Especiales Semana

Macondo

Es un lugar imaginario en el que están el pasado y el devenir de nuestros 100 años de soledad. Un símbolo que refleja como ningún otro al país.

Ariel Castillo Mier *
24 de junio de 2006

Como todo símbolo literario, el de Macondo, la memorable invención del hijo del telegrafista de Aracataca, a partir de su experiencia infantil con los abuelos en ese municipio de arenas ardientes, posee un carácter ambiguo.

Si seguimos la trayectoria del pueblo ficticio en el universo narrativo de Gabriel García Márquez, desde la rencorosa aparición inicial en La Hojarasca, pasando por el pueblo agropecuario y feudal de Los funerales de la Mamá Grande hasta llegar a Cien años de soledad, debemos reconocer que se dan múltiples Macondos.

El que más ha calado en la imaginación de la gente es el Macondo original, la aldea feliz, sin difuntos ni violencia, a la orilla del río diáfano, en la que todos se conocen y las relaciones se dan cara a cara. Este paraíso de las casas de puertas abiertas, bajo la sombra medicinal de los almendros, ámbito de las conversaciones interminables en el mecedor o en el asiento, y la parranda perenne en la que nadie se acuerda de la muerte, con los juglares centenarios que vuelven la vida canto, al compás del acordeón bohemio, los relojes musicales y la bullaranga de los pájaros libres, pierde su armonía con la llegada, desde el páramo amarillo, de Apolinar Moscote, el Corregidor, quien se encargó de inaugurar los errores que culminarían en el incesante círculo vicioso de las guerras civiles. Recuperar ese Macondo premoderno no deja de ser un despropósito romántico para los hastiados del museo europeo.

El otro Macondo, el final, es el de la compañía bananera norteamericana, con sus fábricas de hielo y sus paredes de vidrio, que vive el espejismo o la pesadilla del tren de la modernidad improvisada cuyo legado fue la masacre de los trabajadores tirados al mar como racimos de guineo de desecho, el recuerdo de un efímero bienestar y la omnipresente ruina.

Dominio predilecto de las plagas, las pestes, la farsa y el exterminio de quienes presentan la cruz de ceniza de la rebeldía, reino de la violencia que la historia oficial, escrita por decreto, se encarga de borrar, habitado por seres incapacitados para el amor y el reconocimiento del otro y sus diferencias, campeones de la soledad, en medio de inmóviles árboles polvorientos y espectrales, este Macondo, con sus generales que no ganan una guerra y sus leguleyos expertos en la violación de las leyes, es una metáfora de la postración del Caribe colombiano, del país y de Latinoamérica.

Hay un tercer Macondo, que se ha impuesto en el imaginario nacional (e internacional) con un sentido folclórico, hiperbólico, casi como la exaltación de la maravilla del subdesarrollo y las bondades del atraso, la justificación del desorden y del caos y la impotencia para controlarlo. Este Macondo, que nada tiene que ver con las intenciones de García Márquez, ajenas a todo conformismo, es el territorio del delirio doméstico y de lo pintoresco, de la trasgresión deportiva de la civilidad, el imperio pedestre de la impunidad para la delincuencia de cuello blanco, el señorío de la improvisación y las diversas formas del rebusque y la ausencia de autoridad, la basura arrojada desde el auto, el irrespeto a la fila, la descarada compra de votos o el trueque por tejas, láminas de eternit o bolsas de cemento, la mujer del embarazo de trapo, las tesis de posgrado compradas o copiadas, las salas de emergencia de los hospitales sin jeringas ni sueros ni guantes ni gasas ni drogas, la cesión de los contratos oficiales en función del miti-miti y del "cómo voy yo allí": en fin, la patria boba de las batallas y los trabajos perdidos que Álvaro Mutis ha descrito en sus poemas, donde no cambia nada, y los problemas políticos y sociales, sin solución desde el pantano de la colonia, gracias a la desidia y a la indolencia de una clase dirigente experta en fraudes, pillerías y violencia, sin voluntad de ver más allá de sus intereses estomacales, se han convertido en crónicos, como un engranaje de repeticiones dando vueltas hasta la eternidad.

Menos que un símbolo al cual aferrarse para sobrevivir, este Macondo es un espejo que pide a gritos la caridad de la destrucción de su referente: porque aceptar a Macondo como emblema de Colombia (o Locombia) sería resignarse a la fatalidad de las estirpes condenadas a las arenas movedizas del atraso, al destino incómodo de víctimas de la depredación y la dependencia, a la falta de solidaridad, al aislamiento, la incomprensión, la intolerancia y la exclusión del otro, a la ignorancia, y el embuste, y negarse a la posibilidad de una nueva vida en la que sean ciertos el amor y la felicidad, la autodeterminación y la transformación de la realidad de la mano de los avances de la ciencia.

Ante este Macondo de la vergüenza, la palabra prestidigitadora de García Márquez, apoyada en la memoria de la tradición oral, el respeto por la cultura popular y la sana risa de la mamadera de gallo, lucha por salvarnos de la peste del olvido que nos conduciría a la idiotez de repetir el pasado de ignominia con el que es preciso romper. De ahí que al final de Cien años de soledad aparezca el viento providencial que borra a Macondo como a un chivo expiatorio al que hay que destruir simbólicamente, al igual que a Joselito Carnaval, rey de burlas de esta fiesta, para engendrar un nacimiento superior.

* Profesor de literatura / Universidad del Atlántico