Opinión
Una civilización amenazada
Abundan, en muchas partes, los ataques contra la democracia liberal.
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Dentro de la vasta red de vínculos que la condición social comporta, suele pasar desapercibido que estamos inmersos en una determinada civilización: un conjunto de valores, símbolos, tradiciones, lenguas, costumbres y mitos fundacionales. Basta llegar a un país extraño, diga usted China o Irán, para que esa radical diferencia sea perceptible.
Tendencias
Cuando yo era niño se hacía énfasis en la matriz europea, lo cual nos hacía integrantes de la “civilización occidental”, una visión incompleta. Faltaban los elementos indígenas y negros que son un componente fundamental de Iberoamérica, los cuales, por fortuna, fueron incorporados, en nuestro caso, en el paradigma “una nación, múltiples culturas”.
Ese balance se ha venido perdiendo. El énfasis en las identidades étnicas —el nuevo eje de la izquierda radical— es causa del desdén reinante por elementos centrales de la nacionalidad. Decir, por ejemplo, que los empresarios son “herederos de los esclavistas”, es un insulto que revela una falta absoluta de perspectiva histórica. Hasta mediados del siglo XIX la esclavitud fue una práctica corriente en el mundo entero.
Por eso conviene recordar que, con las modulaciones anotadas, estos países del continente americano tienen raíces en la civilización greco-romana, de donde proviene una cierta cosmovisión: los idiomas que hablamos, un rico legado artístico y los dioses en los que creemos (o dejado de creer). Pero igualmente el apego a la libertad personal y a un modelo económico —el capitalismo— que atenuado y corregido a través de diversas maneras, explica que haya sido posible, en poco más de dos siglos, redimir de la pobreza a vastos contingentes de la población. Salvo hecatombes naturales o políticas, en unas cuantas décadas la pobreza absoluta será cosa del pasado.
Cabe recordar que un siglo atrás, ya había triunfado la Revolución rusa; en Italia, los fascistas le habían arrebatado el poder a un débil monarca. En Japón, los anhelos de expansión imperialista estaban en ebullición. Faltaba poco para que Hitler, en Alemania, destruyera las instituciones democráticas. Estas fuerzas totalitarias condujeron a la Segunda Guerra Mundial.
Por supuesto, nunca sucede de nuevo lo que ya ocurrió, pero surgen cada tanto eventos que, por sus similitudes con hechos pretéritos, deben ser estudiados: el conocimiento de la historia no es un ejercicio ocioso.
El embate contra la democracia liberal, que hoy es perceptible, en mucho se asemeja al que tuvo comienzo una centuria atrás. Las huellas de esa catástrofe son perceptibles por doquier. Stefan Zweig, el gran escritor vienés, padeció el colapso de su patria, el Imperio Austrohúngaro, en 1918, y, luego, en su condición de judío, la persecución hitleriana. Su larga huida finalizó en el Brasil en donde se suicidó en 1942. Poco antes de su muerte escribió que, en muchos lugares de Europa, “ya nadie sabe cuanta libertad y alegría les ha chupado de la médula el cruel espantajo de Estado… Saben una sola cosa: que una sombra extraña se cierne, larga y pesada, sobre sus vidas. Nosotros, sin embargo, que todavía conocimos el mundo de la libertad individual… nos estremecemos al ver cómo nuestro mundo se ha entenebrecido, esclavizado y encarcelado gracias a su furia suicida”. Angustiosa constatación que ha recuperado plena actualidad.
Sándor Márai, otro gran novelista, compatriota de Zweig y judío como él, padeció el mismo desarraigo e idéntico fin. Refiriéndose a la gran diáspora europea generada por las guerras de la pasada centuria, señaló: “Las más dignas de lástima para mí eran las personas que no tenían patria o, peor aún, las que, en lugar de una patria, tenían dos o tres y no sabían a cuál pertenecían”. Esto es lo que han vivido los venezolanos. Si Maduro permanece en el poder llegará a Colombia una segunda ola de personas que huyen de la opresión.
Sobre la instauración en Europa central del modelo soviético después de 1945, Márai dijo: “Ahora, cuando empieza a oscurecer sobre el precioso paisaje, que fue mi segundo país y cuyo nombre geográfico es Europa: cierro los ojos para ver mejor por un momento, y no quiero creer en esta despedida… No quiero creerlo, porque todavía escucho los votos de estadistas, políticos, escritores, sacerdotes, oradores… de que no ocurriría nunca más”. Abrumado por las mismas falsas verdades e insultos —que hoy son moneda corriente— afirmó: “...mientras viva y pueda hablar, quiero creer que el poder de la razón y de la solidaridad es más poderoso que el reino del terror de los instintos”. Esta dolida queja nos suena familiar.
La civilización occidental, representada en aquella guerra por Europa y los Estados Unidos, logró superar el desafío totalitario. Sin embargo, muchas civilizaciones colapsan, por causas naturales como fue el caso de los Mayas, o políticas. Un buen ejemplo es el fin del Imperio Bizantino, baluarte de la cultura cristiana, en una fecha precisa: la toma de Constantinopla (hoy Estambul) en 1453 por las fuerzas del Islam. El Imperio Otomano, que sobre sus ruinas se levanta, a su vez se desmorona en 1918.
En la búsqueda de eventos que definen la suerte de una civilización, podríamos remontarnos hasta el siglo I a. C. Cicerón, que ya antes había liderado la defensa de la República contra Catilina, se enfrenta a Marco Antonio, quien, de nuevo, la amenaza. Consciente de los riesgos que asume, pronuncia contra él en el Senado los discursos que conocemos como las “Filípicas”. En uno de ellos escribió: “Cuando era joven, defendí la República. Ahora que me he hecho viejo, no la abandonaré. Estoy dispuesto a dar mi vida, si con mi muerte se puede restablecer la libertad de esta ciudad”. Fue asesinado por orden de su adversario en el año 43 de esa centuria. La vieja República romana pronto sucumbió.
Son estos tiempos de honda incertidumbre en diversas latitudes del orbe. En nuestro país es necesaria la convergencia de los sectores democráticos para enfrentar los populismos que nos asedian.
Briznas poéticas. De Juan Manuel Roca, creador de bellas y dolorosas imágenes. “Llevaba el hambre por ahí, / Como se lleva un traje. / Lo sacaba a pasear, / Le ponía sillas en los parques / O lo despedía en trenes, / Polizón de madrugada. / Llevaba el hambre por ahí, / Como un hijo enfermo, / Como una carretilla de nada”.