LITERATURA Y PROGRAMACIÓN?

Hemingway programador

¿Qué pasaría si los grandes autores escribieran en código? Angus Croll, un ingeniero de Silicon Valley, se imagina la respuesta en su primer libro: un compendio de experimentos literarios y juegos del lenguaje, además de una poderosa crítica a la percibida división entre las humanidades y la tecnología.

María Alejandra Pautassi* Bogotá
29 de septiembre de 2016

A Angus Croll siempre le han fascinado los márgenes. Los márgenes —en palabras de un colega programador suyo— son entendidos como cualquier forma de arte, literatura y otras expresiones que van en contra de lo aceptado en Silicon Valley, donde ha trabajado como ingeniero de Twitter y ahora de Uber. Hijo de un lingüista que escribía poesía y una madre que tenía un apetito voraz por la ficción, creció rodeado de libros y aprendió a amar la literatura mucho antes de que pudiera escribir una sola línea de código. Hoy es un exitoso programador y conferencista, y se ha dado a conocer como el autor de quizás uno de los más extraños y divertidos ejercicios literarios publicados por una editorial de tecnología: If Hemingway Wrote JavaScript [Si Hemingway escribiera en JavaScript, No Starch Press, 2015]. “Es un homenaje —dice Croll— a mis escritores favoritos y una carta de amor a JavaScript, el único lenguaje con la suficiente libertad, potencial creativo e inequívocamente impredecible, como para picar la curiosidad de los grandes de la literatura”.

Croll, autodenominado “adicto a la literatura”, pertenece a un pequeño grupo de programadores-humanistas. En 2012, varios de ellos se encontraron en un club virtual de lectura que cuestionaba, en palabras de Croll, “el culto al héroe y a la sabiduría convencional del mundo de la tecnología”. Entre ellos estaban algunas de las superestrellas de la programación: Divya Manian, gerente de Producto en Apple, y Jacob Thornton, graduado en Literatura Inglesa y uno de los desarrolladores de Bootstrap, la serie de herramientas de diseño web más exitosa de los últimos tiempos. “Creo que todos estábamos haciendo contribuciones significativas en nuestro campo y, sin embargo, estábamos desencantados de la cultura de uniformidad de Silicon Valley —cuenta el programador—. El grupo era nuestra manera de desahogarnos y demostrarnos a nosotros mismos que el software podría ser una disciplina creativa en su propio derecho. Experimentamos con código literario, hablábamos de patrones de código en términos de belleza y expresividad”. Fue allí donde surgieron los primeros ensayos literarios que luego darían pie para escribir su libro.  

En este, Croll analiza los tropos, temas y prosa de 25 autores de ficción, y luego los pone a solucionar un problema matemático en JavaScript (el lenguaje de programación más difundido hoy). En el libro figuran clásicos como Charles Dickens al lado de Roberto Bolaño y Virgina Woolf; eruditos de la talla de Borges junto a best-seller como Dan Brown; estetas como Nabokov seguidos de íconos de la cultura popular como Tupac Shakur (2Pac). Un apasionado de la forma y las posibilidades plásticas del lenguaje, sus comentarios son desprejuiciados y francos, los de un conocedor. Su objetivo: mostrar los matices y sensibilidades que pueden ser expresados en código. “Empecé con unos 10 o 15 ejercicios de código y resolví cada uno de tantas maneras como se me ocurrió. Luego, me puse en la tarea de embellecer las soluciones con los estilos e idiosincrasias de los escritores. Tenía alrededor de 50 o 60 autores que luego fui reduciendo a los 25 mejores. Algunos, como Tolstói y Chéjov, simplemente no servían —su estilo es demasiado sutil como para que brille en una pieza corta de código”.

¿El resultado de su experimento? Un manual de programación narrado con los adjetivos, modismos, circunloquios y criterio de un crítico de libros, y a la vez un compendio de comentarios literarios que llevan la ironía y la parodia a una nueva forma de expresión: la solución de Shakespeare tiene la forma de una comedia en dos actos; la de Jane Austen sobresale por su cuidada estructura (el código es limpio y parece ajustarse a la norma, pero en los comentarios se revela subversivo y juguetón); la de Dan Brown se caracteriza por la buena aritmética, las soluciones gratuitas y las falacias lógicas; en la de Borges confluyen la teoría matemática y la geometría, una historia dentro de una historia y se sugiere el infinito; y a J.D. Salinger (o a Holden Caulfield, su alter ego) lo angustia que a la larga haya tan pocos números verdaderamente felices. 

Pero más allá de ser un divertimento, una serie de experimentos y juegos, el libro contiene una poderosa crítica a la “división percibida entre las humanidades y la tecnología”. Es una apuesta por construir puentes entre ambas disciplinas y una posible respuesta a cuál sería el resultado de la unión. En palabras de Thornton, quien escribió el prólogo del libro: “Una reflexión sobre la creatividad y la artesanía del lenguaje”. Cualquier tipo de lenguaje.   

“Estaba nervioso con la publicación del libro —admite Croll—; tenía miedo de que lo fueran a ver como frívolo o demasiado raro”. Hace un par de años, cuando aún no había sido publicado, escribió en un blog del Huffington Post cómo muchos habían recibido su idea con escepticismo: “Reaccionan a la premisa torciendo los ojos o con incredulidad. Ya sea porque ‘¡La programación no tiene nada que ver con la literatura! ¡Mantén tu sucio JavaScript lejos de mis queridos autores!’ o, lo contrario, ‘¡Aleja tu estirada literatura de mi amado JavaScript!’”. No nos digamos mentiras: si los ingenieros desechan a los humanistas como “unos tecnófobos sensibleros” —usando la descripción de Croll—, no es raro que los humanistas piensen que los ingenieros hacen parte de una especie distinta, seres que han sacrificado sus emociones, sentimientos y sensaciones por trabajos mecánicos y repetitivos. ¡Y encima de todo, usan palabras que nadie entiende!

Sin embargo, argumenta Croll, esta escisión es relativamente moderna. El escritor y científico británico C.P. Snow ya la lamentaba en 1959 en un discurso titulado “Las dos culturas y la revolución científica”. Por no mencionar a escritores que encontraron en las matemáticas una fuente de creatividad —Lewis Carroll, Borges y David Foster Wallace, todos reseñados en su libro—, además de los exponentes de la filosofía analítica, que estudiaron el lenguaje y el análisis lógico de los conceptos. De ahí a encontrar la relación entre el lenguaje natural y el de la programación hay un solo paso: “Tanto en la literatura como en el código, las palabras toman su significado del contexto —escribe Croll en la introducción de su libro—. Ambas usan palabras (o símbolos) para representar ideas complejas de forma concreta. Luego le asignan a esa idea un objeto: una palabra, una expresión, una funcionalidad o método en código, quizás un personaje o un lugar en la literatura... Y se espera que tanto la literatura como el código se ajusten a las normas de la lógica (incluso un trabajo experimental del surrealismo define su propia lógica)”. 

Tras su postulado, también hay una crítica a lo que él llama el imperante excepcionalismo tecnológico. “Silicon Valley es una paradoja interesante. De dientes para afuera, está pasando todo esto de la disrupción; sin embargo, los ingenieros de sistemas tienden a conformarse —el gusto por las reglas y uniformidad solo está aumentando—. En parte esto es un reflejo de la falta de diversidad en el ecosistema de empleados de las empresas de tecnología, que solo contratan a gente graduada en Ciencias de la Computación de las mejores universidades. Y al final son unos perdedores. El libro ha tenido una muy buena recepción de estudiantes de las humanidades, especialmente los que han tenido acercamientos iniciales a la programación, y que han dudado de si seguir adelante por el ruido desalentador de la comunidad tecnológica…”. 

Y es que, según Croll, los programadores pueden aprender mucho de la literatura. Para él, las humanidades deberían jugar un papel importante en el desarrollo de la tecnología. Las personas con una formación humanista, explica, suelen tener un enfoque más inductivo, abierto, hacia el razonamiento; son más propensos a experimentar más allá de las metodologías estándar y están más inclinados a cuestionar las prácticas aceptadas. “En el libro propongo que al usar todo JavaScript —las partes ‘buenas’ y las partes ‘malas’— y transgrediendo sus límites, el lenguaje crece, se adapta y mejora. Muchos de los grandes escritores rompieron todas las reglas de su época: Chaucer, Woolf, Joyce, Kerouac. La mayoría de los patrones más bellos y útiles de JavaScript —hoy considerados parte del canon esencial de JavaScript— fueron desarrollados a partir de la experimentación y rompiendo las reglas”. 

Croll es el primero en admitir que escribir literatura y código son dos procesos muy distintos. Y considera que en la actualidad, en medio del amargo debate sobre las implicaciones de saber o no programar en el siglo XXI (hay quienes dicen que no saber código es el nuevo analfabetismo; otros, que son dos lenguajes distintos con implicaciones distintas), no hay una posición definitiva: “Creo que la pregunta no es si todo el mundo puede escribir código —dice el autor que, sin embargo, reconoce que los niños que aprenden a programar pueden desarrollar habilidades de diseño, disciplina, enfoque, y quizá de trabajo colaborativo—. ¿Pero todo el mundo necesita escribir código? ¿Todo el mundo quiere escribir código? Claro que no. No hay que forzarlo. Lo importante [tanto para humanistas como para programadores] es la perspectiva. Vivimos en una sociedad que les rinde culto a los fragmentos de información (que en buena medida carecen de sentido si no están en contexto). El pegamento que los une es la perspectiva. ¡Así que hay que estudiar el pegamento, no los fragmentos de información!”.

*Editora de Contenidos Digitales de la Biblioteca Nacional de Colombia.  

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