Después de que el avión atraviesa una nube densa y blanca como la nieve, se ve el mar y, más allá, la selva espesa. Entre dos montañas está Bahía Solano, uno de los pueblos más conocidos del Chocó, que además del turismo vive de la pesca y de la explotación de madera, que ahora está ocasionando un desastre ambiental sin precedentes. Al aterrizar en una pista maltrecha, los viajeros se encuentran en el aeropuerto una valla de la Presidencia de la República que promete la inversión de 5.000 millones de pesos para repararla. Y la sala de llegada y abordaje es una casona de madera pintada de verde desteñido. Cuatro extranjeros esperan las maletas y empiezan a secarse el sudor. Está lloviendo por primera vez en cinco meses pero las huellas del verano siguen ahí: las quebradas están secas y donde antes había grandes cascadas, solo quedan pequeños chorros. Al llegar al pueblo todos hablan de la falta de agua.La sequía no solo se explica por el fenómeno de El Niño sino por la tala indiscriminada de especies nativas y la rápida destrucción de la espesa selva que montañas arriba aislaba a Bahía Solano. Aserradores, contratados por compradores de la región, están talando miles de árboles ilegalmente para enviar listones de maderas nativas a Buenaventura y otros puertos, y de allí, a los mercados de Medellín, Bogotá, la costa Caribe y hasta China y Japón. Al igual que las drogas, a mayor distancia mayor valor. Pero ahora, el afán de enriquecimiento rápido ha hecho que se talen las cuencas de las quebradas y los nacimientos.A tan solo diez minutos del aeropuerto había un chorro al que los lugareños y turistas iban a bañarse. Hoy, la quebrada que lo alimentaba está seca. Por las calles del pueblo se dice que nunca, pese a los veranos desoladores de otros años, había sucedido esto. Lo triste es que hace 27 años el diario The New York Times publicó un reportaje en el que decía que el último paraíso que quedaba en la costa pacífica colombiana era Bahía Solano, un lugar donde el indescifrable océano Pacífico chocaba en una de las selvas más espesas, conservadas y lluviosas del mundo. Enrique García llegó allí después de leer el artículo. Por esos años, la única carretera era la que llevaba al corregimiento El Valle, un sitio preferido por los surfistas y amantes del oleaje bravo. La trocha era un túnel verde en el que se escuchaban los micos más exóticos y las culebras caían de los árboles a los carros.Hoy, al lado del camino se ven los campos recién quemados y árboles derribados, listos para sacar bloques de madera de tres y cuatro metros. A punta de fuego se ha expandido el ganado cebú al borde de la carretera. Algo que también ha ocurrido en otras playas y pueblos cercanos. Dicen que todo empezó cuando Hernán Vélez, exmiembro del cartel de Cali, compró una tierra en la zona y regaló motosierras para convertir las selvas en potreros.Juan, un mototaxista del pueblo, se queja porque hace unos años los turistas extranjeros encontraban lo que buscaban sobre la carretera y el viaje de 18 kilómetros podía tomar tres horas con tantas paradas. Los gringos se sorprendían cuando escuchaban los graznidos de los pájaros o veían una mariposa de colores revoletear entre las plantas que flanqueaban el camino. Entonces se bajaban, pedían silencio y sacaban binóculos o pinzas para tomar suavemente una especie, observarla y liberarla. Pero ya no, ya la selva está un kilómetro adentro. Así que la tala también está afectando el turismo.Parte de esta madera llega a Antioquia, donde en 2015 las autoridades incautaron 3.000 metros cúbicos ilegales, lo que constituye en área un municipio tan grande como Barbosa, en el norte del Valle de Aburrá. Solo hace unas semanas, la Policía decomisó cerca de Riosucio (Chocó) una carga ilegal que avaluaron en 750 millones de pesos.La tala indiscriminada se controla poco en Chocó y está, según le dijeron varias autoridades a SEMANA, en manos de ilegales. Una paradoja si se sabe que hace unos años la empresa Rem International – PrimaColombia Hardwood propuso extraer determinados árboles por helicóptero, sin destruir el entorno. A cambio, las comunidades recibirían recursos para vivir y cuidar sus territorios. Pero las protestas de algunos chocoanos echaron para atrás el acuerdo. Ahora los árboles valiosos se van al suelo con todo alrededor.El director general de la Corporación Autónoma Regional para el Desarrollo Sostenible del Chocó (Codechocó), Teófilo Cuesta, denunció que en el departamento hay un cartel maderero que devasta la selva más biodiversa del mundo, echando abajo más de 20.000 hectáreas de bosques. Y es que en el Chocó los Urabeños controlan las rentas ilegales, y en este caso cobran una vacuna por la extracción de madera. Y aunque en Bahía Solano están la Armada y el Ejército, los operativos en contra de la explotación maderera son pocos.Pedro, que prefiere ocultar su nombre, es santandereano y trabaja en una cepilladora de un barrio de Bahía Solano. Con un taladro mete un tornillo en lo que será un escritorio, pero la madera es tan dura que tuerce el metal, así que se lamenta y lo vuelve a intentar. “Aquí la madera es regalada, aquí se la entregan a uno por nada, pero usted se va para el interior y allá se pone carísima”. En los aserríos del pueblo compran la pulgada de choibá, níspero o granadillo, todas maderas duras y exóticas, a 700 pesos la pulgada; el cedro y el roble valen 800 pesos. Las mismas se pueden comprar en Medellín a 2.000 pesos.Para un negocio de 50.000 pulgadas de choibá, el comprador paga 30 millones de pesos. Pero el trabajo es largo y pesado. El aserrador se demora para conseguir toda la madera unos cuatro meses; gastará más de 5 millones de pesos en gasolina, y más de 10 millones pagando a los tres ayudantes que trabajarán con él sin descanso por más de 100 días metidos en la selva, viviendo en un cambuche, comiendo fríjoles y lentejas. Al final, después de entregar las piezas pulidas y embalarlas al puerto, queda poca plata, 5 millones, quizá. Un comerciante del pueblo cree que las pocas ganancias se deben a la informalidad del negocio.Cleotilde Napo pasó dos años en la selva, con su esposo aserrador. Vivió bajo un techo fabricado con ramas y alimentó a su marido y a sus dos niños —entonces con 1 y 3 años— con fríjoles y animales del monte profundo, hasta que el más pequeño se enfermó de paludismo y tuvieron que correr hasta Quibdó. “Eso no nos dejó nada de plata, y vea ahora cómo estamos de mal con el agua”.Harley Liliana Ortiz, alcaldesa de Bahía Solano, tiene muchos problemas: el relleno de basuras se rebosó y todos los residuos están al borde de la carretera que va a El Valle; no hay suficiente policía, le indigna que el gobierno nacional no sea capaz de pavimentar los 8 kilómetros que faltan en la vía que va a este municipio. Y le preocupa que el 40 por ciento de la madera que salió de esta zona en 2015 fue de manera ilegal.Un lugareño se anima a mostrar la labor. Camina por la selva y se encuentra un árbol de choibá que tiene marcado. En la base abre un triángulo y explica que ahí se puede ver que el corazón del choibá está muy pequeño, así que es mejor esperar a que crezca. El corazón es lo único que sirve de esta especie, el resto termina en algún fogón. Hay que tener mucha experiencia para cortarlo.Después de 40 minutos de camino llega a su territorio, unos 50 metros cuadrados de árboles en el suelo, hay un pilón repleto de agua cristalina donde bebe. Cada vez tiene que ir más lejos por el agua porque la tala la va metiendo en lo espeso de la selva.