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Marcha del orgullo gay en Bogotá en 2017. Crédito: Revista Semana.

LGBT

Una “cura” sin enfermedad

Siempre 'ad portas' de elecciones, la comunidad LGBT se convierte en pararrayos de algunos políticos que se valen del discurso del odio para ganar publicidad. Alonso Sánchez Baute responde de forma creativa a la candidata a la Asamblea de Santander que, argumentando una “defensa de la familia”, promete una cura para una supuesta enfermedad.

Alonso Sánchez Baute
15 de enero de 2018

Bobby Drake, un muchacho de gran belleza física, desconfía de todos a su alrededor. De hecho, desconfía de todo. Como un animal en constante prevención. Esto lo hace un joven frágil, un joven temeroso que parece que va a romperse en cualquier momento. Hay en él -en su mirada, en sus gestos, en su manera de comportarse- una tristeza o un dolor, algo muy sombrío, que parece enquistado desde mucho tiempo atrás, quizás incluso desde antes de nacer. Es también callado. Muy callado. Y leal a sus amigos aunque les transmita cierto frío aterrador con solo una caricia. Vive en las afueras de San Francisco -la ciudad de la revolución sexual, la ciudad del diablo, la ciudad del pecado-, en una enorme mansión que comparte con otros jóvenes también excluidos por la sociedad, desterrados, rechazados por “algo” que no pueden enfrentar: saben que compartir el mundo nunca ha sido un atributo de los humanos.

Cierto día, perseguido por la culpa de su comportamiento “contranatura”, visita la casa de sus padres decidido a confesarles su tragedia. Ellos -una conservadora familia norteamericana de clase media- saben muy poco sobre él. Sin poder evitar los nervios, en su encuentro con la familia va directo al grano: “Necesito decirles algo”. Calla un momento, quizás ornamentando las palabras en la mente para no mortificarlos. De repente vuelve a hablar y confiesa la causa de sus tormentos, la misma que lo ha torturado desde la adolescencia, cuando descubrió que no era igual a los otros hombres.

Al escucharle su agobiante y aterradora verdad, sus padres entran en pánico. “Yo no te crie para esto”, grita el padre. La madre intenta calmar a su marido mientras le habla a su Bobby. “Eres nuestro hijo y te queremos. Claro que ese problema es un poco complicado”. Luego, al mejor estilo de una actriz dramática que saca de su repertorio el rol de madre manipuladora, afirma: “Todo es culpa mía”. Bobby la mira como diciéndole que no tiene que hacerse la víctima, que ya él se aceptó, que ya asumió su realidad y por eso habla ahora con ellos; por eso ha decidido salir del closet que lo atormenta. Pero ella no entiende (o se hace la boba) porque quizás ha escuchado que hay curas para ese mal, así que le pregunta si ha tratado de solucionarlo.

Mientras tanto, su hermano Ronny no puede soportar la noticia de que su hermano no es como los otros hombres. En un descuido de la familia corre a hurtadillas en busca de un teléfono y hace las de Caín. Una noticia de esa naturaleza no puede callarse, así se trate de alguien de la misma sangre. Es más, tal vez se trate de una noticia necesaria: la defensa de la familia está por encima de la propia familia con tal de que la sociedad no vaya a pensar en un futuro que él es igual de pecador que su hermano.

Esa misma tarde Bobby advierte que su hermano lo ha delatado y que ya no es aceptado en casa. Queda solo, abandonado a sus iguales, “a los que andan solitos por ahí, llevando los rechazos a cuestas, un morral entero de rechazos a cuesta”. A la mansión en la que vive Bobby hace poco se ha mudado otro joven con la misma tristeza en la mirada, esa amargura infinita de quienes se saben sin esperanzas. También es bello: de cuerpo atlético, lleva el cabello corto (usa el cesar haircut) y sus ojos son profundamente verdes. Más que huraño, es esquivo, prevenido. Poco sabemos de su biografía salvo que su padre es un importante científico que ha hecho cuanto ha estado a su alcance para curar a su hijo de esta nefasta enfermedad de la que tantos dicen que es contra natura.

A diferencia de Bobby, el padre de este muchacho -ni siquiera sabemos su nombre- se enteró de que su hijo era “diferente” de manera casual: cuando apenas era un muchachito impúber de cuerpo grácil y bucles sedosos, a lo Tadzio, cierta mañana lo asalta la preocupación porque su hijo se niega a salir del baño. Usando su descomunal y salvaje fuerza (en las películas gringas es común esta fuerza) logra derribar la puerta para darse de bruces con este niño semidesnudo que, encontrado en la más burda y culposa fragancia, solo atina a decir, entre femeninos sollozos, “papá, lo siento”. Como es apenas natural, el padre, martirizado ante la realidad que se niega a aceptar, deja escuchar su rabia hasta el cielo: “Tú, no” (que vendría a ser su propia versión de “¿Tú también, hijo mío?”).

Aunque cualquiera de estas podría ser la historia de cualquier adolescente homosexual, en realidad la “enfermedad” o el “problema” que se mencionan aquí nada tienen que ver con la orientación sexual, pero es posible que el protagonista de esta película, Ian McKellen -casualmente uno de los homosexuales más influyentes de Gran Bretaña- de alguna manera haya metido mano para hacer más humana la historia de los X-Men, ciertos seres considerados monstruo de la naturaleza durante milenios a quienes “desde el principio de la humanidad la gente les ha tenido miedo, desconfianza y, muchas veces, odio”.

Los Mutantes, o X-Men (“los que fueron hombres”), nacieron en los sesenta en la mente de Stan Lee, un guionista y editor de Hollywood que buscaba crear gran cantidad de héroes sin tener que recurrir a accidentes o tragedias. De su talento creativo son también El Capitán América, Los 4 fantásticos, Iron Man y Hulk. Más allá de sus superpoderes, cada uno de ellos se distingue por algún rasgo humano que es al tiempo, muy shakesperianamente, su debilidad. En este caso, el carácter de la mayoría de X-Men se acerca muy fácilmente a muchos de los problemas que buena parte de homosexuales enfrenta desde la adolescencia: la búsqueda de identidad, la autoaceptación, la discriminación, los prejuicios sociales, la persecución, la expulsión de sus hogares, la soledad, el temor a crecer en una sociedad que los margina por ser diferentes, la urgente necesidad de una esperanza. ¡El odio!

Las tres primeras partes de la popular saga X-Men están plagada de historias, frases y personajes así. Como Bobby Drake, apodado Iceman; como Kurt Wagner, el teletransportador que cree que Dios lo tiene a prueba (como tantos sacerdotes para quienes la Iglesia es la cruz que alaba su martirio). Para él, ser mutante es un “pecado” y es esa la razón por la que, a manera de estigmas, se ha tatuado el cuerpo; o el coronel William Stryker, un militar que ha dedicado su vida a la lucha contra los mutantes hasta que cierto día descubre que su propio hijo, Jason, es uno de ellos. Entonces, lo de siempre: prefiere verlo muerto antes que permitirle ser lo que es (de hecho, lo convierte en vegetal).

La segunda parte de la saga de los X-Men plantea un debate con ribetes de actualidad: ¿son los mutantes el siguiente paso de la evolución o apenas una nueva especie de la humanidad reclamando su parte del mundo? En el congreso que muestra la película, un senador de apellido Kelly pregunta en pleno debate a una “amiga de los mutantes”: “¿Son peligrosos los mutantes?” La chica contesta: “Senador, los mutantes que han declarado que lo son públicamente han sido recibidos con miedo, hostilidad y hasta violencia”. El peligro no está en los mutantes sino en quienes generan el odio en contra de ellos; el odio que puede llevar a la violencia. Kelly hace caso omiso del comentario (por aquello de que solo escuchamos a los que piensan como queremos), hincha sus pulmones hasta engolar su voz de político populista y exclama: “Nuestro pueblo merece decidir si quiere que sus hijos estudien con mutantes o que tengan maestros mutantes”. Más adelante exclama: “Por mí, yo los encerraba a todos”. El discurso del odio genera adeptos, así que está de más decir que el congreso en pleno, en la película y en la vida real, aplaude a rabiar.

Los X-Men se dividen en buenos y malos. La diferencia radica en que no todos encajan fácilmente en la sociedad: mientras unos están orgullosos de ser mutantes (digamos que la mayoría de gais); otros quieren cambiar y ser “normales” (digamos que aquellos que no se aceptan y se relacionan con mujeres buscando una fachada). En ambos casos los padres se oponen a su naturaleza. Como en la historia del impúber descubierto en flagrancia en el baño. Muchos años después, cuando su padre se convierte en un importante científico que descubre la “cura” contra este “mal”, trata de salvar a su muchacho.

- Es por tu normalidad -el padre trata de convencerlo-. Es lo que todos queremos, ¿no?

- No, es lo que tú quieres -contesta el chico antes de desaparecer en el aire volando libre como un moderno Pegaso.