En estos tiempos, cuando las verdades a medias campean, algunas historias merecen ser contadas en toda su extensión. Esas pequeñas historias ilustran tanto como las estadísticas e indicadores sobre el manejo del Estado. Esta semana se cumplen tres años del fatídico 16 de noviembre de 2020, fecha de la destrucción de la isla de Providencia, causada por el huracán Iota.

En el gobierno de Iván Duque fueron determinantes dos de las tragedias más relevantes de los últimos tiempos y me correspondió ser testigo y protagonista en ambas situaciones. El covid-19 fue la mayor amenaza de salud pública de nuestra historia y la afectación de Providencia por Iota fue diferente, de menor extensión por número de afectados, pero impactó un territorio y una población demasiado sensibles para nuestra nacionalidad.

Nunca olvidaré la sensación de absoluta perplejidad cuando todos los miembros del gobierno nos bajamos del avión presidencial y encontramos esa estela de desolación. Prácticamente, todas las casas estaban destruidas, no había luz ni agua, porque toda la infraestructura de servicios yacía en el suelo o estaba destruida. El puente que unía Providencia y Santa Catalina había desaparecido y los botes habían sido arrastrados a la playa o hundidos. La afectación del bosque seco tropical era absoluta e imperaba un profundo silencio, no había una sola ave en todo el ecosistema.

Fue providencial que solamente tres personas hubiesen fallecido. El instinto natural de los isleños los llevó a encerrarse la noche entera en los baños de sus casas que, en la arquitectura isleña, suelen ubicarse en el centro de la vivienda. Así se salvaron cientos de vidas. Sí hubo lesionados y el choque psicológico sobre la población fue evidente.

El hospital de la isla quedó completamente inservible. Tuvimos que adaptarlo en una casa en regulares condiciones y, posteriormente, ubicar un hospital de campaña en el patinódromo de Providencia. El apoyo de las Fuerzas Armadas, la Defensa Civil y la Cruz Roja fueron inestimables. Se puede decir —sin ambages— que nunca durante la fase aguda de la tragedia, ni durante la posterior reconstrucción de la isla, se suspendió jamás el servicio de salud.

Hoy me corresponde hacer dos correcciones para la historia.

La primera tiene que ver con la aseveración de que el hospital era lo primero que se debió haber construido. Ningún isleño hubiese aceptado que lo primero a reconstruir no fuesen sus propias viviendas y la infraestructura de servicios. Sin casa, energía, agua, manejo de excretas y comida no habría la menor posibilidad de que la población estuviese saludable. Así dicen los manuales de manejo de emergencias.

Con orgullo, puedo compartir que la población isleña percibió la atención en el hospital provisional como mejor que la recibida antes del huracán. Incluso, priorizamos la población en la vacunación contra el covid y se desplegaron intervenciones de salud masivas para prevenir enfermedades —incluyendo la campaña continuada contra las infecciones de transmisión sexual—, imprescindible ante la alta circulación de personal foráneo que llegó a la isla para su reconstrucción.

La segunda corrección, justa y necesaria, es la notoria omisión del comunicado de la Presidencia de la República cuando asevera: “Gracias a un trabajo coordinado entre la administración del departamento archipiélago de San Andrés (sic) y el gobierno del cambio ya entró en servicio el nuevo Hospital de Providencia”.

Vale la pena aclarar y destacar que la reconstrucción del nuevo Hospital de Providencia fue liderada, diseñada y ejecutada por el sector privado, con el apoyo decidido de la Gobernación, la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), el Ministerio de Salud y la unidad de reconstrucción de Providencia y Santa Catalina que, durante el gobierno anterior, tuvo el inmenso liderazgo de Susana Correa.

Los colombianos e isleños deben tener claro que la construcción y dotación del hospital costó 14 mil millones de pesos, de los cuales las fundaciones Argos y Coca Cola contribuyeron con más de 5.500 millones. También existieron donaciones de los gobiernos de Corea del Sur y China, por valor de 2.700 millones; más 1.000 millones del Banco Centroamericano de Cooperación y 1.855 millones del gobierno nacional a través de la UNGRD. Desde el Ministerio de Salud también asignamos una partida de 2.100 millones para la dotación y compra de equipos.

Se tomó la decisión de que el sector privado diseñara y ejecutara por completo la obra, precisamente por la desafortunada y pobre historia previa de ejecución pública de obras de construcción hospitalaria. Con Providencia no podíamos fallar y todo el proceso de demolición y construcción del hospital de la isla tomó 21 meses. Teníamos el ejemplo previo del hospital de Gramalote que, justo en 2021, se había dado al servicio, después de cinco años de obras y grandes retrasos frente a otra tragedia nacional, en un municipio ubicado a hora y media de Cúcuta.

Si las cosas continúan por buen camino, en diciembre de este año se debería entregar la última obra importante que queda en Providencia: el aeropuerto. Hoy, el futuro de la isla es otro, toda la infraestructura institucional y de servicios fue construida, así como fueron restituidas escuelas y el puerto. El puente de los enamorados —que une las dos islas— es completamente nuevo y tiene las mejores especificaciones. En contraste, las reconstrucciones de Gramalote —después de 13 años— y de Mocoa —transcurridos seis años— aún no terminan.

Por supuesto, existieron fallas y retrasos. No todos quedarán felices, pero la reconstrucción del hospital de Providencia y Santa Catalina es una de esas historias que vale la pena contar, dejando de lado las narrativas sesgadas. Los colombianos podrán evidenciarlas visitando un lugar realmente hermoso, que hoy tiene una nueva oportunidad.