El 9 de octubre de 2007 abrió sus puertas en Londres una exposición que marcaría el hito más importante de la historia del arte en Colombia.
Siete años antes, el museo Tate Modern había decidido comenzar una serie anual de exposiciones en las que comisionaba una obra a un artista invitado, para que se tomara el Turbine Hall, el monumental espacio que hace las veces de hall de entrada del museo, durante seis meses. La primera invitada fue Louise Bourgeois, la escultora más trascendental del siglo XX. Ese 9 de octubre abría sus puertas al público Sibboleth, la grieta de Doris Salcedo.
La obra de Salcedo causó un impacto profundo: en vez de poner una escultura en el espacio, Salcedo lograba desconcertar al mundo del arte al abrir una grieta profunda en el piso de hall, que lo atravesaba de principio a fin. La obra era un vacío. Una intrusión brutal en el espacio, una herida insolente, y lograba reproducir metafóricamente para el espectador el eco de un dolor sordo, un extraño tajo de silencio y horror. Una puesta al día, si se quiere, de El grito de Munch.
Para Salcedo, toda obra de arte es política y su deber es el de interrogar el statu quo. Con la grieta, la artista quería, en sus propias palabras, “aludir a los peligros de cruzar las fronteras, de ser rechazado en el momento de cruzar las fronteras”. Salcedo se refería al odio racial. Los inmigrantes no son bienvenidos por una sociedad que prefiere que se queden “del otro lado”. Son vistos como extraños que atentan contra el orden establecido.
Toda la historia de la guerra colombiana parece resumirse simbólicamente en la grieta de Doris Salcedo.
En un desafortunado artículo publicado en El Espectador, Enrique Santos, periodista y hermano del presidente de la República, narra anécdotas intrascendentes sobre su participación en las conversaciones preliminares a los diálogos de paz. El artículo es desafortunado por innecesario, y porque este es un momento delicado. Puede que no revelara asuntos trascendentes de las conversaciones (y no justifica la reacción de las FARC de considerar rota la confidencialidad de los diálogos) pero pone en evidencia que no ha asumido algo a lo que el mismo artículo hace referencia: la “infinidad de problemas de lenguaje y semántica” que surgieron en esos primeros encuentros. La obra de Salcedo se llama Sibboleth. El vocablo, de origen hebreo, alude a una palabra, sonido o costumbre que identifica a un extranjero, a ese que no pronuncia correctamente las palabras de su idioma adoptado. Sibboleth es aquello que señala a alguien como extranjero. Aquello que mantiene al otro excluido.
Se da por descontado que Santos nunca pensó que su texto fuera a causar ningún daño. Los lapsus del texto, los prejuicios sobre “el otro”, “el inmigrante”, son evidentes: Santos pensó que era un elogio afirmar que el negociador de las FARC Mauricio Jaramillo dejó las conversaciones y se devolvió a la selva porque “le hacía falta el monte”. En su comunciado de respuesta, el guerrillero muestra claramente que considera ofensivo el comentario. Y tiene razón. Narrar el llanto de las guerilleras de las FARC al despedirse del jefe guerrillero cae en la categoría de lo pintoresco. Es un error. Pero el comunicado de respuesta también revela prejuicios sobre las élites. ¿Tiene acaso que asumir una culpa histórica todo aquel que nace en un entorno cómodo? ¿No es eso lo que queremos todos? Hay condescendencia en las palabras de Santos y hay una ceguera herida en la respuesta de Jaramillo, que ve en el texto una excusa para romper –ahora sí– la debida confidencialidad de los temas de la mesa. Gravísimo. Y en medio, la grieta de Doris Salcedo.
Tanto la guerrilla como el Estado creen representar al país. La amarga ironía es que ninguno de los dos lo representa. Ni los empresarios, ni los políticos, ni los guerrilleros. Quizás los únicos que tengan la dignidad para representarlo de manera justa sean las víctimas de la guerra. Los viudos de las balas de unos y otros. Ellos son la grieta misma.
Una vez acabada la exposición de Salcedo en el Tate Modern, la grieta se selló, pero dejó una huella para siempre en el piso del museo. En ese piso prístino de cemento pulido, en palabras de Salcedo, “quedó una cicatriz, como memoria de todas esas vidas que nos negamos a reconocer”. ¿Lograremos nosotros, como sociedad, cerrar una herida que ni siquiera admitimos tener? ¿Podremos reconocer como nuestra, apropiarnos de esa cicatriz? Difícilmente. ¿Lograremos entender que una sociedad genuinamente democrática en un país con la particular historia de egoismo que lo identifica, necesita ceder tanto en su odio racial (sí, un problema no tocado del conflicto) y ser capaz de aceptar al otro como “uno más” entre nosotros? Difícilmente. ¿Aprenderemos a hablar un idioma común? ¿A ponernos en el lugar del otro? Difícilmente. Por unos y por otros, las preguntas de este editorial serán leídas como un vacuo ejercicio semántico.