El ingenioso hidalgo bogotano
Alfredo Iriarte no sólo fue un humorista impertinente y erudito. También fue un historiador incisivo y un defensor a ultranza del castellano.
Una mezcla precisa de humor y erudición poco común entre los mortales hizo posible los innumerables artículos del escritor, periodista y, además, historiador y gran conversador Alfredo Iriarte Núñez, quien murió en Bogotá el pasado primero de diciembre víctima de una afección cardíaca.
Bogotano por cuna y por convicción -nació en 1932- en su tierna infancia fue 'el Bebé Maizena' y su imagen rozagante figuraba en los empaques del tradicional producto. Pero, para fortuna de la cultura colombiana, su futuro no estaba en el modelaje. Estudió en el Gimnasio Moderno y en la Universidad del Rosario y su amor por la literatura castellana y de otras nacionalidades le permitió agregarle a su típico humor cachaco elementos propios de grandes maestros como Cervantes, Quevedo o Rabelais.
Como muchos intelectuales colombianos, Iriarte se dedicó a oficios diversos. Trabajó en la Flota Mercante Grancolombiana, fue vicepresidente de Seguros Bolívar y también director del Instituto Colombiano de Cultura Hispánica.
Su pasión por la historia era comparable a su amor por la literatura. Además Iriarte siempre miró la historia de Colombia desde una perspectiva muy crítica que se reflejó en libros como Bestiario tropical -una violenta diatriba contra los sátrapas del continente-, Historias en contravía y Lo que lengua mortal decir no pudo.
También era un erudito en el tema de Bogotá y fue uno de los principales contradictores del mito de que Bogotá era un paraíso antes del 9 de abril. Otra de sus pasiones fue la Segunda Guerra Mundial, de la que escribió desde un punto de vista original.
En su faceta de cronista y literato desarrolló un estilo en el que el humor no sólo se apoyaba en las situaciones jocosas que describía sino también en el manejo de un lenguaje rico, cargado de ironía y algo de mala leche. Sus escritos vieron la luz pública en revistas y periódicos como El Tiempo, El Espectador, Diario del Caribe, El Mundo, El País, Diners y Cambio 16, entre otros, y también en sus múltiples libros de crónicas y relatos como Muertes legendarias, Cazuela de narraciones estrambóticas, La bella locutora, Espárragos para dos leones y su última novela, titulada El Jinete de Bucentauro. Otro de sus mayores aportes a la cultura fue su columna Rosario de perlas, en el diario El Tiempo, trinchera desde la que defendió a capa y espada la riqueza del castellano, atacado desde todos los flancos por barbarismos y neologismos. Pero, a diferencia de los académicos acartonados, él fue un entusiasta defensor de las voces que nacían del habla popular y en más de una ocasión instó a la Real Academia de la Lengua para que incluyera en su diccionario colombianismos que, en su opinión, ya se habían ganado a pulso su derecho a formar parte del habla culta.
Sus lectores echarán de menos sus escritos y sus amigos la calidez de su charla erudita pero jamás pedante ni pretenciosa.