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Jorge Guerra interpreta a Roberto, un joven que deja un Perú convulsionado en 1991 para vivir en Canadá con su padre. En ese frío país le cuesta integrarse.

CINE

'La bronca', o dos formas contrastantes de afrontar el exilio

Un adolescente peruano se va a vivir con su padre en Montreal, en este drama inspirado en un episodio biográfico de uno de los directores. Calificación: 3 estrellas (Buena).

14 de marzo de 2020

País: Perú

Año: 2019

Directores: Daniel y Diego Vega

Guion: Daniel y Diego Vega

Actores: Jorge Guerra, Rodrigo Palacios, Isabelle Guérard

Duración: 103 min

En la primera escena, que da una pista sobre lo que vendrá, un muchacho en una calle cubierta de nieve lucha contra una señal de pare, haciéndola tambalear, como si fuera una muela floja, hasta despegarla del piso.

Hay algo simbólico en esto, en el esfuerzo del muchacho, en el contenido de la señal (¡PARE!) y en la eventual victoria sobre esa exhortación. Es una acción que no muestra ningún interés por el sentido de ese pare, por los autos o peatones que lo necesitan, por la circulación en esa calle, solo un deseo intenso de arrancarla.

Ese termina siendo uno de los polos de La bronca: la negociación de este personaje con unos límites impuestos desde afuera.

Es también una historia de exilio. A medida que avanza, empezamos a entender el contexto de Roberto (Jorge Guerra), el chico que arrancó la señal. Estamos en 1991 y acaba de llegar a Montreal de Perú, intentando alejarse de la violenta crisis por la que pasa su país. Vive con su padre, Bob Montoya (Rodrigo Palacios), su esposa canadiense (Isabelle Guérard) y su pequeña hija (Luna Maceda), y con Toño (Rodrigo Sánchez), un amigo de su padre.

Perú atravesaba entonces una época de atentados terroristas y masacres paramilitares, y la placidez nevada del Canadá francohablante parecería ofrecer un antídoto perfecto a ese entorno. Pero no es así. Otro hilo temático en La bronca es que esa violencia no es solo una cuestión exterior, sino que la gente la interioriza y la lleva consigo.

La película hace un retrato incisivo de las relaciones masculinas, particularmente, las que se tejen entre este adolescente desubicado y su padre narcisista y echado para adelante que tiene una especie de obsesión con “la actitud” de la gente, como si el éxito o el fracaso se pudieran localizar invariablemente allí.

“Qué tipo para ser complicado”, le dice Bob a Toño sobre el hijo que ahora convive con él. “Es espeso… difícil de tratar… Yo no era así cuando era chico”.

Una cosa que La bronca captura de forma iluminadora es el extrañamiento particular, atemperado por el cariño, que hay entre este padre y este hijo, que luego sirve para contrastar dos formas de afrontar el exilio. El del joven deprimido que no logra integrarse a su nuevo entorno y que anda por ahí oyendo punk limeño en su carro; y el del padre que se ve a sí mismo como un businessman capaz de controlar su actitud y, por lo tanto, su destino.

La relación entre los dos sigue el encarte de imponerle límites a un hijo casi adulto que no sabe lo que quiere, y de las dificultades que conlleva vivir en un contexto extraño en el que no son tan claras las consecuencias de las acciones individuales (“Esto no es Perú”, le advierte un par de veces el padre al hijo).

Aunque el centro de la película es el joven –está basada en un episodio autobiográfico de uno de los dos directores–, el personaje más resonante termina siendo el del padre: con su mezcla de confianza en sí mismo e ineptitud, ofrece una imagen vívida y trágica del exiliado, quien, despreciando su país de origen, tampoco termina de cuadrar con su nuevo entorno.

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