Durante los últimos años, el emprendimiento ha sido presentado como una ruta casi romántica hacia la realización personal y profesional. En discursos públicos, en redes sociales y en múltiples escenarios, se exalta la idea de “seguir los sueños” como si se tratara de un viaje lineal, impulsado únicamente por la pasión y la determinación. Sin embargo, quienes llevamos años construyendo empresa sabemos que esa visión es incompleta y, en ocasiones, ingenua. El emprendimiento es una aventura profundamente humana, sí, pero también profundamente desafiante. Y exige una claridad que va mucho más allá del entusiasmo inicial.

Después de trece años emprendiendo junto con mi esposo, he aprendido que el camino empresarial está marcado por ciclos: momentos de expansión y momentos de ajuste; periodos de certeza y etapas de duda; fases de crecimiento y fases de revisión profunda. Hemos vivido temporadas en las que todo parecía fluir con naturalidad, pero también hemos enfrentado situaciones complejas que nos llevaron a cuestionar decisiones, modelos y estructuras. En cada una de esas encrucijadas hubo un elemento que nos sostuvo: la absoluta claridad del propósito que dio origen a nuestra empresa.

La romantización del emprendimiento ignora algo esencial: que el éxito sostenible no se construye únicamente con ganas, ni con una fe ciega en que todo saldrá bien. Se construye con lucidez, con disciplina estratégica, con capacidad de adaptación y, sobre todo, con un propósito auténtico que funcione como brújula cuando el entorno se vuelve incierto.

En nuestra experiencia, hemos debido replantear estrategias en varias ocasiones. No porque el sueño estuviera errado, sino porque el contexto exigía nuevas respuestas. El mercado evoluciona, los hábitos de consumo cambian, las dinámicas laborales se transforman y los escenarios socioeconómicos presentan retos inesperados. En ese panorama, aferrarse a un único camino puede resultar más perjudicial que detenerse a evaluar, corregir y rediseñar.

Pero para poder ajustar el rumbo, primero es necesario aceptar que el emprendimiento no siempre es amable. Hay momentos en los que los números no acompañan, en los que las proyecciones no se cumplen, en los que el cansancio pesa y las preguntas se agolpan. Son episodios que rara vez se cuentan porque no encajan en el relato seductor del éxito inmediato. Sin embargo, son justamente esos momentos los que revelan la verdadera fortaleza de un emprendedor.

El emprendimiento exige coraje, sí, pero no un coraje impulsivo, sino uno sereno, capaz de mirar con objetividad incluso las situaciones más complejas. Exige visión estratégica para comprender cuándo insistir y cuándo reconfigurar. Exige sensatez para reconocer errores, apertura para pedir apoyo, madurez para dejar atrás prácticas que ya no funcionan y humildad para aprender de aquello que el camino enseña, muchas veces, de manera abrupta.

A lo largo de estos años, hemos enfrentado circunstancias que nos hicieron dudar si valía la pena continuar. Pero cada vez que surgía esa duda, regresábamos a la esencia: ¿por qué nació nuestra empresa? ¿Qué impacto queremos generar? ¿Qué representa este proyecto para nuestras vidas y para las familias a las que servimos? Y al recordar ese propósito —transformar la manera en que se cuida y se ama a las mascotas, dignificar el trabajo de nuestro equipo y aportar bienestar real a la comunidad— encontrábamos la claridad para seguir, no desde la terquedad, sino desde la convicción.

Por eso, mi invitación para los emprendedores y empresarios que hoy atraviesan momentos complejos es esta: no renuncien al propósito que los mueve. Renuncien, si es necesario, a las estrategias que ya cumplieron su ciclo. El emprendimiento no es una línea recta; es un proceso que exige una revisión constante de los fundamentos y de la manera en que los llevamos a la práctica.

En un contexto empresarial tan dinámico como el nuestro, la capacidad de reinventarse se convierte en una ventaja competitiva. Cambiar la estrategia no es debilidad; es inteligencia. Ajustar el modelo no es retroceder; es evolucionar. Replantear una ruta no es fracasar; es responder con madurez a las realidades del entorno.

El propósito es, en cambio, el único elemento que no puede negociarse. Es la raíz que sostiene, el norte que orienta, la razón que da sentido al esfuerzo. Cuando ese propósito es sólido, profundo y genuino, ningún obstáculo es definitivo. Se convierte en un faro que ilumina incluso los momentos más inciertos.

El emprendimiento requiere entusiasmo, por supuesto, pero también exige rigor, reflexión y la valentía de aceptar que la visión romántica del éxito constante no es real. Quienes construimos empresa sabemos que, detrás de cada logro, hay un cúmulo de decisiones difíciles, aprendizajes, renuncias y ajustes silenciosos.

Hoy, más que nunca, nuestro país necesita emprendedores capaces de sostenerse desde el propósito y, al mismo tiempo, de transformarse con inteligencia. Emprender no es idealizar; es comprender. No es insistir sin sentido; es avanzar con conciencia. No es aferrarse a un modelo fijo; es tener la flexibilidad de renovar los caminos para que el propósito se cumpla.

Porque, al final, quienes tienen un propósito profundo nunca se pierden. Pueden detenerse, replantear o redireccionar… pero no se detienen para siempre. Siguen adelante con la serenidad de quienes saben que los grandes proyectos no se abandonan: se reconstruyen, se fortalecen y se reinventan.

Claudia Lorena Gómez, CEO de Can Spa Móvil, coach y speaker en liderazgo