Obvio que siento culpa a diario, la lista de tareas es muy larga. | Foto: Pixabay

UNIVERSO CRIANZA

La culpa que persigue a las mamás que trabajan

Ser madre y trabajar es un desafío diario que requiere de capacidades logísticas impensables. Y aunque seamos maravillosas y tratemos de hacer todo lo mejor posible, siempre sentimos que nos falta el centavito para el peso.

Carolina Vegas *
8 de septiembre de 2018

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Rompí la mariquita de mi hijo. Fue sin querer, una de esas mañanas de afanes y carreras, cuando abrí mal la puerta de su closet y me llevé un pedazo de aquella manualidad que colgaba orgullosa en la puerta. En ese momento no le puse atención. Era más importante llegar a tiempo a la ruta del jardín y luego a la oficina. Era más importante alcanzar a desayunar y maquillarme, para que no se notaran tanto las marcas del acné que me aqueja hace siete meses. No pensé en él. En el esfuerzo y el empeño que le puso a su mariquita, hecha con medio plato de Icopor, ojos de botón y lana. No me importó el pedazo rojo que cayó al piso y que ignoré, y que nuestra querida empleada, Lilia, probablemente botó a la basura.

El lunes en la noche, mientras trataba de dormirlo, y él se resistía al sueño, la vio. “Se rompió mi mariquita”, me dijo e inmediatamente se le empozaron sus gigantescos ojos cafés oscurísimos. Luego comenzó a analizar cómo se pudo romper. “Debo hacerla con otro material”, me aseguró con la certeza de un arquitecto, cosa que me sorprendió porque a veces sus palabras no suenan como las de un niño de tres años y tres meses. No tuve el coraje, porque fue puro miedo y vergüenza, de decirle que yo lo había hecho. Que yo la había roto. Sin culpa, pero también sin cuidado. En un momento de sabiduría materna, de madre muy cansada que solo quiere que el niño por fin se vaya a dormir para ver aunque sea un capítulo de la ‘Casa de las Flores’, le dije: “Mi amor, a veces la cosas se rompen. ¿Lo hiciste con esfuerzo?” “Sí, mami”. “¿Lo hiciste con todo el cariño?”. “Sí, mami”. “Eso es lo importante. Que lo hayas hecho con esmero y amor. Las cosas a veces se dañan, y no pasa nada”. “Pero mami, es que la hice para ti. Todos mis trabajos los hago para ti”.

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En ese momento se me quebró el corazón. Me sentí como una basura. Como el hongo que se alimenta de la basura. Y esa sensación de culpa me invade cada vez con mayor frecuencia. Siento que por tratar de hacer de todo, estoy haciendo todo mal, o a medias, o de forma mediocre. Así que con mi culpa a cuestas me fui el martes a la oficina.

A medio día llegue a almorzar a la casa a encontrarme con un niño desconsolado. Su juguete favorito, un carro que cambia de color con el agua fría, se le quedó en el jardín. Él no suele llevar juguetes al jardín, porque la regla de su profesora es que quien lleve algo para jugar debe estar dispuesto a prestárselo a sus compañeros. Él, que está aprendiendo a compartir sus cosas, prometió que dejaría a sus amigos jugar con su carro y en efecto cumplió con su promesa. Tanto así, que olvidó empacar su pequeño vehículo color aguamarina en su lonchera, porque un amigo había estado jugando con él. Entre la culpa y la angustia de verlo tan triste, decidí salvar el día. Almorcé en un dos por tres y corrí como el viento, llegué al jardín y recogí el camioncito. Emprendí el regreso y entré como una superheroína victoriosa a la casa. Sí, lo había logrado. El nivel de culpa pasó del 10 a 9,5.

El miércoles fui a recoger unas visas. Para que me las entregaran debía presentar un recibo, que la señorita del mostrador me aseguraba que me había dado cuando fuimos a la cita dos semanas antes. En un ataque de pánico histérico, porque no puedo describirlo como nada más, me devolví a la casa, revolví todos los papeles y regresé al mostrador roja como un tomate y asegurando que el famoso recibo no me lo habían entregado. La señorita, muy amable y paciente debo decir, le dijo a mi esposo que tenía que sacar copia de nuestras cédulas mientras yo escribía una carta a mano para pedir que nos devolvieran los pasaportes. Una vez terminé la carta abrí mi billetera y ahí estaba el recibo. En el afán no miré bien. Lo entregué con vergüenza mientras Santiago me observaba con recelo y hasta lástima, por mi estado alterado. El nivel de culpa escaló de nuevo a 11.

Luego el viernes por la mañana, mientras oía radio y trataba de comer de la forma más rápida posible una taza de müsli con yogur, una mujer llamó a la emisora a opinar sobre el tema del día, que era los nuevos controles al consumo de drogas en el país. La señora inició una diatriba en donde acusaba a las madres de no estar presentes de tiempo completo en los hogares. Según ella, que las mamás hayan salido de las casas y ahora trabajen, era la principal razón para que la juventud esté sumida en la drogas. Porque el papel de la madre, en su opinión, tiene que ser en el hogar, en la crianza de tiempo completo. Y la culpa es nuestra, mujeres casquivanas, que nos vamos a trabajar y dejamos a nuestros hijos en manos de terceros. Mientras paseamos felices y libres por el mundo eludiendo nuestras responsabilidades. (Esta es una interpretación libre de las palabras de la dama, no pretende de ninguna manera ser una cita, aclaro).

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El cereal se me atoró en la garganta, mientras insultaba a la mujer en voz baja, por retrógrada, misógina, machista…en fin. Yo no ando feliz por el mundo, si algo tengo son más responsabilidades, porque tengo múltiples labores. Además de criar, cuidar y consolar, debo aportar a la economía familiar, sobresalir en el trabajo (para poder conservarlo), ser una genia de la logística, y no dejar de lado mis sueños y aspiraciones. Obvio que siento culpa a diario, la lista de tareas es muy larga. A lo anterior debo sumar también ser una buena pareja y coequipera; buena hija, hermana y miembro de familia, cuidar de mi bienestar y salud, tratar de verme medianamente decente en una sociedad que juzga muchísimo la apariencia, y no deshacerme en llanto cada cinco minutos cuando me entra un ataque de ansiedad porque no logro todos mis objetivos diarios.

Hasta Beyonce, la reina Bee, la mujer que es una empresa, confesó a la revista Vogue en su más reciente edición, que la maternidad la ha hecho replantearse muchas cosas en la vida y que ha ido al infierno y regresado. Si ella se ve superada por el reto de ser una madre trabajadora, ¿qué podemos esperar las simples mortales?

Y es entonces cuando llega la culpa, la que nos hacemos sentir nosotras mismas y la que nos reiteran los demás cuando cuestionan nuestro rol, cuando nos critican y nos restriegan nuestros errores. Nadie es perfecto y no podemos pretender que las madres sí lo seamos. Cada una libra sus batallas diarias y trata de hacer lo mejor que puede. Y al final lo que importa es que el trabajo lo hagamos con amor y dedicación, así como Luca hizo su mariquita.

*Editora de SEMANA y autora de las novelas Un amor líquido y El cuaderno de Isabel (Grijalbo).