literatura

Los Ovillos de Ítalo Calvino

Miércoles 28. A los 20 años de su muerte, María Antonia García de la Torre celebra al famoso escritor italiano y a su forma de escribir no lineal.

María Antonia García de la Torre
2 de octubre de 2005

Las recetas de cocina son unos de los textos que exigen los niveles más altos de concentración. Cada línea se lee varias veces, con más pasión que un poema, con más interés que una crónica. Morir intoxicado por no cocer el cerdo lo suficiente representa un deceso tan cursi que más vale leer con cuidado las indicaciones culinarias. Lo que no pone en riesgo la integridad estomacal, llámese "artículos", "acrósticos", "novelas rosa", "diccionarios", "cartas de Cosmopolitan", se leen salteados, incompletos, en desorden, tachando acá, abandonando allá. A nadie lo atacará un sarpullido mortal por no terminar un cuento de Ítalo Calvino. Y si no se pone en riesgo la estabilidad física del lector, se da el lujo de leerse veinte artículos seguidos sin pasar del primer párrafo en ninguno de ellos. ¡Qué dolor para el pobre escritor que busca un buen inicio y un final arrobador. si supiera que la atención del lector perdura hasta que recuerda que hay que regar las plantas o que hay que acompañar a la vecina a pasear el gato! No se esmeraría tanto ni elaboraría el lenguaje con semejantes niveles de obsesión. Poco de lo escrito se lee con verdadera atención. Ítalo Calvino también lee con poco interés la mayoría de las líneas que pasan por sus ojos, reconoce en sí mismo la pereza del lector de hamaca. Por esta razón, la respuesta frente a un panorama desolador e inesperado es unirse al juego. No reprende al lector sino que lo pone en evidencia con ironía. Ese italiano que murió hace veinte años, ese que no alcanzó a leer sus seis propuestas para el próximo milenio en Harvard, avergüenza al lector que se pasea con su novela debajo del brazo sin saber siquiera si el personaje es un perro, un castor o una octogenaria. Avergüenza a ese lector porque hace libros "para él", cortados, con coitus interruptus e historias laberínticas. Ni siquiera le pasa la factura al lector por todas las pestañas quemadas en vano, sino que se divierte con la pasividad absoluta del que contempla con pereza. No pasa facturas por un pecado que él también comete, porque es claro que más de una novela se queda por la mitad sin que él la concluya jamás. ¡Qué bueno leer sin el imperativo de llegar hasta el último renglón, sin el sentimiento de culpa por no haber llegado al suicidio de Madame Bovary, de Ofelia, qué rico impregnarse de fragmentos, de historias pedaceadas! Su novela Si una noche de invierno un viajero cuenta una decena de historias fascinantes y omite los finales. Seguro que más de un lector pasará por alto el "exabrupto", pues antes de notar que no hay desenlaces ya estará revisando su correo electrónico. Qué vergüenza elogiar los cuadros de una exposición en la que sólo hay paredes vacías, qué descalabro comentar el cuento de Monterroso sobre el dinosaurio "que no me he terminado de leer", a pesar de constar de un renglón. Sin embargo, esa es la dinámica real de los lectores, guiados por el capricho de sus ojos. De hecho, sobrevivir a Internet implica dejarse llevar por una ciudad de callejuelas, implica perderse sin resistencia. Calvino lo sabe y anticipa esas dinámicas caóticas. ¿Para qué imponer la fidelidad, la monogamia a los lectores, si estamos acostumbrados a que nos cuenten decenas de historias al día sin que eso las distorsione o las confunda? En eso consiste la vida, de eso está hecho el Internet, para eso nos comunicamos con otros: la vida es un entramado de historias cuyo eje será siempre un lector que recoge y clasifica la maraña de cuentos y anécdotas que surgen en una tarde de té con colaciones. Cada individuo teje el telar de su vida con las historias de las que es parte. No es un pecado saltar de un chisme a otro, de la revista Cosmopolitan a Las ciudades invisibles de Calvino. Ocurre con los textos lo mismo que con las fotos, cuya función servil de reproducir la realidad es ahora un imperativo obsoleto, ahora los poemas y los reportajes pueden darse el lujo de dejarlo todo a mitad, de parar la lectura para chatear, para revisar el correo electrónico. Ahora no leemos veinte páginas de La divina comedia en una mañana, sino cuatro emails, doce titulares de prensa, hemos escrito un párrafo y medio en el blog personal, hemos releído un cuento de ese autor noruego desconocido y hemos refutado a algún columnista con ira divina. El número de revoluciones aumenta, pero el disco es el mismo, y el escucha sigue sentado al lado del tocadiscos con un par de audífonos gigantes y un par de tenis croydon. El lector es siempre el mismo, Ítalo Calvino se limita a develar las innumerables distracciones que signan (o condenan) el imperativo de una lectura lineal, sosegada y completa. Nada más distante de la realidad: basta ver la capacidad ilimitada de usted o de mí, de navegar por palabras en un mar sin brújula. Se trata de la condición real del lector, de la coherencia interna que guía su trayectoria en apariencia desquiciada. Calvino, boyerista del destino de sus propios escritos, encuentra imprescindible una receta de cocina, tanto como la Ilíada, la conexión de fragmentos tan disímiles, no es más que un reflejo de las historias que constituyen nuestras propias vidas. Recuerde, como bien indican las recetas: agítese, hornéese, sírvase, pero sobre todo, pase a otro link de este mar enrevesado tal y como lo hizo Marco Polo en los viajes que habría de contarle al Gran Khan.

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