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La farsa norteamericana de la droga

Históricamente, y colectivamente, los Estados Unidos son los responsables del consumo masivo de drogas.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
22 de septiembre de 2018

Dice un artículo de esta revista: “El Departamento de Estado (de los Estados Unidos) ubicó a Colombia en un informe como el primer productor mundial de cocaína, responsable del 90 por ciento de la droga que llegó (el año pasado) a los Estados Unidos”. No: los Estados Unidos son los responsables del ciento por ciento de la droga que llega a los Estados Unidos, y de la que se produce allá (marijuana, opioides de diseño) y se exporta al resto del mundo. Este año, el año pasado, y todos los años anteriores desde hace más de medio siglo.

Históricamente, y colectivamente, los Estados Unidos son los responsables del consumo masivo de drogas. Lo inventaron ellos a través de sus tropas en la guerra del Vietnam, de donde regresaron adictas a la marihuana y a la cocaína; a través de sus hippies, a través de sus músicos, a través de sus yuppies de Wall Street, a través de sus estrellas de Hollywood. A través de lo que sus politólogos han llamado el “soft power”, el poder blando, el poder cultural. Y en el otro extremo del asunto, económicamente, los Estados Unidos son los principales beneficiarios del consumo masivo de drogas en el mundo: en Colombia, en Europa, en la China, en el África, en Rusia, y, para empezar y volver al principio, en los propios Estados Unidos. Se calcula que el 90 por ciento de las ganancias del narcotráfico terminan en los bancos de los Estados Unidos. Y políticamente: la “descertificación” para los países que en opinión del gobierno de los Estados Unidos no colaboran como ellos consideran debido en la lucha frontal y universal contra la droga es una de las herramientas que tienen y usan para controlarlos bajo una apariencia de defensa de la virtud.

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Los Estados Unidos son, pues, la raíz y el teatro principal del narcotráfico mundial. Y, sin embargo, son a la vez el único país del planeta en donde, por lo que hemos visto en el último medio siglo, no hay narcotraficantes: todos los que hay, y que las autoridades de los Estados Unidos capturan, juzgan y condenan, o reclaman en extradición a los demás países, son colombianos, o más recientemente mexicanos, y ocasionalmente peruanos u hondureños o guatemaltecos, o últimamente generales venezolanos, o mafiosos sicilianos o rusos o marselleses, aunque nunca chicagüenses o neoyorquinos, y en caso extremo israelíes de la Costa del Sol española, o gallegos, o marroquíes, o libaneses. Pero nunca se ha dado el caso de que un pulcro aduanero norteamericano, o un incorruptible policía norteamericano, o un limpio capitán de lancha guardacostas norteamericano, o un transparente juez norteamericano, o un impoluto banquero norteamericano, y mucho menos un patriótico político norteamericano, y ni siquiera un fotogénico mafioso norteamericano como los que interpretan en el cine Marlon Brando o Robert de Niro, para no hablar de un músico rockero o de un creativo publicitario norteamericano, haya tenido algo que ver con esa gigantesca importación de drogas de Colombia (y de Perú y de México, y de Afganistán y de Laos), que entra al supervigilado territorio norteamericano como por arte de birlibirloque, burlando la aviación y la marina más poderosas del mundo, los satélites espías, los radares, las cámaras, y saltándose los muros de contención que desde hace treinta años (pues no es ocurrencia de Donald Trump) se construyen en la frontera con México para aislar de las corrupciones del mundo al país de Dios, que son los Estados Unidos.

Una vez un par de diplomáticos norteamericanos, los esposos Hiett, coronel de la DEA él y encargado en Colombia de perseguir el narcotráfico, y su mujer, funcionaria de la embajada de los Estados Unidos en Bogotá, fueron descubiertos contrabandeando cocaína a los Estados Unidos por valija diplomática (miren ustedes, si quieren, mi artículo en esta misma revista titulado ‘Digo mú’, de hace dieciocho años: mayo del año 2000): los condenaron a una multa y unas semanas de trabajo comunitario. A sus proveedores, colombianos ellos, a quince años de cárcel). Hace un mes detuvieron a un sargento norteamericano que enviaba a su tierra 40 kilos de cocaína en un avión militar desde una de las siete bases colombianas a que tienen acceso los militares de los Estados Unidos: valdría la pena saber si lo han llamado a juicio.

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Otra vez, también en Bogotá, y en las propias oficinas de la embajada norteamericana, un agente de la DEA mató a tiros a otro agente de la DEA por una disputa sobre un alijo de cocaína, que los dos reclamaban. No pasó nada: tanto el muerto como su asesino gozaban de inmunidad diplomática. ¿Y qué pasó con la droga del alijo en disputa? No se supo. ¿Han visto ustedes qué pasa con los alijos de droga que ocasionalmente incautan las autoridades antidrogas de los Estados Unidos? ¿Los queman? ¿Se los fuman? ¿Los revenden? No: no lo han visto ni ustedes ni nadie: es secreto de Estado. Pero tal vez los guardan. Se dice, aunque no me consta, que en no sé qué desierto de Arizona o de Nevada existe un gigantesco Fort Knox blindado y fortificado que en vez de lingotes de oro custodia decenas de miles de toneladas de droga, para cuando haga falta.

Y sin embargo, la Casa Blanca del presidente Donald Trump acaba de sacar un documento en el que acusa una vez más a una veintena de países de ser los responsables de la producción y exportación de drogas que envenenan a la inocente juventud norteamericana, y entre ellos no figuran los Estados Unidos, que son el principal. Menciona, eso sí, la paternal preocupación de Trump por la epidemia de muertes por consumo de opioides artificiales, sin señalar que los tales no se producen ni en Afganistán ni en Birmania ni en Colombia, sino en los laboratorios farmacéuticos de los Estados Unidos, y se distribuyen allá con autorización de la Food and Drug Administration, y bajo receta médica.

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No son los campesinos cocaleros. Ni siquiera son los perversos narcos. Ni siquiera nuestros abyectos gobiernos. No es el presidente Iván Duque, tan servil como todos sus predecesores desde hace cincuenta años: desde que la prohibición norteamericana de la droga existe. No es el embajador Pachito Santos garloteando en Washington contra la droga sin darse cuenta de lo que significa lo que dice. Son los Estados Unidos.

Es su más vil crimen imperial.