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Hay que meterle mano a la JEP

La JEP adolece, desde su creación, de dos falencias: no genera confianza y carece de legitimidad democrática.

Alfonso Cuéllar, Alfonso Cuéllar
23 de junio de 2018

No llevaba 24 horas de elegido Iván Duque como mandatario de los colombianos, y ya circulaban por las redes sociales los hashtags #Resistencia y #DuqueNoEsMiPresidente. No es muy original. Hicieron lo mismo los votantes de Hillary Clinton tras la victoria de Donald Trump en noviembre de 2016. Es un burdo intento de equiparar a Duque con Trump y deslegitimar su elección desde el día cero.

A las 48 horas, los perdedores del domingo encontraron otra razón para lamentarse: la mayoría del Senado acogió la propuesta de Duque de aplazar la votación sobre el reglamento de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Quién dijo miedo. “Van a volver trizas la paz”, trinaron. Y llovieron las críticas sobre los senadores que acudieron al llamado del presidente electo.

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Los opositores a Duque no parecen entender ni menos aceptar que las cosas cambiaron el domingo. Que ganó el candidato que propuso hacerle “correcciones” al acuerdo con las Farc. Que no son nuevas ni infundadas las preocupaciones de Duque sobre ese proyecto de ley. Olvidan, especialmente, un hecho irrefutable y crucial: a quien le va tocar lidiar con la JEP es al nuevo gobierno. Y si el pasado es precursor del futuro, como piensan algunos, la JEP seguirá siendo una pesadilla sin fin, un tren descarrilado, si no se le ponen límites.

Siempre ha sido una extraña criatura. Sus promotores dicen que es única en el mundo y esperan aplausos, como si inventarse adefesios sea motivo de celebración.

La JEP adolece, desde su creación, de dos falencias: no genera confianza y carece de legitimidad democrática. La desconfianza proviene, inicialmente, de quienes designaron a los magistrados. Los cinco miembros del Comité de Escogencia representaban apenas un sector del espectro político y nunca fueron capaces de reconocer ese prejuicio. No solo no asimilaron la victoria del No en el plebiscito, sino que lo trataron como una molestia menor. Insignificante.

La JEP adolece, desde su creación, de dos falencias: no genera confianza y carece de legitimidad democrática.

Ese desdén por quienes dudan de la JEP lo han heredado varios de los magistrados que designaron. En sus pocos meses como tribunal de justicia, la JEP se ha destacado por sus luchas burocráticas y la obsesión de algunos juristas por temas triviales como el no blindaje de sus vehículos.

En asuntos de su resorte han demostrado una angustiante falta de criterio y sensibilidad. Peor aún: parecen carecer de sentido común. No hay que ser un doctor en leyes para entender que no es una buena idea autorizarle unas vacaciones en la isla Margarita al autor intelectual de la bomba de El Nogal. Y si no sabían, como alega la presidenta de la JEP, es hasta más preocupante. ¿No es crítico que conozcan en qué andan los acusados y condenados por crímenes de lesa humanidad?

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Su intervención en exigir competencia sobre el caso de Jesús Santrich, lejos de dar tranquilidad, reflejó improvisación. Pero donde mostraron más el cobre y su sesgo fue en su decisión de no permitirles a dos congresistas parapolíticos ingresar a la JEP. En una leguleyada alegan que recibir apoyo de los paramilitares no es un delito relacionado con el conflicto armado. Es una curiosa interpretación. ¿Aplicarán el mismo rasero a quienes se beneficiaron políticamente del reino del terror de las Farc?

De las 300 y pico páginas del acuerdo de La Habana, tal vez las de mayor controversia han sido las dedicadas a la JEP. Este punto, en particular, fue el que más generó rechazo en el plebiscito y sigue siendo impopular entre los colombianos. No sorprende, entonces, que el presidente electo busque garantizar que esta justicia sea más creíble y confiable. Una JEP ilegítima no le sirve a nadie. Y mucho menos a un gobierno que recibirá la responsabilidad de llevar el acuerdo a buen término.

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