El primero de septiembre de 2011 un fuerte estruendo, producto de una bomba, despertó a todos los habitantes del corregimiento de Madrigal, en Policarpa, Nariño. Ese día, Adolfo López, hoy presidente de la Junta de Acción Comunal, perdió a su hijo en aquel aparatoso atentado. “Mi ADN quedó regado en el Madrigal por muchas partes”, dice Lopez culpando a los grupos armados que aún tiene disidentes en esa zona del país.

Fue profesor en Policarpa, Nariño | Foto: Suministrado a SEMANA

Policarpa es un municipio del sur de Colombia. Está en la cordillera Occidental. El río Patía divide sus majestuosas montañas, las mismas en las que hoy se divisan miles de hectáreas sembradas de coca sin un mínimo asomo de vergüenza o la intención de querer ocultar la planta por la que se ha derramado tanta sangre en estos territorios.

Sus bellos paisajes están marcados por las atrocidades cometidas por paramilitares y la guerrilla a lo largo de los años. Sus pobladores se han acostumbrado a vivir en medio del miedo causado por la presencia de esos grupos que disputan el territorio de Policarpa. La intención de los delincuentes es tener acceso a un territorio fértil para la coca y acceso directo al río Patía, la mejor vía fluvial para moverse entre los departamentos de Cauca y Nariño, para buscar el océano Pacífico que facilite la salida de la sustancia ilegal a otros países.

López tiene claro que la solución no es fumigar los cultivos ilícitos porque, por el contrario, los grupos ilegales ya están contratando a jóvenes para contrarrestar el efecto que pueda generar la aspersión. Los están llevando para que cuiden los cultivos con múltiples estrategias, sembrar en diferentes puntos, regar las hojas con melaza para que no se pegue el veneno, quitarlas antes de que se sequen y garantizar una nueva cosecha en tres meses.

En la actualidad, son miles de jóvenes los que pasan por una situación similar a la de David López, hijo Adolfo. Jóvenes que se van de este mundo antes de tiempo por la violencia. Las probabilidades aumentan si el joven vive en una zona donde la sangre ha corrido durante varios años por causa de los grupos armados.

En medio de su inocencia, a los niños y adolescentes prácticamente los compran las disidencias de las FARC y otros grupos ilegales. “Nunca llevan a nadie a la brava, eso es mentira. Simplemente empiezan a darles cascaritas, a llevarlos poco a poco; los ponen a hacer mandados, les pagan por eso, les prestan la moto, les prestan un día la pistola, luego el fusil y cuando uno menos piensa ya están adentro”, relata López, quien ha visto, impotentemente, como muchos niños se van para jamás regresar.

Hoy en día, cuando Adolfo ve a un muchacho de su pueblo, ve un futuro, como lo veía en su hijo. “Yo veía a un profesional. Aquí a los campesinos los veo como unos luchadores y unos trabajadores. Y cuando me entero de que estos muchachos se están perdiendo en estos grupos, me doy cuenta de que es lo mismo que le pasa a un indigente cuando se pierde en el vicio”, relata. Siente angustia de pensar que esos jóvenes que ve pasar a su lado sean arrebatados como le pasó a su primogénito.

La pérdida de un hijo

“Mi ADN quedó regado en el Madrigal por muchas partes. Quedó regado cuando a mi hijo lo voló una bomba que lo dejó en mil pedazos”, narra Adolfo López a SEMANA entre lágrimas. Es la primera vez que cuenta su historia completa. Antes solo se desahogaba debajo de un árbol el cual estaba seguro de que no contraria sus secretos y lo frágil que queda cada vez que recuerda el fatídico hecho.

David López, había sido encomendado para dejar un paquete para el sargento de la Policía en la Estación de Madrigal. Sin embargo, “cuando se dio cuenta que era un regalo bomba, no la quiso entregar”, relata su padre, quien conocía muy bien a su hijo y sabía que él no podía ser parte de algo así.

Aparentemente, la entrega era de dos botellas de whisky, pero resultó ser una trampa. En realidad, solo una era una botella, la otra era un artefacto explosivo. López, deduce que su hijo no quiso entregarla porque al otro día (1.° de septiembre de 2011) estaba en su casa. Salió de ella a las 6:00 de la mañana después de despedirse de su mamá llorando, y cuarenta minutos después, al asegurarse que estaría solo estalló la bomba. Salvó otras vidas, pero acabó con la suya.

“Cuando sucedió, la gente no sabía qué era eso, la gente creía que la bomba que estalló había matado a unos marranos”, cuenta Adolfo. Él, narra que por más cruel que pueda sonar, la gente tiraba esos pedazos desconociendo el origen. Al final, fueron los policías que estaban de turno quienes se dieron cuenta, por medio de un dedo que encontraron en la escena, de que era su hijo.

“La comunidad me ayudó a recoger unos pedacitos, como solo 4 kilos enterramos de él. Mi hijo tenía 24 años, era un profesor allá. Todo sucedió mientras Adolfo estaba en Huila, porque había sido desplazado por la violencia, por recibir múltiples amenazas: “Siempre he tratado ser de alguna u otra forma un líder y siempre he estado amparado en los derechos humanos. No me gusta cuando someten a las comunidades”. Pero estuvo lejos de imaginar que al regresar no vería a s familia completa “Fue un dolor bastante grande y eso que yo he enterrado a mucha gente, y aún lo hago. Busqué mucha gente por el río Patía cuando mataban a diario (...) El día que fui a buscar los restos de mi hijo fue más difícil. No encontramos casi nada”, dice López tratando de desvanecer el nudo que se hace en su garganta.

Cara a cara con el comandante que ordenó el atentado

Adolfo no podía vivir con la incógnita de qué fue lo que realmente le pasó a su hijo. De manera que, a un año de la partida de David, recolectó un poco de dinero que tenía guardado, fruto de recoger café y se fue a buscar al comandante guerrillero. Lo recibió en un espacio amplió al aire libre. Adolfo se presentó como líder social, no como el padre del muchacho, y tuvo que escuchar: “Ese baboso dañó el operativo”. El plan era que David fuera, entregara la bomba, y, apenas estallara, el grupo armado se tomaba el pueblo”. Dice que un escalofrío recorrió su cuerpo y solo optó por guardar silencio mientras trataba de ocultar las lágrimas que se deslizaban por su mejilla.

“Ese baboso dañó el operativo”, repetía quien planeo por meses el atentado. “Yo estaba lejos cuando escuché que estalló esa bomba que retumbó por toda la cordillera y dije: se mató ese maricón”. Adolfo recuerda cada palabra que le dijo el comandante, quien confesó que él había amenazado al joven si no seguían las instrucciones que le habían dado. No solo lo mataría a él, sino a su mamá y hermana.

“Fue muy grande la impotencia, hasta que no aguanté más y lloré. Me fui hacia el río y lloré mucho. Incluso él me dijo: “¿Por qué está llorando?”, pero yo le dije que por los paisajes, de ver lo lindos que eran. Buscaba cualquier disculpa para decir”, recuerda López.

Años más tarde, Alfonso volvió a enfrentar al asesino de su hijo, esta vez sin ocultar su identidad. “Cuando vino a la zona del Veredal yo lo enfrenté y le dije: ¿Qué pasó?, ¿por qué mataste a mi hijo? Los que tienen hijos saben que sea lo que sea son un tesoro para ellos. Era mi único hijo hombre, era mi tesoro, mi amigo, mi muchacho”, comenta.

Esa dura realidad que vivió el actual presidente de la junta directiva de Madrigal. Su pérdida lo llevó a seguir luchando con mucha fuerza en la zona para ayudar y seguir con la misión que le encomendó su hijo.

“Los jóvenes que no tienen nada que hacer se van a raspar coca, a ser parte de grupos al margen de la ley. Esta comunidad es muy buena, pero la falta de oportunidades los transforma en esas personas. Sin embargo, vamos a seguir trabajando para estas comunidades mientras podamos y tengamos el último soplo de vida”, dice Adolfo.

Este líder social siente impotencia cada vez que escucha que el Gobierno va a hacer presencia en su territorio desde una avioneta y regando glifosato. Sabe que esa plata que invertirá no servirá de nada, porque la coca nace rápido, pero los cultivos legales que están alrededor tardaran años. “No entiendo por qué en lugar de regar ese veneno no viene y traen inversión, no pedimos que nos hagan carreteras nuevas, sino que adecúen los caminos que existen, para poder sacar nuestros productos. Para poderle pagar universidad a nuestros hijos y arrebatárselos a los delincuentes. Ellos sí llegan ofreciendo falsa estabilidad y ayudas”, reclama López.

Glifosato - Nariño | Foto: Semana

Pese a las adversidades, Adolfo López sueña con que el Gobierno lo escuche y por eso les sigue enviando el mismo mensaje a los jóvenes: “Estudien, estudien, estudien. La coca no es un futuro y mucho menos pertenecer a los grupos armados. Pero qué hermoso es saber que tenemos a unos profesionales en nuestra comunidad”.