SEMANA conoció en exclusiva la historia de a quien hoy llamaremos el soldado Salazar. Es uno de los uniformados del Ejército que más atentados ha recibido en su vida. Una vida que ha construido entre ráfagas de fusiles en los departamentos más violentos del territorio nacional: Caquetá, Catatumbo, Antioquia, Nariño, Cauca, entre otros.

Sin embargo, el recorrido que más lo marcó fue el que emprendió en el año 2020.

Cuando tenía más o menos 14 años, el soldado Salazar ya llevaba dos en la guerrilla de las FARC. Recuerda que en esa época, en algún momento, iba con niños de 10 años, quienes eran sus compañeros de combate, del Meta hasta Norte de Santander; fueron alrededor de seis meses de recorrido en las peores condiciones. Viajaron unos sobre otros en canoas, con armas cortas y largas. Los golpeaban mientras atravesaban el país y entrenaban con varios frentes de la guerrilla.

“Recibiendo entrenamiento de artillería a cargo de alias Ubaldino, curso de enfermería dictado por Rafael, curso de comunicaciones impartido por Ciro y “entrenamiento militar y polígono bajo la instrucción de alias Luis, alias Milton y alias Freddy”. Así fueron aquellos días, relata.

Salazar y los otros niños viajaban escondidos en plásticos gruesos para evitar ser descubiertos, mientras las embarcaciones en las iban atravesaban durante horas los afluentes hídricos. Lo que él vivió junto a otros infantes lo califica como inhumano: “No podíamos ni respirar, sentíamos sofocarnos. La lancha se movía muy rápido y hacía mucho calor, nos movíamos de un lado para el otro. Terminábamos vomitando, nos orinábamos y también todo lo que usted se imagine ahí”.

Caminaban horas, atravesando nevados, con los pies heridos. “Varios murieron de frío en el recorrido”, dice. Allá nadie confiaba en nadie. Les prohibían hablar entre compañeros. No existían los juegos. Y no tenían derecho a equivocarse. “A un niño, con una de las pistolas que le habían dado para entrenar, “Sebastián”, uno de los guerrilleros, lo fusiló sin pensarlo dos veces”, recuerda, mientras parece ver aún cómo aquel niño cayó frente a sus pies.

Muchas niñas durante el recorrido resultaron embarazadas y las castigaban. “Fue la época en la que más suicidios vi”. Muchos niños preferían con los fusiles que tenían quitarse la vida, antes que morir en manos de los comandantes porque cuando les hacían consejo de guerra ya era casi seguro el fusilamiento”, recuerda.

A algunos de los niños que vivían esa pesadilla él los había ayudado a reclutar. “Nos decían que teníamos que ir a las afueras del colegio y regalarles algo, mostrarles que todas las necesidades que tenían en sus casas se podían superar apoyando la “revolución”. Los convencíamos de que la guerrilla era la mejor opción para que su familia estuviera segura”, confiesa con vergüenza al rememorar y aceptar a viva voz que él apoyó el reclutamiento de otros niños.

¿Y cómo Salazar llegó a las FARC?

“Yo prácticamente me regalé a la guerrilla. Es que veía a mi papá todos los días en la finca preocupado porque, como tenía tres hijos, las FARC le pedían uno para la guerra”, relata. Su papá se negaba, no quería mandar a su única niña y el otro de los hijos tenía problemas de salud, mientras que Salazar era el más pequeño, así que ni lo contemplaba.

Pero si no daba a uno, los comandantes amenazaban con tomar represalias: lo mataban o quemaban su finca. No tenía a dónde huir. Así que el entonces niño fue y se presentó a las filas subversivas.

Allí le enseñaron que el enemigo era el Ejército. Que si se volaba de la guerrilla, se entregaba o era capturado por los militares, estos le harían cosas peores que las que se veían dentro de la guerrilla. “Nos decían que el enemigo nos iba a cortar dedo por dedo para sacarnos información, que los soldados negros nos volarían y luego nos matarían, y luego mandaban a matar a toda nuestra familia”, afirma.

Operación Berlín

Con ese temor llegaban a sus enfrentamientos. A finales de 2000 e inicios de 2001, llegaron al páramo de Berlín, donde se registró la operación militar que lleva el mismo nombre. Operación Berlín fue cuestionada mundialmente porque en medio de ella murieron al menos 20 menores, aunque otros registros hablan de 74. En realidad, no hay una cifra exacta. Como resultado de ese operativo, algunos menores se entregaron y otros fueron capturados. Extraoficialmente, se habla de que al parecer luego el Ejército habría ejecutado a varios de ellos en estado de indefensión.

Sin embargo, hoy Salazar lo desmiente. Él dice que se escondió en un matorral durante varios días, con el temor que le habían infundido sobre las fuerzas militares. “Yo siempre decía: Dios mío, dame un día más de vida”, recuerda.

Escondió su fusil –que luego perdió–. Desde allí veía cómo los niños que tenían fusiles de palo en su espalda, porque era con el que entrenaban, sacaban las pistolas con las que hacían polígono y les disparaban a los militares y los helicópteros, y cómo los que eran capturados se los llevaban las autoridades.

“Con el paso de los años me enteré de que habían sido llevados al ICBF. Luego me encontré con algunos”, asegura.

Mientras sus compañeros de batalla eran capturados, Salazar se escondió en una finca donde le dieron trabajo. Allá le contó toda la verdad de lo que había pasado a los patrones. Para ese entonces ya tenía 16 años, pero no sabía leer ni sumar.

Supo que muchos de los niños que lograron fugarse se resguardaron en otras fincas vecinas, pero lejos de estar seguros, Salazar contó con tan mala suerte que la guerrilla llegó hasta aquella en la que él estaba. Y lo obligaron a salir de ahí. “Pensé que me iban a matar porque había perdido el fusil. O por haberme escondido y no haber enfrentado el enemigo. A eso le llaman delito de cobardía”, dice.

Aparentemente, no pasó nada y continúo dentro de la organización ilegal.

Se quitó la venda de los ojos

Salazar cada vez veía más suicidios y maltratos. Sin embargo, seguía convencido de que había tomado la mejor decisión. En la finca, su papá y hermanos estarían bien. En la guerrilla siempre hablaban de que si tomábamos el camino de la “revolución” nuestras familias estarían bien porque la misma FARC los protegería.

Pero un día le llegó la noticia de que el mismo Gentil Duarte, comandante de las FARC, había asesinado a su papá (de Salazar) por no ceder a presiones. “Ese día entendí que todo lo que le dicen a uno para mantenerlo allá es mentira”, rememora.

Así que cuando tuvo la oportunidad se fugó con una compañera. Buscó programas de reinserción. No pudo volver a donde su familia y no sabe si aún vive.

Tenía claro que no quería que más familias y niños vivieran la pesadilla que él pasó, así que comprendió que la manera de hacerlo era desde el lado de la legalidad. Se presentó a prestar el servicio militar y luego eligió como profesión ser soldado. “Definitivamente es la mejor decisión, acá me trataban bien, allá todo era una violación de derechos. Era mentira que a uno acá le cortaban los dedos y lo violaban”, contrasta lo que le vendieron de las Fuerzas Militares con la realidad que experimentó al llegar a ellas.

Aprendió a sumar y a leer, e hizo amigos sin el temor de que los asesinaran.

“Acá encontré a una familia. Duermo con ellos como si fueran mis hermanos, comparto comida y ayudamos de verdad a la población”, dice con seguridad.

Hoy se desempeña en tareas de inteligencia, es uno de los militares más consagrados a su país y con sentido muy humano, según sus superiores.

Salazar confiesa que tiene miedo de salir pensionado, porque no sabe cómo es vivir lejos de la guerra, cómo es la vida civil. Siempre ha estado entre combates. Espera algún día reencontrarse con su mamá y hermanos. No sabe si por culpa de su fuga los asesinaron, pero está seguro de que ha salvado muchas más vidas de las que él mismo alcanza a imaginar.

Ahora, solo espera que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) lo escuche porque sabe que con su realidad puede ayudar a que se conozca la verdad que ha sufrido Colombia a causa del conflicto armado, en el que él se considera víctima.