De ideas socialistas, carácter fuerte y vida libertina, Aurore recurrió a un nombre de hombre para poder ser publicada. | Foto: Sands Amberg

CULTURA

George Sand, la mujer que firmó como hombre para publicar sus libros

Amandine “Aurore” Lucile Dupin debió convertirse en George Sand para escribir en la Francia del siglo XIX. ¿Qué tanto ha cambiado esta realidad en el ámbito literario de hoy?

21 de diciembre de 2018

Hemos contado historias desde siempre, estoy segura. Desde aquellas manos femeninas que muchos críticos literarios creen artífices de pasajes bíblicos, pasando por sor Juana Inés, Jane, Virginia, Gabriela, y hasta Clarice, Doris y Zadie. Pareciera que son más los hombres que se atreven a escribir, quizá porque las mujeres que fantasearon con hacerlo no tuvieron acceso a la misma educación; quizá porque nunca pudieron a fuerza de tener las manos llenas con eso que muchos siguen llamando “no hacer nada” y que afortunadamente otros ya comprenden como labores compartidas, o a lo mejor porque en efecto escribieron pero nadie las publicó.

Después de este tamizaje violento solo se salvan mujeres tan valientes y contestatarias como Amandine ‘Aurore’ Lucile Dupin, una baronesa con los pantalones bien puestos (valga la expresión machista) que decide escribir en la Francia de mediados de 1800, primero a cuatro manos con uno de sus amantes para meterse en la colada, y después bajo el seudónimo masculino de George Sand para poder tener voz propia.

De ideas socialistas, carácter fuerte, vida libertina y numerosas relaciones amorosas, Aurore escribió un centenar de títulos a altas horas de la noche después de cumplir con sus obligaciones de ama de casa y, aun así, tuvo que usar un nombre de hombre para ser publicada. Es irónico que sea famosa, no por la vastísima obra literaria que escribió, sino por vestirse como un macho para poder entrar al círculo bohemio parisiense de la época. Tanta rabia y mezquindad generaba en tipos de la talla de Baudelaire (quien la llamó letrina), que hasta hoy se rumora que era una lesbiana frígida y resentida, tres palabras que he oído en reuniones recientes para referirse a alguna escritora porque muchos siguen pensando que para escribir hay que ser “macha”.

Intuyo que Aurore no se vestía ni firmaba como hombre porque fuera un marimacho, sino para sentar un precedente y timar a ese sistema heteropatriarcal siendo la más mujer de las mujeres por dentro. La autora misma, de quien se menciona repetidamente en internet que fue la novia de Merimée, de Musset y Chopin, entre otros hombres importantes, sabía que iba a ser malinterpretada: “El mundo me conocerá y entenderá algún día; y si eso no sucede, no importará demasiado, porque habré abierto el camino para otras mujeres”.

El literario es un camino abierto así: a punta de machete y a la brava. Las que lo abrieron agravaron su voz para que hoy nuestras voces puedan ser escuchadas sin fingir el tono. Y es curioso, porque la dosis de cotidianidad con la que una mujer impregna sus relatos es un bálsamo necesario para el mundo literario masculino pero nosotras seguimos tratando de justificar que merecemos ser publicadas y leídas.

Hace dos siglos Aurore se disfrazaba de hombre para sostener conversaciones existenciales en un bar pasada la medianoche y codearse con las figuras literarias masculinas del momento. Hoy, las mujeres de letras seguimos disfrazándonos para tratar de adueñarnos de un mundo que nos pertenece desde siempre, pues la tradición de contar historias es y será siempre fruto femenino mientras haya madres que tengan que arrullar a sus hijos con cuentos. Nos disfrazamos sin siquiera percatarnos. Unas de cerebrales, de insensibles, otras de no mamás, de no mujeres. Hay disfraces variados y de todas las tallas (el mío fue el de femme fatale).

Ser mujer en el ámbito literario todavía es como ganarse un premio de consolación. Y lo es por cierto tipo de discriminación positiva en la que participamos porque aceptamos que haya una sección de la librería que diga literatura femenina (como si eso fuera un género literario en sí mismo) o que nos sienten a hablar entre nosotras en una feria porque no pueden entender que, a pesar de ser mujeres, escribimos de manera tan diversa y particular como cada hombre.

Lo dijo Aurore: “La mujer no existe. Solo hay mujeres cuyos tipos varían al infinito”. Esta que escribe estas líneas quisiera con todas las fuerzas de su corazón, ese del que a veces se avergüenza cuando está en un burdel con un puñado de escritores, que el mundo entero entendiera de una vez por todas que no escribimos con los ovarios, pero tampoco podemos quitárnoslos para hacerlo. “