuando como si no hubiera pasado nada el último domingo de mayo. Como si, repitiendo la frase del viejo bolero, la vida siguiera igual.
Algo más. El punto final. Algunos liberales juiciosos, con muy buen sentido han afirmado siempre -pero especialmente a partir de 1968- que los colombianos vivimos bajo un régimen presidencialista, donde todos los poderes se concentran en manos del jefe del poder ejecutivo, una especie de monarquía sin corona.
Pero ahora, y tal como lo prueban los sucesos de los últimos días, los congresistas liberales tratan de demostrar que las grandes decisiones no se toman ya en el Palacio de Nariño, sino en el Capitolio Nacional. Hemos pasado, en un parpadeo, de la majestad presidencial al régimen cameral. Este fenómeno no es serio naturalmente, porque no es el productó de un debate, ni de sanas reflexiones, ni de reformas constitucionales, sino el resultado accidental de una derrota.
Y los liberales no quieren entender, por mucho que se les diga, que en una democracia formal y aparente, como la nuestra, el mango de la sartén no lo tienen los vencidos, sino los vencedores. ¿Será necesario recordarles que el campeón mundial de fútbol no fue Brasil, que era el mejor, sino Italia, que fue el triunfador? ¿Y será necesario, además, traerles a los clientes del "Teatro Riomar", para que lo repitan a gritos?

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