Especiales Semana

El bocadillo veleño

Es una tradición labriega que por su textura y su envoltorio se convierte en una insignia de nuestra cultura que genera nostalgia en el exterior

Antonio Montaña *
24 de junio de 2006

Basta abrir cualquier despensa y mirar en cuál rincón está la caja de madera de virola y el dulce envuelto en hoja de plátano, para cerciorarse de su importancia en la vida colombiana. Bocadillos hay muchos. En toda América se fabrican. La tradición es española y llegó a las colonias junto con la caña.

Pero los de Vélez marcan la tradición y la diferencia. Tanto, que el general Santander en su exilio europeo escribe: "Muy pocas cosas me hacen tanta falta aquí como el sabor de los 'veleños".

Es evidente que nació cuando se logró refinar el dulce de la caña de azúcar. La panela no sirve para hacer jaleas. Los bocadillos quedarían color cacao. La guayaba es originaria de América, pero no común en todas partes. Para el veleño se utilizan dos variedades que buena parte son las que le dan su sabor, textura y color especial: la guayaba pera y la redonda.

El secreto de la fabricación parecen ser la manera y la presteza con las que se bate el dulce cuando llega a su punto. Esa textura inconfundible que se deja vencer por los dientes; que no es elástica sino firme, que no es pegajosa sino llana y sensiblemente mágica es la que le da su misterio y su temple ligeramente azucarado. Los que saben aseguran que no son sólo las guayabas las que conceden sabor al bocadillo: la hoja de plátano seca que lo envuelve ayuda a preservar su frescura y le añade sabor a vegetal vivo. Los expertos en nutrición aseguran que, además de una enorme riqueza en vitamina C, aportan junto con su sabor inigualable otras vitaminas: las que añade el rústico envoltorio de hoja de plátano seca al sol.

No hay viajero que en pleno proyecto de hacer maletas para un viaje, no haya recibido el recado de un familiar que solicita junto con la libra de café una caja de bocadillos. Y se les puede llevar sin temor: la caja de madera de virola y el envoltorio de hoja de plátano impiden que el bocadillo comience a revenirse y manche el equipaje. El veleño aguanta más viajes que un yo-yo.

Una anécdota personal: con Ema Reyes, la estupenda pintora colombiana que vivió durante muchos años en Europa, organizamos una cena en Roma. Y logramos que Alberto Moravia y su esposa, la también novelista Elsa Morante; el poeta Ungareti, y el ensayista Silone, aceptaran la invitación (hoy parece increíble: reunimos dos estudiantes colombianos en la casa a quienes serían tres premios Nobel de Literatura).

Todo estaba previsto menos el postre. Pero uno tiene suerte: apareció alguien con una caja de bocadillos veleños, que nos enviaban de la casa. Compramos queso y pasamos los bocadillos acompañándolos. Yo no he visto una cara de estupefacción mayor. En Europa queso y dulce no son compañía. Sonaba casi a ofensa gastronómica. Les explicamos que era una tradición, pero ninguno se atrevía a dar el primer bocado. Fue Ungareti quien tomó la decisión y atacó el plato colombiano. De la sorpresa los invitados pasaron al pasmo, sabía bien, mejor dicho, estupendamente bien. Moravia concluyó con una frase que cerró la reunión: "E una pazia tropicale" (una locura tropical), pero maravillosa.

* Presidente Slow Food Colombia, asociación interncional de gastronomía