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Renta básica sí (pero no universal)

La autosuficiencia y la realización gracias al esfuerzo son valores encomiables en cualquier sociedad próspera y justa. Convertir a los ciudadanos en una tropa improductiva de limosneros del Estado parece distópico.

José Fernando Flórez, José Fernando Flórez
17 de junio de 2020

“Las ideas tontas son inmortales. Cada nueva generación las inventa nuevamente”. Este escolio de Nicolás Gómez Dávila resume la historia de la “renta básica universal” (RBU): la propuesta de que el Estado les regale a todos los mayores de edad una suma mensual suficiente para garantizarles un mínimo de bienestar, como consecuencia de su mera condición de ciudadanos, incluso si no quieren trabajar y con independencia de cuáles sean sus demás fuentes de ingreso.

 

Desde que Thomas Paine propuso la RBU en su panfleto de 1797, titulado “Agrarian Justice”, en el cual la llamó “dividendo de ciudadanía”, otros autores han reciclado la misma idea con distintos matices y denominaciones: Milton Friedman (1962) la llamó “impuesto negativo sobre la renta”; Philippe van Parijs (1996) le dio su nombre actual; Bruce Ackerman y Anne Alstott (1999) impulsaron las “asignaciones ciudadanas”.

 

El más reciente promotor de la RBU es Rutger Bregman, historiador holandés que en un libro francamente ameno de leer (‘Utopía para realistas’), pero no por ello menos utópico, se despacha “a favor de la renta básica universal, la semana laboral de 15 horas y un mundo sin fronteras” (es verdad que se echa de menos en el libro el pronunciamiento también a favor de la eterna juventud, la teletransportación, los viajes en el tiempo y la pronta conquista de Plutón).

 

Existen tres razones de peso para rechazar la RBU. La primera es su inviabilidad debido al enorme costo fiscal. Se calcula que financiarla en Colombia costaría el 20 % del PIB anual, mientras que el recaudo llega apenas al 16 %. La medida resulta entonces delirante en un año en el que, además, se espera que el recaudo caiga en un 20 % (33 billones) por efecto de la crisis. Lo curioso es que la RBU sume tantos partidarios en medio de la pandemia, que si algo ha mostrado son los límites fiscales y la importancia de la focalización de las ayudas estatales para que les lleguen a quienes realmente las necesitan.

 

La segunda razón son las nefastas consecuencias macroeconómicas que podría tener la implementación de la RBU. Un cambio tan abrupto en los ingresos de la población sin ninguna relación con el aumento de la productividad podría desencadenar hiperinflación y deterioro del mercado laboral. Esto sin mencionar el desplome de la producción en que podría traducirse la falta de incentivos para el trabajo, que es el principal mecanismo que mueve al modelo capitalista mediante la recompensa del esfuerzo con mayor riqueza.

 

La tercera razón en contra de la RBU es su inmoralidad. La autosuficiencia y la realización gracias al esfuerzo son valores encomiables en cualquier sociedad próspera y justa. Convertir a los ciudadanos en una tropa improductiva de limosneros del Estado parece distópico. Ya hemos visto a qué conduce el asistencialismo no condicionado en algunos países de Europa, donde la gente prefiere quedarse en casa viendo Netflix, en lugar de salir a buscar trabajo, porque es más rentable parasitar del seguro de desempleo. Esa es la razón por la cual la mayoría de ayudas deben condicionarse al despliegue de actividades encaminadas a recuperar la autonomía y la productividad por parte de los beneficiarios de la asistencia estatal.

 

Algo bien distinto ocurre con la “renta básica garantizada” (RBG), una medida que, además de ser fiscalmente viable, resulta particularmente necesaria en una crisis como la actual. La RBG busca garantizarles un mínimo de ingresos a las personas que carecen de ellos. Buena parte de esa renta básica ya la entregan los Estados de bienestar, tanto en efectivo como en especie, a través de la seguridad social, las transferencias monetarias condicionadas a los más vulnerables y todo el aparato asistencialista.

 

La RBG lo que vendría a hacer es completar esas ayudas y centralizarlas en una sola suma canalizada a la población más pobre. En el Congreso ya avanza una propuesta en ese sentido, promovida por una coalición de nueve partidos. El desembolso consistiría en un salario mínimo mensual durante tres meses, costaría alrededor de 2 billones de pesos (2 % del PIB) y beneficiaría a 9 millones de hogares colombianos. La clave aquí es la buena focalización para que los recursos lleguen a quienes más los necesitan. Cuando la crisis pase y se alivien las presiones fiscales, incluso convendría pensar en volver permanente esa RBG.

 

Es muy discutible que convenga regalar dinero a la gente por el mero hecho de existir. Como el Estado solo puede financiarse gracias a la actividad económica que les permite a sus habitantes pagar impuestos, no debería ser una fábrica de ciudadanos dependientes (es decir, no libres), sino un promotor de personas autónomas y productivas, así como un redistribuidor de la riqueza y las oportunidades en virtud del principio de solidaridad. Pero la solidaridad implica ayudar a quien realmente lo necesita, no fomentar la holgazanería.

 

Terminemos esta columna rindiendo nuevamente homenaje al imprescindible Gómez Dávila: “Para inducirnos a que las adoptemos, las ideas estúpidas alegan el inmenso público que las comparte”.

 

José Fernando Flórez Ruiz (Ph. D.)

@florezjose

 

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