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PEQUEÑOS MONUMENTOS

Las esculturas de Ronny Vayda: obras en hierro y vidrio con el espíritu de una arquitectura sin función

11 de octubre de 1982

Si se examina con el detenimiento requerido la historia de las artes visuales en Colombia, es imposible dejar de registrar la enorme diferencia que separa los desarrollos de la pintura y la escultura.
Mientras la primera ha sido una actividad prácticamente ininterrumpida y que ha gozado en diferentes épocas de gran animación, sólo recientemente la segunda ha logrado una atención, una reputación y un entusiasmo comparables con los que genera la pintura.
A mediados del presente siglo, sin embargo, el estatus de la pintura y la escultura comienza a nivelarse, gracias a los logros de Negret y Ramírez Villamizar, quienes con trabajos de acento geométrico y constructivista, no sólo introducen en Colombia una problemática tridimensional contemporánea. Posteriormente Feliza Bursztyn, la orienta por rutas conceptuales. Pero sólo a partir de la década pasada el panorama de la escultura colombiana alcanza, si no es que sobrepasa,el interés del público por la pintura.
No es extraño, por otra parte, que haya sido en Medellín en donde la escultura haya tomado más fuerza últimamente, no sólo por el impulso que representa su Bienal, sino también porque es la única ciudad donde se cumple con rigor estimulante (aunque modificado positivamente por acuerdo del concejo) el decreto 0898 de 1955, según el cual toda construcción de carácter oficial (y en Medellín inclusive toda construcción particular que pase de un determinado monto), debe instalar una obra de arte público (o donarla a algún museo), por un costo que equivale al 0.5% de su inversión total. Dicho rigor ha permitido que sea ésta la única ciudad en el país que de verdad puede enorgullecerse de contar con un buen número de obras de arte urbano (aunque no todas importantes), y que sea allí donde la escultura haya adquirido vocabularios de vigencia y particularidad indiscutibles como el que se concreta en el trabajo denso, exacto y simultáneamente sugerente que ha mostrado en los últimos años Ronny Vayda.
Los objetivos creativos de este artista pudieron inicialmente vislumbrarse en el XXV Salón Nacional de Artes Visuales (1975) por medio de dibujos que a pesar de hacer una alusión geométrica guardaban vestigios de la realidad, con los cuales se abrió paso a unos collages de metas similares pero cuya planimetría era por supuesto relativa, puesto que involucraban la yuxtaposición. Vayda, sin embargo, se dedica prontamente a incrementar esa incipiente tercera dimensión presentando al cabo de un par de años sus primeras esculturas, realizadas con láminas de hierro de uniones escondidas y dobladas de manera que su borde, como línea, conformara un dibujo continuado y de simétrica simplicidad.
A finales de la década ya había Vayda compactado su escultura trasladando al hierro sus ideas e infundiéndole ese espíritu como de arquitectura sin función (puertas que dividen a cambio de comunicar, escaleras bocabajo que no llevan a ninguna parte), que ha llegado a convertirse en su acento peculiar. El peso de las obras se hace entonces una consideración imprescindible, las sombras empiezan a contar en su meditación sobre las formas, y el óxido se extiende sobre pulidas superficies aportándoles a las piezas la sensualidad de su textura y un color siempre variable y que revela la inexorabilidad del tiempo sugiriendo los cambios y procesos propios de la vida.
Más adelante Vayda une o contrapone el vidrio con el hierro clarificando una intención centrípeta en su obra por medio de esa abierta invitación a la penetración visual que crean sus trasparencias. La mezcla de estos elementos, además de enfatizar el centro de las piezas y de conferirle a cada uno comportamientos diferentes de los que proyectarían aisladamente, de principio a un juego de contrarios (traslucidez y hermetismo, fragilidad y dureza, lleno y vacío, interioridad y exterioridad, opacidad y reflejos) que también incita a paralelos con aspectos del mundo y la existencia y que hace perentoria e inevitable una comprobación táctil.
El compromiso de su obra, sin embargo, sólo es consigo misma puesto que sus pronunciamientos y propuestas son totales y coherentes con su cohesión monocromática. Y aunque el tamaño de sus obras sea por regla general pequeño (sólo en ciertas muestras como el Salón Atenas ha incluido trabajos de una escala que podría calificarse de exterior), no hay en ellas ninguna indicación de preciosismo sino, al contrario, de monumentalidad.
El futuro de la escultura en el país es, desde luego, impredecible, pero parece asegurado gracias a trabajos tan conscientes, reflexivos y bien ejecutados como los de Ronny Vayda. De todas formas es un hecho indiscutible que por primera vez en nuestra historia la escultura ha conquistado un lugar de resonancia en nuestra escena artística, porque también por primera vez en nuestra historia existe un grupo de artistas decididos que con la contemporaneidad de sus lenguajes y la vitalidad de sus trabajos ha logrado confrontar el espacio y la tridimensionalidad creativamente.
Eduardo Serrano