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Hiromi Kawakami se ha convertido en una de las escritoras japonesas más leídas de la actualidad.

LIBROS

Almacén de cachivaches

La extraordinaria narradora japonesa Hiromi Kawakami vuelve a sorprender con una historia de la soledad contemporánea en una extravagante tienda de objetos usados.

Luis Fernando Afanador
17 de agosto de 2013

Hiromi Kawakami

Acantilado, 2013

239 páginas

La señorita Hitomi entra a trabajar en una tienda de objetos de segunda en Tokio: “Esto no es un anticuario, sino una tienda de segunda mano”, le advirtió el señor Nakano el día de la entrevista. Allí también trabaja Takeo, un joven taciturno e inseguro con quien ella inicia una extraña relación y, ocasionalmente, Masayo, la hermana de Nakano que hace exposiciones, con muñecas y cuya vida amorosa lo preocupa aunque él sea un irredimible mujeriego.

Una trama sencilla: la narración gira alrededor de la cotidianidad de la tienda. Unos pocos personajes: ellos forman una pequeña familia. Y una atmósfera sugestiva: los objetos usados parecen tener algo misterioso.

Con estos pocos elementos, Hiromi Kawakami, la gran revelación de las letras  japonesas, escribe una novela sobresaliente y nos recuerda que la buena literatura no necesita tramas sofisticadas ni grandes temas: basta ahondar en la vida de unos sencillos personajes y su entorno, con una mirada atenta y honesta.

Hitomi, la narradora en primera persona, parece fascinada con ese microcosmos al que ha entrado a formar parte. Las cosas parecen claras pero en realidad nada lo es y las personas que la rodean le resultan en extremo contradictorias. La prendería Nakano compra objetos de personas muertas o que están a punto de trastearse. La urgencia de los deudos, en el primer caso, o la inminencia del trasteo, en el segundo, obliga a la gente a vender barato.

El señor Nakano lo sabe y saca ventaja de eso. Es un vil comerciante. Además, tacaño. Les regatea hasta el último centavo del sueldo. Pero a veces tiene raptos de generosidad y es capaz de obsesionarse con algunos de los objetos que vende. Por ejemplo, una insignificante botella de ginebra: “Era la famosa botella que el señor Nakano quería obtener a toda costa”. 

Cada objeto de la tienda –el cuenco, el sobre cuadrado número dos– el abrecartas o el pisapapeles contiene su propia historia y desencadena asociaciones: “Maruyama es como un pisapapeles –me había dicho Masayo-. ¿No te parece, Hitomi? Cuando un hombre está encima de ti, ¿no te sientes como un papel atrapado bajo el pisapapeles?”. Cada capítulo de la novela lleva el nombre de un objeto, los objetos aquí son los que regulan y marcan el ritmo y el orden de la existencia.

¿El señor Nakano desprecia o ama a las mujeres? No puede vivir sin ellas y a la vez las califica con palabras duras. Busca el placer a toda costa pero se desconcierta ante un escrito erótico de su amante, Sakiko: “No te apartes de la línea central. Desde la frente, el puente de la nariz, los labios, el mentón, el cuello, los pechos, el estómago, el ombligo y el clítoris hasta la vagina y el ano. Quiero que tu dedo me repase silenciosamente. Despacio, una y otra vez, sin pausa, moviéndose sin parar”.

La doble moral impera en la sociedad japonesa, se trata de conservar las formas, de no decir las cosas directamente, intuye Hitomi, quien a pesar de las evidencias, espera inútilmente que el señor Nakano le revele una sabiduría de la vida obtenida a través de su larga experiencia sexual.

Masayo no es menos desconcertante para Hitomi. Luego de empezar con una relación mercenaria –el señor Nakano le paga para que la espíe– entablan una gran amistad y ella, una mujer cincuentona, funge de maestra. Le explica que no existe el amor, que todas las relaciones están mediadas por el deseo: “Creo que nos enamoramos de los demás para satisfacer nuestros deseos sexuales”. 

Sin embargo, cuando la abandona su novio Maruyama, le parecerá estar escuchando a otra persona, entristecida de puro amor. Nadie sabe nada, nadie es coherente y nadie podrá ayudarla a entender esa inexplicable atracción que siente por Takeo, objetivamente un ser bastante gris. Porque, en el fondo, todos estamos solos: “Pensé que, probablemente, lo que sentía por mí en aquel momento no tenía nada que ver con lo que yo sentía por él. El abismo que se abrió entre ambos era tan profundo que me dio vértigo”.