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La economía en manos de los vándalos

Los diez días que llevamos de paro irracional, convocado en el momento más crítico del planeta, son el reflejo de un país descuadernado.

Salud Hernández-Mora
8 de mayo de 2021

No entiendo el empeño en calificar de “pacífico” un paro que ha sido violento desde el principio. Ni de repetir a toda hora, como un mantra, que el derecho a protestar es sagrado. Pregunto: ¿más sagrado que la vida de un feto a punto de ver la luz? ¿Más que las de otros 19 muertos? ¿Más que el derecho al trabajo, a la salud, a vivir en paz, a salirse del rebaño?

¿Por qué, de pronto, los alcaldes, que se dicen progresistas, apagaron las voces de alerta por la covid? ¿Ya no importan los 400 muertos diarios, las aglomeraciones, las ucis al 93 por ciento, la falta de oxígeno? ¿Ni las pérdidas multimillonarias de tantos destrozos? ¿Ni echar abajo los ímprobos esfuerzos de los empresarios, casi quebrados, por recuperar sus negocios y mantener sus empleados?

Esos alcaldes y el Gobierno nacional dejaron el país en manos de jaurías de vándalos, que imponen su tiranía a millones de colombianos angustiados por el futuro. La mayoría de quienes levantan barricadas y asfixian la precaria economía que intentaba ponerse en pie no son manifestantes pacíficos. En algunos bloqueos cobran peajes y amenazan a quienes solo ansían que les permitan seguir con sus vidas. Y no se atisba una pronta salida.

Tampoco tienen un ideario coherente. En cada retén encuentran una exigencia diferente, inviables en su mayoría. Pero los han elevado a categoría de interlocutores válidos, de representantes del pueblo, al tener que negociar con ellos corredores humanitarios.

Los diez días que llevamos de paro irracional, convocado en el momento más crítico del planeta, son el reflejo de un país descuadernado. De un Gobierno y unas autoridades endebles, casi que invisibles, temerosas de actuar por miedo a la crítica y a la comunidad internacional, e incapaces de prever y planear con profesionalidad cómo afrontar acontecimientos que estaban cantados. Muchos ciudadanos se sienten abandonados por ellos.

Es el escenario soñado por la izquierda radical, que le ha medido el aceite al Ejecutivo, y tiene unos intereses contrarios a los del país. Ven a Duque como un boxeador contra las cuerdas, al que pueden zarandear aún más, a una Policía Nacional más débil que nunca, el blanco perfecto. Y Petro, convencido de que ha llegado el momento anhelado, cree que conviene a sus propósitos presidencialistas una Colombia arruinada y desesperanzada, con Ejército y Policía desacreditados ante el país y el mundo. Un modelo calcado al de Chile. Solo que aquí también participan de manera activa las nuevas Farc.

Otra prueba de la espiral peligrosa en que estamos metidos es la indiferencia ante la intentona de abrasar vivos a 15 policías, que se guarecían en un CAI de Bogotá. Esa barbarie importó menos que si chamuscaran pollos. Tan poco como las mujeres policías sometidas a un diluvio de pedruscos, lanzados con inusitada sevicia. Era como si para esos salvajes, en lugar de seres humanos, fuesen ratas.

Preocupante el odio que mostraban los jóvenes, insultando y persiguiendo a los policías supervivientes del fuego para rematarlos a golpes, y los que ansiaban matar patrulleras a piedra, como los talibanes. Se sentían con licencia para atacarlos de manera despiadada.

Y no debería sorprendernos cuando los alfiles de Petro llaman “asesinos” a la Policía a toda hora, idéntico a lo que hacen profesores, académicos, organizaciones internacionales y líderes de la Coalición de la Esperanza. Para ese amplio combo, Colombia debe perdonar los crímenes atroces de la guerrilla, pero la juventud puede vengar a su manera los injustificables homicidios y abusos de autoridad que cometen algunos uniformados en los paros que se tornan violentos. Y que la justicia, ojalá la penal militar, debe juzgar.

Ante esas actitudes, no podemos esperar que los policías tengan una mirada compasiva ni comprensiva hacia quienes los agreden a diario. Y no creo que les sirva de consuelo saber que una parte de los que pretenden matarlos pertenecen a los sectores sociales más desfavorecidos y sus acciones son gritos desesperados. También ellos están mal pagados, les cuesta llegar a fin de mes, realizan jornadas laborales extenuantes, apenas ven a sus familias, y la sociedad considera que morir o ser apaleado está incluido en el contrato, un riesgo que asumen al aceptar ese tipo de empleo. Tanto como decirles: es su problema, haber buscado otro trabajo.

Lo inaceptable es la falta de preparación con que los altos mandos les mandan a repeler a las turbas saqueadoras y a los que protestan con violencia. Han pasado siete meses desde las marchas de 2020, que causaron ocho muertos y enormes destrozos en Bogotá, incluyendo casi dos decenas de CAI destruidos, y no se aprecian estrategias para evitar tragedias y sucesos parecidos.

Tras ver incontables videos del actual paro, es evidente que cada cual actúa como puede y siente. Unos corren o se dejan pegar, y otros se defienden disparando, lo que es una barbaridad. Pero hay que darles armas no letales y métodos efectivos para protegerse ellos y a las comunidades. Lo malo es que les cogió la tarde. Y la extrema izquierda lo sabe.

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