Home

Crítica

Artículo

Crítica de cine

'Siete cabezas': el miedo devora el alma

Jaime Osorio Márquez presenta una película de terror fuera de lo común.

Revista Arcadia
20 de octubre de 2017

Estamos con nuestros miedos como Marcos frente a la laguna, en uno de los primeros planos de Siete cabezas: solos, a la intemperie… y con los pies mojados. Los otros planos de inicio del segundo largometraje de Jaime Osorio Márquez muestran un bosque en llamas y un paisaje exuberante. La película nos instala en las coordenadas de un drama de proporciones cósmicas: la naturaleza y el hombre, Dios y sus criaturas. Es el universo al que Siete cabezas invita a entrar, uno donde todo está interconectado y en el cual lo pequeño resuena en lo grande, lo interior en el inmenso afuera. No a la manera reconfortante de las técnicas de autoayuda, sino con un potencial de muerte y devastación.

Camila, una bióloga embarazada, llega a un parque natural; luego llega Leo, su pareja. Ambos investigan la muerte misteriosa de los pájaros de la zona; después hay una mortandad de peces. ¿Por qué está pasando? ¿Qué o quién causa esas muertes que ninguna prueba de laboratorio explica? Marcos, el guardabosque, quien debe velar por los investigadores, los asedia con miradas e interrogatorios, con un deseo –o un odio– que crece. ¿De dónde es? ¿Tiene hermanos? son preguntas que Marcos le hace a Leo y son cuestiones que nosotros, los espectadores, también queremos saber de Marcos. Al parque llegan turistas torpes que prenden fogatas aunque esté prohibido. Marcos pide que las apaguen. La pareja de biólogos parece quererse, pero al rato luce a punto de romperse. El clima de inestabilidad se acumula y la mayor virtud de la película es desarrollarlo de manera progresiva, permitiéndose sembrar indicios desconcertantes como el plano de un niño indefenso, que se inserta sin explicación.

Siete cabezas no es una película de terror al uso, en la que el miedo está programado y se esfuma tan pronto se prenden las luces de la sala y volvemos a la “confortable” realidad. Sin sacrificar los guiños al género, incluso en algunos de sus más pueriles o gastados recursos, como los ocasionales excesos de efectos visuales y diseño sonoro, Osorio Márquez ha dirigido una película que es, antes que nada, el estudio de un personaje, Marcos, sacudido por fuerzas opuestas. ¿El bien y el mal? Sí, pero también de nociones más básicas e inmanentes: del cuidado de la vida –como cuando entierra cuidadosamente un pájaro– y de su destrucción, y de la manera en que ambos instintos conviven en un mismo ser.

No es común en el cine colombiano que las películas se construyan en torno al magnetismo de un personaje. Esta precariedad se debe a un exceso de presunciones sociológicas y a la aplicación de psicologías de manual. En ambos casos, el arquetipo predomina sobre lo individual, el personaje termina recortado por la fuerza de lo colectivo o apisonado en un relato coral o atmosférico. En Siete cabezas, en una historia dominada por referencias directas al Apocalipsis, era fácil que el arquetipo o la superchería ahogara al personaje. Sin embargo, hay algo misterioso en el actor que interpreta a Marcos (Alexander Betancur) y en la forma en que es dirigido, que crea empatía. Los otros personajes son más planos, porque están construidos desde un realismo psicológico que entra en choque con la atmósfera sobrenatural que la película se propone transmitir y que la luz y los movimientos siempre precisos –a veces necesariamente inestables– de la cámara ayudan a reforzar.

Además del drama sobrenatural, y como ya ocurría en El páramo, opera prima de Osorio, otras lecturas de Siete cabezas son posibles. El conflicto entre razón e instinto también se da entre hombres de la ciudad y del campo. Los comentarios de Leo sobre los campesinos dan cuenta de una armonía rota o que nunca existió: sospecha mutua y violencia latente. La batalla entre el bien y el mal ocurre en todos los frentes, en lo cósmico y en lo social. Lo difícil es saber dónde está el mal y qué es el bien. Como la razón y el instinto, son realidades que vienen aparejadas. Si se extirpa la una, la otra peligra, y el precario equilibrio se derrumba.