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La viudez imaginaria

Jorge Giraldo se refiere a esa enfermedad que aqueja a muchos intelectuales colombianos, que suponen que en el pasado éramos una especie pura que vivía en una sociedad ideal y que desde entonces lo único que nos pasa es para peor.

Semana
12 de febrero de 2006

Voy a hablar de una enfermedad intelectual. No se trata de los intelectuales sobrecalificados que describe Gabriel Zaid, tampoco de todos aquellos que ejercen el poder ideológico en la sociedad, según Bobbio, y que van desde los curas y los periodistas hasta los maestros y los sabios. Simplemente me voy a referir a aquellos que tienen la política como asunto y que integran, sobre todo, los académicos y algunos columnistas dedicados al asunto.

Esa enfermedad intelectual puede llamarse la viudez imaginaria, una suerte de utopismo al revés que supone que en el pasado éramos una especie pura que vivía en una sociedad ideal y que desde entonces lo único que nos pasa es para peor. Un aprendiz de filósofo dirá que se trata de platonismo, es decir, de que en el principio era el mundo sublime de la idea y que ahora vivimos el mundo de las sombras, cada día más tenebroso. El aprendiz de teólogo dirá que se trata de la versión judeocristiana de la caída, de la pérdida del paraíso terrenal por causa del pecado humano que a veces achacamos injustamente sólo a Eva.

Resulta que buena parte de nuestros analistas políticos se ha dedicado a pensar el presente con el fantasma opresivo de un pasado imaginario sobre sus hombros.

Los que se preocupan por los partidos políticos se lamentan todos los días por las decisiones gubernamentales, las leyes o los cambios en la cultura política que amenazan con exhumar los restos de los partidos políticos tradicionales. Cometen dos errores. Primero, suponen que no están muertos, que el glorioso Partido Liberal, el sacrosanto Conservador y la vanguardia comunista no son ya cadáveres insepultos. Segundo, creen que en el pasado cercano -algo así, como los últimos 40 años- esos partidos cumplieron algún papel progresivo en el país. Más vale que se acaben de una vez las banderías inútiles y reaccionarias que ya no entusiasman a nadie y que construyamos un nuevo sistema de partidos modernos para una Colombia distinta.

Los que se entienden con los problemas sociales se dedican a quejarse del reformismo de los últimos 15 años -ciertamente errático, con resultados contradictorios e impactos inocuos- como si se hubiera desmontado en Colombia un Estado de Bienestar que nunca existió o que sólo existió medianamente para un cuarto de la población que hoy es básicamente la pequeña burguesía urbana, consentida durante 80 años por el Estado y llorona cotidiana desde 1991. No hay preocupaciones serias por los excluidos de siempre, por el 50% de pobres o por los propósitos que nos hagan erradicar la miseria, como dice Enrique Iglesias (el inteligente) que podríamos hacer en pocos años y con poco dinero.

Los que estudian esa rama de la sicología que es la economía, se lamentan semanalmente de las miríadas de amenazas que se ciernen sobre nuestras estructuras productivas -como si aquí hubiera productividad fuera del reino de la coca- y han convertido a los canales de televisión privada, a los hacendados del campo, a los laboratorios farmacéuticos, a los fabricantes de zapatos, en los nuevos mártires del paganismo globalizador. Un país de rentistas, de empresarios mimados durante 150 años por el encerramiento del país y el proteccionismo adrede, en condiciones monopolistas y experto en la destrucción de la producción para evitar la caída de los precios, se convierte en el reino de la eficacia gracias a las quejas del romanticismo criollo.

Los recuerdos del narcoterrorismo, del Palacio de Justicia, de la orgía sangrienta de las elecciones de 1990 -que convirtieron los cementerios en fábricas de presidentes, líderes opositores y mitos- no han servido bastante para afirmar con suficiente simplicidad que hoy estamos mejor que hace 20 años, pero, antes que nada, para pensar el futuro sin la opresiva herencia de las generaciones muertas como decía Marx.

El incómodo pensador alemán aseguró también que era tiempo de sacar la poesía del futuro, nunca más del pasado. Probablemente, esta sea la clave de un proyecto de ilustración radical. Pero mientras cierto sector de la intelectualidad que se dedica a la política se inscriba en el romanticismo agrario, nacionalista y sectario que nos ha marcado desde hace dos siglos, ayudará poco a iluminar la reflexión nacional. Simplemente seguirá obstaculizando la formación de una opinión pública moderna, global y humanista, arrojada a la tarea de hacer de cada día un presente mejor.  

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