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Justificar lo injustificable

Decir que la mayoría de los 270 líderes que han caído asesinados desde la firma del acuerdo del Teatro Colón no son en realidad líderes de sus comunidades, sino peligrosos antisociales y empedernidos fornicadores es un insulto más propio de Popeye que de un ministro de Defensa

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
7 de julio de 2018

Ana María Cortés fue asesinada por un sicario en un pueblo del nordeste antioqueño, siguiendo el mismo modus operandi con el que han sido ultimados la mayoría de los 270 líderes muertos desde que se firmó el acuerdo de paz del Teatro Colón. Sin embargo, a las pocas horas de su deceso, el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, el mismo funcionario que en diciembre pasado afirmó que la mayoría de estos asesinatos se debían a “líos de faldas y de linderos”, salió a minimizar lo sucedido y reveló que Ana María Cortés no era propiamente una líder social, sino una integrante de la estructura del Clan de Golfo.

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Villegas dio a entender que su asesinato era producto de un ajuste de cuentas entre las bandas criminales y que no tenía nada que ver con el hecho de que hubiese formado parte de la campaña de Gustavo Petro en las pasadas elecciones ni con su activismo durante la crisis de la represa de Hidroituango. No lo dijo expresamente: pero detrás de su declaración había implícita la percepción de que Ana María Cortés era una integrante de una banda criminal y que su muerte no tenía por qué ser llorada ni lamentada.

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El ministro nos dejó claro que el asesinato de Ana María no era responsabilidad del Estado ni tenía que prender ninguna alarma, como si su presunta vinculación a una banda criminal fuera suficiente razón para degradarla y convertirla en una cosa desechable, sin valor.

Yo no sé si Ana María fue o no la líder social que muchos recuerdan en esa región o si era en realidad un miembro del Clan del Golfo, como dice el ministro.

Hay muchos líderes que han perdido la vida por haber erradicado la coca de manera manual; otros porque decidieron enfrentar a sus despojadores; otros porque denunciaron actos corruptos del alcalde o del jefe de la Policía.

Lo que sí me pareció lamentable fue la manera subliminal como justificó su asesinato. Por el prurito de demostrar que detrás de estas muertes no hay una operación sistemática dirigida a exterminarlos, no se puede dar a entender que hay muertos buenos y muertos malos. O caer en el cinismo de decir que en Colombia a los líderes sociales los están matando por adúlteros –“líos de faldas”–, por usurpadores –“líos de linderos”– y por bandidos. Recurrir al cinismo para negar lo innegable no le queda bien ni al uribismo ni al santismo.

Decir que la mayoría de los 270 líderes que han caído asesinados desde la firma del acuerdo de paz del Teatro Colón no son en realidad líderes de sus comunidades, sino peligrosos antisociales y empedernidos fornicadores es un insulto más propio de Popeye que de un ministro de Defensa.

Los asesinatos de líderes sociales están incrementándose no porque los líos de faldas hayan ido en aumento como sostiene el ministro de Defensa, sino porque el acuerdo de paz rompió el acomodamiento de las fuerzas políticas –legales e ilegales– que había en los territorios, muchos de los cuales eran controlados por las Farc.

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Hay muchos líderes que han perdido la vida por haber erradicado la coca de manera manual; otros porque decidieron enfrentar a sus despojadores; otros porque denunciaron actos corruptos del alcalde o del jefe de la Policía. A la fuerza, la política local se abrió permitiendo el surgimiento de nuevos liderazgos que van por el cambio y que han salido a las calles a denunciar la corrupción de los poderes tradicionales –legales e ilegales– que han manejado esos territorios.

Si uno hace un recorrido por los nombres de la mayoría de los líderes asesinados, observa que en su gran mayoría se trata –no de fornicadores ni de bandidos como insiste el ministro Villegas– de hombres y mujeres valientes que tuvieron la osadía de oponerse al poder establecido en sus pueblos. Pero, además, muchos de los líderes asesinados iban a ser los candidatos para enfrentar al establecimiento local, en las próximas elecciones de Concejos, Alcaldías y Gobernaciones de 2019.

La UP no fue exterminada solo porque fuera un híbrido que permitió la combinación de las fuerzas de lucha; la UP fue aniquilada porque su éxito electoral en las elecciones de 1986 prendió las alarmas de los poderes locales que vieron en este nuevo partido una amenaza a sus feudos.

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No creo que la historia del exterminio de la UP se pueda repetir. Por fortuna, la Colombia de hoy no es la Colombia de finales de los ochenta en la que pensar distinto era pecado. Sin embargo, la manera como el gobierno saliente y el entrante quieren minimizar estos asesinatos no es un buen augurio. Si estos son los terrenos donde Santos y Duque se van a encontrar, estamos fregados.

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