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Moby Dick

En los últimos 50 años los Estados Unidos se han vuelto más y más potentes, pero a la vez más mezquinos y, por lo tanto, más dañinos

Antonio Caballero
29 de julio de 2002

Cuenta la prensa que el Pentágono norteamericano está ensayando un novedoso sistema de 'sonar' para sus buques de guerra. Un sistema tan perfeccionado que no se deja desorientar ni por el enemigo ni por el transeúnte ocasional, sea un banco de peces o un animal marino de cierto tamaño, sino que, directamente, los pone a todos fuera de combate. El objetivo es impedir que los terroristas utilicen niños buceadores o delfines amaestrados para sembrar minas submarinas antinorteamericanas (fabricadas y vendidas por los Estados Unidos: pero esa es otra historia). El resultado de las primeras pruebas, desarrolladas en el Pacífico Sur, fue que 14 ballenas y varias decenas de delfines, enloquecidos por los penetrantes pitidos subacuáticos que emiten los nuevos sonares, encallaron en una playa para morir, echando sangre por la boca y los oídos.

Los ecologistas están alarmados. Dado que las numerosas flotas de guerra de los Estados Unidos navegan sin cesar por todos los océanos, temen que el uso generalizado de los nuevos aparatos provoque una hecatombe mundial entre la fauna marina, desde los cachalotes hasta el plancton, pasando por las medusas y por los viejecitos jubilados que veranean en la Florida. Los almirantes del Pentágono, en cambio, están muy contentos: mientras menos ballenas queden en los mares, cabrán más portaaviones.

Los Estados Unidos son potentes y grandes, como hace ya un siglo decía el poeta Rubén Darío. Lo son en lo bueno y en lo malo (y, claro, como todo el mundo, sobre todo en lo mediocre). Son grandes y potentes en todos los aspectos de la actividad humana: las ciencias y las artes, la técnica, las letras, el deporte. En la generosidad y en el egoísmo, en la creación y en la destrucción, en la lucidez y en la ceguera. Y lo han sido desde que existen como nación. Sin embargo en el último medio siglo, en la medida misma en que crecía su potencia, ha disminuido su grandeza. Las cosas buenas se mantienen gracias al esfuerzo de los sectores conscientes de la sociedad norteamericana: una sociedad formada, probablemente más que ninguna otra en la historia, en la libertad y en la decencia. Pero a favor de las cosas malas -malas para los habitantes de los Estados Unidos y del resto del planeta, sean humanos o animales, vegetales o incluso minerales- conspiran los gobiernos y los dueños de ese país a la vez admirable y odioso.

Conspiran la miopía y la codicia de ese 'complejo militaro-industrial' que maneja los Estados Unidos y que fue denunciado (inanemente, pues sólo lo hizo en su discurso de despedida) por el presidente Eisenhower a finales de los años 50: cuando todavía quedaba en las altas esferas norteamericanas algo del idealismo altruista que había hecho grande a ese país potente. El de Washington y la independencia y Jefferson y la búsqueda de la felicidad, el de Lincoln y la libertad y Jackson y la democracia, el de Wilson y la paz y el segundo Roosevelt del New Deal y la generosidad. Incluso el de Truman y la filantropía del Plan Marshall. Y de la bomba atómica. Pues todos han tenido, como es apenas natural, luces y sombras.

Pero de medio siglo para acá sólo ha habido sombras, a la sombra tenebrosa proyectada por el ávido y ciego 'complejo militaro-industrial' denunciado -inanemente- por Eisenhower. Kennedy y la seguridad nacional, Johnson y la escalada bélica, Nixon y la mentira institucionalizada, el breve espejismo de Carter, la estupidez de Reagan, el Nuevo Orden de Bush padre, la farsa de Clinton. Y ahora este nuevo Bush, transparente de pura ineptitud, con su gobierno de empresarios corsarios enfrentado al mundo entero: en lo exterior con sus guerras, su proteccionismo comercial, su desdén por los tratados internacionales (desarme nuclear, medio ambiente, justicia, tortura); y en lo interno con su paranoia antiterrorista, en nombre de la cual está desmantelando las libertades ciudadanas de los norteamericanos y convirtiéndolos a todos simultáneamente en sospechosos y en delatores. En los últimos 50 años los Estados Unidos se han vuelto más y más potentes; pero a la vez más mezquinos. Y en consecuencia, mucho más dañinos.

Vuelvo al caso de las ballenas.

En los Estados Unidos, que es -entre otras muchas cosas- un país de grandes novelistas, se han escrito dos novelas que figuran entre las 10 ó 15 mejores de la historia de la literatura. Se trata de Moby Dick, de Herman Melville, y de Huckleberry Finn, de Mark Twain. Son obras complementarias y contradictorias, y ambas pueden ser vistas como metáforas literarias de su país (lo cual es uno de los muchos usos que tiene la literatura). La de Mark Twain trata de la amistad, la solidaridad y el placer de la libertad: narra la fuga río Mississipi abajo del niño libertario Huck y el negro esclavo Jim, en unos Estados Unidos inocentes y como recién nacidos, donde se gesta esa "democracia en América" que asombró a Tocqueville. La de Melville trata del odio y la venganza: cuenta la historia del capitán Ahab, un ballenero que dedica su vida a cazar una monstruosa ballena blanca que para él encarna, digamos, el Eje del Mal. Podría retratar esos Estados Unidos perversos que denuncia en sus libros políticos Noam Chomsky.

El Pentágono de George W. Bush, y su gobierno, no se dedican a libertar esclavos, como el niño Huck de Mark Twain; sino a matar ballenas, como el capitán Ahab de Melville. Tal vez valiera la pena hacerles ver que Ahab murió con la suya.

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