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"Es muy probable que la lucha entre el cine y el video, internet y la literatura, el teatro o la televisión, sean batallas ficticias en las que no deberíamos enredarnos": Sandro Romero Rey.

Cine y nuevos medios

¿Qué entendemos por cine cuando hablamos de cine?

En medio de la arremetida de Spielberg contra Netflix y el anuncio de que 'Cien años de soledad' será serie televisiva, el crítico y escritor Sandro Romero piensa que es probable que las luchas "entre el cine y el video, internet y la literatura, el teatro o la televisión, sean batallas ficticias en las que no deberíamos enredarnos".

Sandro Romero Rey
27 de marzo de 2019

La batalla comenzó en el Festival de Cannes de 2017, cuando sus organizadores consideraron que solo podrían participar en el evento las películas que se exhibieran primero en las salas oscuras. Netflix, la cadena de streaming de contenido multimedia que ha sacudido las formas del entretenimiento, contraatacó combinando todas las formas de lucha. El gran triunfo vino con la distribución de Roma, el caballo de Troya de Alfonso Cuarón que logró ganar en Venecia, los Globos de Oro y los premios Óscar de este año, con una obra distribuida por el ciberespacio, pero que se inventó una existencia plural, por algunos días, en las salas de cine.

Hoy, algunos puristas, como Steven Spielberg, consideran que las diferencias entre el cine y el resto de soportes deben mantenerse y las producciones concebidas para la red deben premiarse en los Emmy, mientras que la vieja tradición de los Óscar tiene la obligación de conservar el estímulo al gran espectáculo de la proyección. Vale la pena recordar que otros cultores de la preservación del cine son menos pragmáticos. Ejemplos como los de Martin Scorsese o Woody Allen se han adaptado a la evolución de los formatos. Pero, ¿estamos hablando de lo mismo?

Desde el momento en que el celuloide dejó de ser el soporte para la distribución del cine, es muy probable que sea inexacto hablar de “películas”. La revolución digital ha cambiado, de manera definitiva, no solo la manera como se distribuyen los productos audiovisuales, sino la forma como se realizan. Los jóvenes que trabajan en estos asuntos han entendido sin problemas el asunto y desde hace años ya no hablan de “filmaciones” sino de “grabaciones”. Sin embargo, para el común de los mortales, estas sutilezas del lenguaje le tienen sin cuidado. A la gran mayoría de espectadores lo que les interesa es que les cuenten historias y ya está. Necesitan alejarse del mundo cada vez más y, así opten por documentales que los devuelvan a cachetadas en los desastres de la especie humana, el asunto central es distraerse al máximo de las obligaciones arbitrarias que nos exige el paso del tiempo. “¿Es película o es documental?”, nos preguntan, con relativa frecuencia, los que crecieron pensando que “el cine” era un asunto de la ficción, opuesto a un formato que se confundía con los noticieros. Es pertinente tratar de explicar que ya ni las ficciones ni los documentales son “películas” en sentido estricto, sino monstruos en proceso de gestación que invaden el imaginario con nuevos disfraces. La tecnología es otra pero el propósito sigue siendo el mismo: contar historias y producir emociones.

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El escritor colombiano Gabriel García Márquez lo dijo en su momento: “Para mí, la música, el cine, la literatura, la telenovela son géneros distintos que en mi caso tienen una misma finalidad y es llegarle a la gente”. Y lo dijo a propósito del encanto masivo de las telenovelas, que existían muchos años antes de que se “inventaran” las series que sacuden al mundo. Por lo demás, Netflix y el espectro de García Márquez han acaparado los titulares del mundo, ante la noticia de la adaptación de Cien años de soledad a una gran saga que será emitida, al parecer, en 2020. La noticia la dio Rodrigo García Barcha, hijo del novelista y realizador audiovisual. Sus argumentos para “traicionar” la decisión radical de su padre de no vender los derechos de su obra maestra a ningún productor se centraron en un argumento que, si nos atenemos a las diversas entrevistas que dio el escritor en vida, no es tan claro. Según Rodrigo García, la novela no se había adaptado al cine “por su extensión”. Pero ahora, con los nuevos formatos y con la posibilidad de llegar a millones de personas, según él el proyecto sí podría realizarse.

En primer lugar, el formato ha existido mucho antes de Netflix. Berlin Alexanderplatz, la novela de Alfred Döblin adaptada al cine en una versión de 15 horas por Rainer Werner Fassbinder, se emitió en Alemania por la televisión, en una época en que García Márquez estaba vivito y coleando. El argumento central del escritor costeño era otro y lo sintetiza en esta cita que no voy a sintetizar: “Los lectores de Cien años de soledad y de todos mis libros, en general, a mí me dicen: mira, a mí me gustó tu libro porque Úrsula Iguarán se parece mucho a mi abuelita, porque Amaranta era igualita a una tía que yo tenía, porque el coronel Aureliano Buendía era igualito al papá de un amigo. Tú sientes que lo están viviendo. En cine no se puede. En cine tú tienes la cara de Anthony Quinn, tienes la cara de Sophia Loren, tienes la cara de Robert Redford. Esto es inevitable. Y es muy difícil que un abuelito de nosotros se parezca a Robert Redford. Entonces, yo he preferido dejarle a los lectores: literatura es literatura y cine es cine. La oferta que yo hago es ésta: mis libros son novelas y quedan como novelas. Déjenme escribir películas y déjenme escribir para televisión y tenerlo como cosas totalmente independientes. En la novela (que es otra de las ventajas de la novela) deja un margen de creación al lector que no lo deja el cine. La imagen es demasiado impositiva. La imagen es de una definición total. En la imagen uno sabe cómo es la cara del personaje. En literatura, por mucho que se describa, el lector tiene la posibilidad de llenar un margen que queda”.

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Así que las razones son otras. Por un lado, por supuesto, el fondo del asunto es económico: Cien años de soledad filmada (o grabada) es un botín. Por otro lado, es un botín, porque el público cada vez lee menos y cada vez más es adicto a las historias proyectadas de largo, de larguísimo aliento. Las ocho temporadas, los 67 capítulos de Game Of Thrones producidos por HBO, desbancan sin objeciones la posible competencia con el libro que le sirvió de base. La adicción a las series es similar a la de los lectores del siglo XIX y su obsesión por la literatura de folletín. Pero esta idea no compite con la sospecha de considerar que Netflix “desbanque” al cine, como sucedió cuando se pensó que el cine acabaría con el teatro o, en su momento, que la fotografía iba a borrar la pintura. Todas las formas expresivas están destinadas, por fortuna, a reinventarse y, al mismo tiempo, a convivir.

Pero es evidente que los tiempos están cambiando a una velocidad inversamente proporcional al reposo poético que el nuevo cinéma d’auteur está reclamando. El abanico del audiovisual es cada vez más amplio y esto ha fortalecido las cinematografías universales, pero también tiende a saturarlas. Hace treinta años, para no ir más lejos, se consideraba un triunfo hacer un largometraje en Colombia. Hoy, las cifran indican que, en el país, se hacen más de cincuenta largometrajes y no todos pueden estrenarse. El triunfo, es preciso reconocerlo, no solo se debe a la cualificación de los cineastas del nuevo milenio, sino a que hoy es mucho más fácil hacer una película que en los accidentados tiempos de Focine.

Hoy, se graban historias con las cámaras de los celulares y se ganan premios internacionales. En 1977, cuando Andrés Caicedo se suicidó, solo existía en Colombia el Festival de Cine de Cartagena. El sueño de todo cinéfilo local era poder ir a “la ciudad heroica”. Hoy, los cineclubes han sido remplazados por los festivales que se reproducen sin cesar. En una página de internet se puede consultar la información de la ANAFE (Asociación Nacional de Festivales, Muestras y Eventos Cinematográficos y Audiovisuales en Colombia) que, según sus registros, congrega 34 eventos mal contados (según el FDC, la cifra supera los 45 festivales). Eso que se llama genéricamente “cine” son realizaciones de todo tipo: documentales institucionales, experiencias de video arte, largometrajes producidos por la televisión, series en la red, cortometrajes académicos, “film minutos” que ni son films ni duran un minuto.

Esta sobredosis audiovisual se complementa al pánico registrado por Wim Wenders en su película (o en su documental Tokyo-Ga) donde Werner Herzog le confesaba que ya no hay nada nuevo que filmar. El film de Wenders fue estrenado en 1985 y Herzog, sin embargo, ha realizado después más de treinta experiencias audiovisuales, sin contar sus producciones para la ópera y el teatro. Es muy probable que, desde hace mucho tiempo, se esté contando el mismo tipo de historias, pero transformando los soportes, de tal suerte que el espectador “viva” de manipulaciones cada vez más adictivas, como lo reconocen los apasionados de las series que prefieren no salir de casa y encerrarse fines de semanas enteros a devorar horas y horas de historias por la vía del internet.

No sabemos aún si la ciencia se ha puesto al servicio de las necesidades de los consumidores o si el progresivo crecimiento de la oferta audiovisual es la que ha creado un nuevo tipo de espectador. Y ese nuevo espectador no se nutre de la calidad. Cuando el director de fotografía Néstor Almendros ganó el Óscar en 1978 por Days Of Heaven, se lamentaba por la reducción de la sofisticación de la imagen a causa del video casero. Sus temores se siguen manteniendo intactos, si nos atenemos a las “proyecciones” a través de tabletas, teléfonos celulares, pantallas en buses o aviones y demás soportes de calidad limitada. Sin embargo, ¿debemos quejarnos porque “el cine” en su estado más puro, en su orgullosa dimensión de oficio de tinieblas tiende a transformarse? Para nada. Jean-Luc Godard, en el otoño de su vida, se adapta a las nuevas tecnologías y se regodea con ellas como un joven estudiante del cine. Quentin Tarantino ha continuado editando en viejas moviolas y utilizando el formato de 35 mm, como una terca manera de mantener con vida los viejos soportes. El editor colombo-francés Etienne Boussac, quien trabajó con Tarantino en Inglorious Basterds, así lo confirma: “En 2008, cuando se montó esta película, ya casi nadie rodaba en 35. La digitalización del cine había comenzado a finales de los ochenta. Era carísimo y el proceso lo adelantaban ingenieros profesionales. No editores. Sin embargo, cuando trabajé en El ogro de Schlondorff, en 1995, el proceso fue primero en 35 mm y después se hizo una versión en computador, en Avid. Ya todo comenzaba a cambiar”. En Colombia, para no ir más lejos, los realizadores Cristina Gallego y Ciro Guerra también realizaron El abrazo de la serpiente y Pájaros de verano en soporte “cinematográfico” con propósitos de calidad similares a los de aquellos que insisten en mantener la llama del cine con vida.

Este tipo de particularidades, sin embargo, no afecta a los espectadores que multiplican el flujo de las estadísticas. Lo importante es la efectividad del relato y ya está. Curioso recordar que D. W. Griffith, uno de los padres de la gran industria del cine norteamericano (vapuleado por Spike Lee en su película BlacKkKlansman) procuraba adivinar en un artículo titulado “El cine dentro de cien años” (Collier’s, 1924), lo que hoy es el agitado presente: “Dentro de cien años tendremos novelistas que le dedicarán todas sus energías a la creación de argumentos originales para el cinematógrafo. Por esto quiero decir que los novelistas dedicados exclusivamente al cine crearán personajes, situaciones y dramas en función de imágenes. Habrá artistas de cine de todas las clases. Los resultados serán más naturales, más dignos y más sinceros porque tendremos más personas especializadas en cada una de las ramas del cine, todos unidos con un mismo fin: crear una película”.

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García Márquez no alcanzó a llegar a 2024 para ser testigo de los vaticinios de Griffith. Pero si no logró llegar al cine cien años después, sí pudo opinar sobre lo que sería Cien años de soledad en el cine. Y así se anticipaba en 1982: “Con todo, mi reticencia de que se haga en cine Cien años de soledad, y en general cualquiera de mis libros publicados, no se funda en la extravagancia de los productores. Se debe a mi deseo de que la comunicación con mis lectores sea directa, mediante las letras que yo escribo para ellos, de modo que ellos se imaginen a los personajes como quieran, y no con la cara prestada de un actor en la pantalla. Anthony Quinn, con todo y su millón de dólares, no será nunca para mí ni para mis lectores el coronel Aureliano Buendía. El único que podría hacer ese papel, sin pagar ni un centavo, es el jurista colombiano y gran amigo mío Mario Latorre Rueda. Por lo demás, he visto muchas películas hechas sobre novelas malas, pero nunca he visto una buena película hecha sobre una buena novela”.

Aún así, como tantas boutades dichas por el Nobel colombiano, parece que el futuro no le dará la razón al autor de una novela que compartirá sus triunfos literarios con los homenajes que, por las buenas o por las malas, le rendirá “la pantalla diabólica”. Tres años después, en 1985, el realizador japonés Terayama Shuji, había estrenado en Cannes la película Saraba Hakobune, basada en Cien años de soledad. García Márquez figura en los créditos, tal como se puede consultar en IMDB, la biblia del cinéfilo. Es muy probable que la lucha entre el cine y el video, internet y la literatura, el teatro o la televisión, sean batallas ficticias en las que no deberíamos enredarnos. De repente, todavía estamos en el proceso de gestación de un nuevo soporte narrativo y hoy el mundo sea tan reciente que muchas cosas carezcan de nombre y aún haya “que señalarlas con el dedo”.

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