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El pontificado

La extraña escritura de Dios

Aunque Karol Wojtyla tenía todo en su contra para llegar al Vaticano, este hombre logró dejar una huella indeleble en la Iglesia Católica y en la historia del siglo XX.

3 de abril de 2005

Siempre pareció contrariar la lógica: después de 450 años de papas italianos, un polaco llegó al trono de San Pedro. Cuando el comunismo afianzaba su poder, él lo sacudió como a un árbol viejo. En una época de ídolos vacíos, descubrió centenares de santos, y en la era de los ejecutivos y de las reingenierías demostró que una empresa como la Iglesia se maneja con la fuerza del espíritu.

Desde su elección quedó demostrado que Dios escribe derecho con renglones torcidos. Si se tratara de una escritura políticamente correcta, el elegido debió haber sido el cardenal Siri, arzobispo de Génova, que entró al cónclave de 1978 apoyado por las derechas del Colegio Cardenalicio, una institución en donde la izquierda es lo excepcional; o el cardenal Benelli, que tenía un número parecido de partidarios, o el muy respetado presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, Ugo Poletti.

Estos tres fueron los nombres que se repitieron en las papeletas que los cardenales depositaron durante las primeras seis votaciones de una asamblea que había sido prevenida por el cardenal Ratzinger sobre el peligro de una influencia comunista. En la sexta votación apareció 'el palo', el cardenal de Cracovia, Karol Wojtyla, que tenía todo en su contra: su juventud -58 años-, no hacía parte de la nomenclatura vaticana, no era italiano y procedía de un país comunista: Polonia. Todos los elementos de un renglón torcido con el que Dios escribió, sin embargo, el nombre del nuevo Papa cuando, en el segundo día de votación, este cardenal polaco sumó 99 de los 108 votos posibles.

Claro que había actuado en su favor esa reunión convocada por el cardenal vienés Franz Koening antes del cónclave, con otros 11 cardenales de Francia, Canadá, Brasil, Inglaterra, Benín, Corea del Sur, Bélgica e Italia, en el seminario francés, para encontrar una alternativa a la fuerte candidatura del arzobispo genovés. Pero la patoja escritura de Dios sólo había comenzado.

Removiendo el árbol

Coronado Papa, se presentó Juan Pablo II como la voz de 100 millones de creyentes ortodoxos, desde Bucarest hasta Vladivostok, que fue su forma de responder la pregunta de Stalin sobre las divisiones del Papa; y comenzó a movilizarlas a su manera, cuando regresó a Polonia en 1979. Desde entonces fue el político más insistente y el más efectivo jefe de la oposición al régimen comunista de su país natal.

Las 105 huelgas que estallaron en Polonia y que fortalecieron al movimiento sindical Solidaridad minaron hasta destruir el poder del partido comunista polaco. En ese país aún se recuerda aquella misa final de su segundo viaje, cuando dos millones de personas vieron elevarse, lentos y solemnes hacia el cielo luminoso del atardecer, dos globos que llevaban escritas una P y sobre ella dos W, el símbolo de la resistencia polaca durante la Segunda Guerra Mundial. La resistencia había vuelto, hasta lograr su objetivo en 1987, cuando el propio general Jaruzelski admitió: " Ya estamos derrotados, no existe futuro para el partido o para el sistema comunista en Polonia".

Cuidadosos observadores del curso de la vida política, los miembros del Comité Central del Partido Comunista Soviético anotaron en esos años: "Las políticas del Vaticano se han vuelto más agresivas sobre todo en Lituania, Letonia, Ucrania Occidental y Bielorrusia". Expresiones como esta fueron el anuncio del derrumbe final que el primer ministro Mijail Gorbachov registró con asombro y deslumbramiento: "Todo lo que ha ocurrido en Europa Oriental en los últimos años, hubiera sido imposible sin el Papa". A lo que el propio Juan Pablo II pareció responder: "Fue como sacudir un árbol para que cayeran los frutos". Fue su anuncio de que faltaba la cosecha más importante.

Esa fue la que no pudo recoger durante su cuarto viaje a Polonia en 1991. Fueron ocho días de agonía por una Polonia embriagada de libertad, que no quería una república de curas, ni prohibición del aborto, ni límites al goce de las delicias del sexo. Existía, en efecto, la molesta sensación de que la Iglesia tenía demasiado poder y, por primera vez en su propio país, Juan Pablo II se sintió predicando en el desierto y sin una fácil interpretación para los torcidos renglones de Dios.

En su soledad

Fue la sensación que nos dejó a los periodistas que lo seguíamos por Centroamérica cuando vimos, en Managua, ese enfrentamiento del Papa, desde el altar, con una muchedumbre que, en la plaza de la Revolución, ahogaba las palabras del Pontífice con el grito: "Queremos la paz," con que le reprochaban que no hubiera orado por sus 18 muertos del día anterior en la guerra con los Contras.

Se veía dramáticamente solo, aunque en la plataforma del altar se alineaban, paralizados por la sorpresa y el temor, las autoridades sandinistas, sacerdotes y obispos. Veinticuatro horas antes había estado en El Salvador y había tenido delante -impecablemente vestidos de blanco- a los señores de la guerra, que en su honor habían suspendido durante dos días los disparos; y en Guatemala había celebrado la misa en presencia de un millón de indígenas y de un dictador, Efraín Ríos Montt, que tres horas antes había ordenado la ejecución de seis hombres por los que el propio Papa había pedido clemencia. Como si su misión le ordenara ser una voz en el desierto.

Muchas veces durante su pontificado dio la apariencia de un líder solitario que avanza con el viento de la opinión pública en contra, sobre todo cuando asume la defensa de los débiles contra los poderes del mundo. Así ha sucedido en su terca posición contra el aborto y contra los métodos artificiales de control natal, o a favor de la unidad familiar, o al ponerse del lado de los pobres del mundo.

Hacia el final de su pontificado, en agosto de 2002, tuvieron el valor de un símbolo los tres indios y el religioso dedicado a los pobres que él presentó como cartas de triunfo en un mundo lleno de ídolos de carne hermosa y armoniosa, y de campeones y figuras deslumbrantes. Al exaltar a estos humildes, el Papa lo desafió todo: los historiadores dicen que Juan Diego, el indio, no existió; que a la guadalupana no la pintaron los ángeles, sino algún primitivo pintor y que los dos indios, a los que hizo beatos, traicionaron su raza; pero el Papa no ve esas realidades con los mismos ojos de los historiadores y de los científicos.

A través de generaciones, la fe sencilla de los creyentes ha creído en su guadalupana y, a su sombra, ha hecho crecer a Juan Diego y a los otros dos indios, Juan Bautista y Jacinto de los Ángeles. Y eso es lo que proclama el Papa, aunque contraríe el rigor de científicos e historiadores.

Oraciones contra la deuda

En 1997 el Papa convocó a una jornada de oración para lograr la renegociación de la deuda externa. Una ofensiva espiritual contra los intereses y la moral de los banqueros, que el Pontífice había razonado en varias oportunidades, entre otras en su visita a Bogotá, al decir que "los pueblos pobres no pueden pagar costos sociales intolerables, sacrificando el derecho al desarrollo".

Los obispos de Estados Unidos lo habían denunciado en 1990: "La deuda del Tercer Mundo ha aumentado en algo menos de un billón de dólares, a 1,3 billones, y la suerte de los pobres ha empeorado". Fue uno de los temas en que coincidieron el Papa y Fidel Castro durante su encuentro en Cuba. En una escena sorprendente: el paso tardo y adolorido del Pontífice, tembloroso y doblegado por los años y los achaques, contrastó con el aire marcial y erguido -a pesar de los 71 años- del presidente cubano, todo de azul hasta los pies vestido, cuidadosamente recortada la barba entrecana, camisa de color claro rematada en los puños con brillantes mancornas. Ese día fue un gigante feliz y triunfante, al lado del Papa. Los dos, idealistas, cada uno a su manera; poseídos ambos por la pasión patria; los dos maestros de la política: Castro la ha convertido en su religión, el Papa llegó a ella a través de la religión, y casi a una sola voz, en esa jornada condenaron el capitalismo salvaje y la injusticia de la deuda externa.

La lucha contra el comunismo le había impedido a la Iglesia ver con claridad los peligros de orden espiritual y social del capitalismo, y con el mismo empeño que tuvieron los papas del pasado para condenar el materialismo comunista, Juan Pablo II ha comenzado a exorcizar los demonios sueltos del capitalismo; una posición tan inesperada y polémica como sus enseñanzas sobre el cielo y el infierno, que no son lugares de dicha o de tormentos; o sus encíclicas sobre los nuevos misterios del rosario o sobre la Eucaristía.

Este Papa desborda todo intento de clasificación simplista: el interlocutor de Fidel Castro, el crítico de la moral de los banqueros y comprensivo observador del no pago de la deuda externa no parece ser el mismo que promueve el rezo del rosario o la comunión diaria, o que se ha lanzado a una febril actividad de canonizaciones.

La fábrica de santos

Nunca en la historia del papado un pontífice había proclamado a tantos santos y beatos. Entre sus predecesores, cautelosos, el más audaz había presidido 20 ceremonias de canonización, mientras que Juan Pablo II ha beatificado casi a 1.000 y canonizado a más de 450, y como si se tratara de una fábrica en plena producción, la Congregación para las Causas de los Santos llegó a reunir más de 1.500 investigaciones. Simone Weil escribía que "el mundo necesita santos dotados de genio tanto como una ciudad azotada por una epidemia necesita médicos, y donde hay necesidad hay también una obligación". En un tiempo en el que parecían haber desaparecido, el Papa descubrió la presencia múltiple de estos héroes que son los beatos y los santos de la Iglesia; lo mismo creyó hallarlos en el padre Escrivá, una especie de pulcro capellán de las clases altas españolas, que en la madre Teresa, un milagro viviente de la caridad cristiana en los morideros de Calcuta; dos personajes radicalmente opuestos con los que el Papa proclamó la infinita variedad de las formas de ser santos.

La renuncia

La burocracia eclesiástica tuvo muchas dudas durante los últimos años de Juan Pablo II y puso en circulación la idea de su renuncia. Y no era para menos: al verlo descender de los aviones, o ver cómo llevaban su cuerpo vencido, la cabeza caída sobre el hombro derecho, temblorosos los brazos y el gesto crispado, el pensamiento más común era que la Iglesia Católica tenía un Papa inválido y que lo más sensato sería su renuncia. Hubo una gira, entre las últimas, en que ese pensamiento pareció acentuarse dramáticamente. Pero el Pontífice demostró que un inválido al que tienen que arrastrar en toda clase de papamóviles, que lee sus mensajes con lengua estropajosa, al que un asistente limpia el sudor y la saliva con un blanco lienzo de apariencia litúrgica, puede gobernar la Iglesia.

En efecto, las imágenes aéreas de la gigantesca concentración juvenil en Toronto fueron más impactantes cuando las cámaras mostraron que el centro y causa de todo ese entusiasmo era ese anciano encogido en su silla, incapaz de mantenerse en pie, pero dotado de una fuerza distinta de la que le permite al cantante de rock congregar multitudes.

Para los que creen en el poder de la fuerza no era fácil entender que un hombre debilitado por los años y las enfermedades, atendido en todo como un niño, pudiera conservar algún poder. Sin embargo, en ese y en los otros viajes que siguieron logró lo que ningún político habría podido obtener con buena salud, garganta poderosa y apariencia atractiva. El Papa demostró que el espíritu es capaz de mover el mundo a pesar de las limitaciones físicas.

Después de la campaña publicitaria sobre los sacerdotes pederastas y sus obispos complacientes, se proclamaba desde los medios una Iglesia en decadencia. Poco o nada pareció interesar el tema a las muchedumbres que, sin embargo, escucharon al Papa referirse, dolido, a un escándalo que no es de la Iglesia sino de sus autores, que, dijo, son quienes deben pedir perdón a las víctimas y a la Iglesia. Esa burocracia eclesiástica que esperaba una renuncia ha debido entender, por fin, que la Iglesia no se gobierna con la fuerza, ni con la buena salud, ni con los cálculos. El mundo mismo dejó de hablar de la renuncia y dejó de creer en la invalidez del Papa, porque Dios se empeña en escribir recto con garabatos como ese y con renglones torcidos.

Es la constante que se revelará en el próximo cónclave. Aunque, claro, no faltarán los que quieran mejorar la caligrafía de Dios.