Creíamos que lo habíamos visto todo en esta verdadera guerra sucia que ha mantenido el gobierno contra quienes nos hemos opuesto a la desatinada e ineficaz reforma a la salud. Llevamos tres años completos de absoluto desgobierno de la salud; uso mal intencionado y tardío del espejo retrovisor para justificar sus yerros; falsas denuncias; ataques arteros contra las instituciones del sector salud; perfilación de las cabezas visibles de especialistas y dirigentes sectoriales; calumnias obligadas a retractación; hasta ataques sistemáticos y desinformación estratégica desde los activistas y las bodegas digitales.
Sin embargo, las semanas pasadas el foco se dirigió a los principales dolientes del sistema: los pacientes y sus organizaciones. La locura es de tal dimensión y tan absurda, que genera columnas de humo frente a las denuncias internacionales que han golpeado a la propia familia presidencial. Pero, en Colombia, las difamaciones y los ataques desde el alto gobierno son profundamente peligrosos porque las amenazas contra la integridad de quienes osan oponerse —en absoluta defensa propia y de su salud— a las iniciativas del gobierno pueden tener consecuencias lamentables e imprevisibles.
Un gobierno más que radicalizado y arrinconado por un Congreso de la República que ya no es sensible a la manipulación; unas altas cortes que han sabido mantener la neutralidad y unos órganos de control que no les ha temblado la mano para denunciar el desastre financiero y humanitario de la crisis inducida al sistema de salud son escenarios muy complejos para un gobierno extremo y violento con la palabra. Parece haber desgastado y descontado la táctica de la desinformación desde el Ministerio de Salud y los analistas contratados no les funcionaron. Lo único que les quedó fue el linchamiento moral de quienes no están de acuerdo.
Pero la situación no genera ningún regocijo. En otros tiempos, lo anterior podría ser insumo para quienes quisieran ver con alegría derrumbarse la reforma y los intentos de destrucción del sistema de salud desde una vía administrativa. Diariamente vemos cientos de mensajes y videos por redes sociales de los pacientes que no logran sus servicios ni la dispensación de sus fórmulas. Vemos los servicios de urgencias cerrándose, el inusitado crecimiento de las tutelas y quejas reflejan la tremenda crisis humanitaria que se ha generado desde las acciones y omisiones del gobierno, empezando por el propio ministro de Salud.
Da grima ver al ministerio tratando de lavar su ya enlodada imagen —a través de las redes sociales— mientras el ‘rey gobierno’ y sus áulicos revictimizan a los pacientes. Saben que es la fuerza moral y la fuente de la legitimidad del sistema de salud. Les negaron la voz durante todo el trámite de la reforma, pero ahora —a la luz de los hechos— esa voz está muy empoderada y seguramente les genera mucho temor. También una profunda rabia viendo cómo pasa el tiempo y su propuesta de reforma se derrumba como castillo de naipes ante el ineludible temporizador que marca el final del gobierno.
Los pacientes de Colombia y sus respectivas organizaciones merecen un lugar especial en la historia cuando se evalúe en el futuro el legado de este gobierno. Un mal gobierno que pensó que, con el ariete de la reforma a la salud, iba a derrumbar la muralla de la institucionalidad para posibilitar sus demás transformaciones. No obstante, el sector salud ha sido mayoritariamente solidario, con una inmensa capacidad de oponerse, y construyó un muro de contención con el cual el gobierno se ha estrellado —una y otra vez— dejando desnuda su propia falsedad ideológica.
En los próximos nueve meses, otras organizaciones del sector, como las clínicas y los hospitales, tienen una ineludible responsabilidad con los pacientes de Colombia que han hecho en este tiempo el mayor sacrificio. La generosidad y la obligación de mantener servicios no es solamente un asunto de su supervivencia, incluye también la vida de millones de colombianos que ven cómo su salud se agrava en la desidia de un gobierno furioso, derrotado y mal perdedor.