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El negocio de la guerra

La prensa cuenta que cuando llegó Bush a Praga todos los numerosísimos miembros de la Otan callaron, como ante un dios

Antonio Caballero
23 de noviembre de 2002

Hace diez o doce años, cuando se derrumbó por sí solo el Muro de Berlín y vino a continuación (y en buena parte por eso) la Guerra del Golfo, el presidente norteamericano George Bush anunció "un nuevo orden mundial". Se trataba, en realidad, de un nuevo gran desorden, reto al corsé bipolar de la Guerra Fría que mantenía las cosas más o menos quietas. Un incontrolable desorden, que reventaba las costuras en Somalia y en Indonesia, en Venezuela y en Argelia, en Corea, en Irlanda, en el Paraguay, en todas partes. Empezaron a aparecer problemas hasta entonces sofocados incluso en Nueva Guinea, que queda más allá de Australia. Pero por diversas razones, casi todas internas, la presidencia de los Estados Unidos, del ya único imperio universal, cayó en manos de la blandura demócrata: de Bill Clinton, que derrotó (por motivos locales) la tentativa reelectoral de Bush. Y así vinieron estos ocho o diez años que acabamos de vivir: pachá, pachá.

Hay una milenaria maldición china: que los dioses te obliguen a vivir tiempos interesantes. Estamos viviendo tiempos interesantes otra vez.

Porque sucedió que, por motivos locales otra vez (localísimos: por unos cuantos centenares de votos robados en la Florida), el poder del Imperio norteamericano volvió a manos de la extrema derecha republicana: de George Bush hijo, y de los viejos 'halcones' carroñeros que acompañaron a su padre: Dick Cheney, Donald Rumsfeld; y de una nueva ave de presa, Condoleezza Rice.

(Una disgresión: cuando las abanderadas de la 'perspectiva de género' que escriben en los periódicos hablan de la maravilla que podría ser un mundo gobernado por la sensatez maternal de las mujeres, ¿han tenido en cuenta a mujeres como Condoleeza Rice? ¿O como Madeleine Albright, o como Margaret Thatcher, o como aquella ya medio olvidada, pero terrible en sus tiempos, Golda Meir? O esta, o la otra, o la de más allá. Me pregunto si las de la 'perspectiva de género' han pensado alguna vez en la perspectiva del poder. Y me respondo que no. O peor: que sí).

Hablo de la perspectiva del poder. Y el nuevo orden, que Bush padre no tuvo tiempo de imponer (ni siquiera le ganó la guerra a Saddam Hussein, que sigue ahí), lo está imponiendo ahora Bush hijo, desde el hoy incontrastable poderío militar de los Estados Unidos. Incontrastable en términos geográficos: sus recursos bélicos equivalen al de los quince países siguientes sumados (y, por supuesto, al de todos los demás que ni se cuentan). Incontrastable también en términos históricos. El presupuesto militar que hace unos meses aprobó el Congreso norteamericano es el más alto de la historia del mundo, con respecto a los recursos del mundo en cada momento: más alto que, sumados, el de Roma y el de Cartago.

Por otra parte, en Praga, acaban de reunirse bajo la égida de Bush (y la prensa cuenta que cuando llegó Bush a la reunión todos callaron, como ante la presencia de un dios), los ya numerosísimos países que conforman la Otan: la Organización del Tratado del Atlántico Norte, que ahora se extiende hasta el Mediterráneo Oriental y el Pacífico Sur, el 'South Pacific' de las comedias musicales. Llegó Bush, y callaron. Y aceptaron su propuesta, que consiste en armarse hasta los dientes, aún más, para "combatir el terrorismo". De modo que tanto los viejos países de la Alianza otánica, como Inglaterra o Francia, como los que acaban de ingresar en ella, como Lituania y Letonia, se comprometieron a duplicar o quintuplicar sus respectivos presupuestos de gasto militar para comprar armamento en los Estados Unidos.

Este orden nuevo que ahora impone el presidente Bush es un orden militar. Un orden diseñado para la guerra. Porque la guerra, como se ha sabido desde siempre, es el mejor de todos los negocios.

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