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Turismo mediocre

Todo empezó por una foto y una conversación con un amigo ciclista-paisa, con quien estuve midiendo carreteras de Cundinamarca en estos días de vacaciones y sol espectacular.

Poly Martínez, Poly Martínez
4 de enero de 2019

La foto aterrizó en mis manos gracias a Instagram (publicada por ep-kikis). Fue tomada este 1 de enero pasado en la panadería o fonda de un pueblo cafetero no especificado, cosa que no hace falta porque, como sabemos, allá todos son pueblos lindos sin importar el nombre.

Al fondo de la imagen, un hombre clásico de la región, con sombrero, impecablemente puesto, camisa de manga corta a cuadros, sentado en una mesa, mirando hacia afuera del recinto. En un plano más cercano se ven las demás mesas de madera desocupadas y bien servida la soledad del primer día del año. Todas están perfectamente limpias, como el señor; impecable el piso, brilla todo, incluido el armazón de metal de las sillas forradas con cuerina roja-naranja, de esas de cuando se podían trastear las sillas para acomodar varias en torno a una mesa y acercar conversaciones. Ese lugar de la foto da gusto, provoca entrar y pedir desayuno o el algo, seguros de que saldremos bien atendidos.  

La conversación fue la víspera, al llegar al Alto de Arepas, pasando La Calera, pero se extendió kilómetros sobre la ruta Bogotá-Sesquilé. Ese alto es un paradero clásico para los ciclistas de la capital pues en un chuzo al lado de la vía sirven agua de panela, jugo de naranja, caldo de costilla y, claro, arepas. Pero la foto del lugar, ese 31 de diciembre pasado, sería la imagen opuesta a la del Eje Cafetero. Entramos y la única mesa disponible estaba llena de restos de comida, cubiertos y vasos sucios, y servilletas usadas vueltas bolitas. Nadie a mano para recoger nada.

Movimos las cosas a un lado, sacudimos las sillas con restos de comida. Nos sentamos a esperar que alguien se asomara para pedirle que limpiara la mesa y algo de comer. Nos tocó ir por la mesera para que nos atendiera. Llegó con modorra, un delantal ya trajinado, despanchirada y con el traje típico de la sabana de Bogotá: una sudadera. Actitud de servicio, poca.

El amigo paisa se entufó con razón. Mientras llegaba el pedido, se quejó de la suciedad, del modo y tono, del pésimo servicio que se repite en Cundinamarca y Boyacá, a lo largo y ancho del altiplano.  Me preguntó si será el clima y la llovizna cruzada, si es por la ruana y esa forma de estar enfundados y arropados todo el día, aunque en pueblos cundiboyacenses de tierra caliente la atención al cliente también es mala; si es porque a nadie le importa y no sienten orgullo propio; o porque no les ha explicado que en la buena atención está la receta del éxito y no solo en el queso del relleno de las arepas.

Yo, muda, pues más allá de los 5 o 10 minutos de gracia chauvinista que sé que hay que darles a los paisas para que en cualquier tema de conversación puedan destacar algo de su región y criticar lo demás, con especial gusto si es de Bogotá o sus alrededores, debo decir que mi amigo tiene razón.

Esa verdad de a puño se confirmaría más adelante. Llegando a Guatavita pinché. Cambiamos el neumático, llegamos al pueblo a pedir datos de un taller, un lugar donde vendieran uno de repuesto. La respuesta fue destemplada y corta: aquí no hay; no consiguen nada de eso (a pesar de que por allí pasan cientos de ciclistas los fines de semana). Vean a ver si en Sesquilé, lo que significaba 15 kilómetros adicionales de riesgo, cuando por el camino nadie ofrece o devuelve ni el saludo. Regresamos a Bogotá.

En la Zona Cafetera o en Rionegro y las rutas de los alrededores de Medellín, por donde también he tenido el gusto de pedalear, la respuesta habría sido otra: venga le ayudo, no se preocupe, espere y le pregunto a un sobrino ciclista. Seguramente habrían tratado de venderme una bici de repuesto. ¿Y el chuzo para comer algo? Muy parecido al de la foto de Instagram.

La belleza de Boyacá y Cundinamarca no es cuento, siempre y cuando el turista mantenga la vista puesta en el horizonte y se detenga en el paisaje en vez de fijarse en el suelo donde está parado. Creo que no hay un ciclista que al recorrer estas rutas –incluidos los maravillosos páramos- no vea basura al lado del camino. Dejadez y mugrecito siempre; poco amor propio y cariño por esas lomas de todos los verdes.

Los alrededores de Tunja, Duitama, Villa de Leyva-Ráquira y el camino a la Laguna de Tota dan pesar. El circuito de la Independencia tiene más pasado que futuro si no invierten en educar a quienes prestan servicios turísticos o tienen negocios por el camino. Lo señaló hace 10 años la economista boyacense Patricia Pinilla Pérez en un documento que habla de “La idiosincrasia boyacense como elemento condicionante en el desarrollo del turismo del departamento”. Otro artículo reciente, publicado en el periódico de la Universidad Nacional, plantea interrogantes similares en La hora del turismo en Colombia, ¿qué falta?

Anato lo reiteró el año pasado: en Colombia el servicio al cliente es pobre, la falta de oferta de calidad y el exceso de informalidad son un freno para la industria; el poco bilingüismo y la escasa conectividad entre regiones, otro palo en la rueda. Además, los locales no conocen la historia de sus pueblos, la economía, los sitios de interés, lo cual es clave para atender a cualquier visitante y luego recomiende a otros ese destino.  

Por último, como me explicó un amigo metido en el mudo hotelero, al viajero colombiano le falta un elemento importante: la experiencia del cliente, y por eso se conforma con lo que le den y le dejen ahí medio botado encima de la mesa. En 2017 llegaron 6.5 millones de turistas al país, mientras en 2010 solo fueron dos millones. El incremento es impresionante y obedece a muchos factores, pero no podremos sacarle jugo al turismo naranja y hacerlo sostenible a mediano y largo plazo si nos quedamos en folletos digitales, algunas reseñas internacionales y videos de una Colombia fantástica que, en el mundo real, más que postal es pesadilla.  

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