La nueva novela de Roberto Burgos Cantor

A la sombra de la ceiba

Comenzó en 1980 con Lo amador, un libro de cuentos que es considerado como uno de los grandes textos de narrativa breve de Colombia. Ahora, veintisiete años después, ha vuelto al patio de su Cartagena natal para escribir una novela histórica. ¿Se ha contado bien la historia del esclavismo en el país?

Sergio Zapata León
23 de mayo de 2007

Roberto Burgos Cantor ha puesto de su lado al tiempo. Lo que puede verse en su andar pausado y también en el discurrir abierto, sabroso y aparentemente dócil de su conversación, desplegada de tal forma que las pasiones más violentas quedan aplacadas por ella. Al hablar con él es inevitable imaginarlo tomando el fresco, sentado en una mecedora frente al mar. Esta cadencia le permite lanzarse a “la aventura de escribir novelas”, sin deliberar previamente ni efectuar razonamientos lógicos y precisos sobre los temas que le dan vueltas en la cabeza.

En su prosa, que compara al río que va encontrando sus meandros, sus zonas de tranquilidad y sus torrentes, de nada vale que anteponga una racionalidad previa al acto de escribir. “Así es como me ha sucedido y a medida que hago la aventura, el final siempre es una sorpresa para mí. Si el escritor es sorprendido con el final de su propio texto, es probable que también el lector sea partícipe de esta sorpresa”.
Desde la publicación de su primer libro de cuentos, Lo amador (1980), apostó por encontrar un estilo propio, marcado por la voz que adquieren las emociones más íntimas de sus personajes.

Cuando estaba en el colegio, un cuento suyo fue publicado por Manuel Zapata Olivella en Letras Nacionales. Eso lo hizo sentir que estaba metido en un problema enorme, del que solo ha podido librarse escribiendo. Ahora aparentemente se ha metido en otro, que tiene que ver con la promoción de su última novela. Durante la pasada Feria del Libro, cuando aceptaron firmar autógrafos en el stand de Planeta, él y Juan Carlos Botero llegaron y tomaron asiento sin darse cuenta de lo que tenían detrás. A Botero le correspondió el pendón con la carátula impresa de un libro de Paulo Coelho y no faltó quien le llamara por ese nombre. A Burgos no le fue mejor: la carátula del libro de Mauricio Vargas, que lleva una fotografía de la zona inguinal de una mujer, con el pubis cubierto de letras, le sirvió como telón de fondo. Era posible que se estuviera completando una broma porque durante el lanzamiento de La ceiba de la memoria, que fue en el salón José Eustasio Rivera de Corferias, quienes estuvieron a cargo de la presentación debieron arreglárselas para hacerse oír sobre la muchedumbre que vociferaba por ver a Roberto González Bolaños. El propio Burgos casi no puede entrar al lanzamiento: “El reconocimiento en las artes lo aceptas de un sector especializado. Ahí tienes resuelto un tema que es el de la calidad, de la forma, de la búsqueda. El otro aspecto del trabajo literario, que es la posibilidad de que la gente compre los libros y los lea, implica para el escritor pagarse más tiempo para escribir. Creo que este es un momento donde la tensión entre lo comercial y lo artístico es muy fuerte, tanto como yo no había visto antes y lo que observo es que está primando lo comercial, para desgracia de quienes comienzan su trabajo de escritores. La medida del arte no puede ser la demanda del mercado”.

De todas maneras, Burgos afirma que por primera vez se ha sentido bien editado. De ello han dado fe las muchachas que trabajan en la editorial, quienes al ver el libro le dijeron “esta novela tiene porte” y los títulos que dan nombre a los capítulos, sugeridos por Leonel Giraldo y que respiran con un lenguaje y un estilo independientes, dictados por la voz interna de los personajes.

Roberto Burgos nació en Cartagena de Indias hace 59 años y podría decirse que estaba bajo la sombra de La ceiba de la memoria desde la infancia, si se tiene en cuenta que para sacarse de encima a los amigos que le preguntaban el porqué de tanta lectura sobre Cartagena y sobre Pedro Claver, les respondía que los cartageneros tienen como parte de la realización vital escribir una novela histórica, dado que han nacido en un medio donde se niegan la realidad y el presente. Aún hoy, con los cordones de miseria y las invasiones, esa realidad es terrible. “Con un enorme pasado hecho de leyendas, de iglesias y de callejuelas en deterioro, la novela histórica para los cartageneros es, o el exorcismo o la broma rancia de los guías turísticos, quienes van soltando una historia en parte con elementos de verdad y en parte con elementos de imaginación verbal y de broma”.

La ceiba de la memoria se ocupa del momento en que la ciudad abandona su condición de aldea, los ranchos construidos con bahareque y techos de palma y comienzan las construcciones en mampostería. Pero más allá de eso, se ocupa de la manera en que cinco personajes enfrentan esa ciudad sitiada por el comercio de esclavos, las enfermedades, el calor y sus propias excentricidades. Uno de esos personajes es Alon-
so de Sandoval, un jesuita que se ocupó de recoger información sobre los esclavos. “Es increíble que la ciudad no tuviera otro destino. En Cartagena se llegaron a hablar más de setecientas lenguas africanas. Prácticamente había una escuela de traducción a gran escala. Alonso de Sandoval fue un teórico, creo yo que el primer sociólogo de la esclavitud negra en América: dejó un volumen en el que hace un análisis de la época. Él hacía encuestas a los capitanes de los barcos, a los esclavos, sabía de dónde los traían, cómo los trataban en la embarcación, cuánto habían pagado por ellos, si eran bautizados o no, cuáles eran las formas culturales de sus tribus. Yo creo que él, con toda esa información, no concluye que la esclavitud es inadmisible por la inquisición”.
Burgos partió de una imagen casi teatral. Pedro Claver y Alonso de Sandoval enferman e ingresan al mismo tiempo al hospital, y comparten un cuarto caluroso y húmedo, lleno de moscas, al lado de la capilla. “La imagen que yo tenía era la de unos cuerpos destruyéndose en largas agonías, con enfermedades distintas. Alonso con el mal de Luanda y Claver –hoy ya lo sabemos– víctima de un parkinson”. Con esa imagen el autor cruza la otra mirada, la de los esclavos, a quienes llena de voz y expresión: Benkos Biohó en el grito y el orgullo y Analia Tu-Bari en el silencio y la negación de lo que le está sucediendo. Sobre ellos, Dominica de Orellana lo observa todo con la delicadeza de una mujer noble sensible al nuevo mundo, y como el propio Burgos, sin saber a dónde iba a parar aquello.

“Cuando me encerré con El patio de los vientos perdidos (1984), yo pensé que el hecho de estar escribiendo me hacía más humano, el tipo más encantador del mundo, pero me dicen que no, que yo era una persona neurótica. Cuando escribía La ceiba me sucedió que bajé a buscar café y estaba puteando en voz alta y diciendo ‘carajo, estos curas por qué no hacen una rebelión de negros’, cuando me caí por las escaleras de la casa. ‘Los curas me empujaron’, dije. De vaina no me fui de cabeza”.

El porte de la novela de Burgos está cifrado precisamente en que aunque estuvo a punto de perder la cabeza, se lanzó a escribirla con la única certeza de que el lenguaje debía ser un personaje más con el que Claver y los otros construyeran su propia historia, y para eso se requiere, entre otras cosas, tiempo.