Especiales Semana

Mal de salud

El conflicto armado no sólo mata sino que enferma, pues ha hecho que se deteriore la salud de muchos colombianos y que rebroten las epidemias.

13 de agosto de 2001

Hace unos meses, cuando Marta Patricia Velandia, del Instituto Nacional de Salud (INS), recibió el reporte de un caso de fiebre amarilla en Puerto Trujillo, Meta, trató de llegar hasta allí pero no la dejaron entrar. Le informaron que desde hacía dos años los promotores de salud requerían un permiso de los comandantes ar-

mados ilegales para ingresar a las veredas bajo su control. Cuando finalmente lo obtuvo ya era tarde. El enfermo había muerto.

Velandia entonces vacunó a los pobladores que no estaban inmunizados contra esta mortal enfermedad y los capacitó sobre cómo prevenir la picadura del mosquito que la transmite. Aunque no se pudo salvar al enfermo se evitó una epidemia. Pero no siempre es así.

Hace mes y medio epidemiólogos del Programa para el estudio y control de enfermedades tropicales de la Universidad de Antioquia (Pecet) no pudieron aterrizar en Ituango, Antioquia, para controlar un brote de leischmaniasis porque había combates en la zona. Aun hoy la gente afectada no ha sido tratada. “Si alguno de los enfermos tiene el mal en la nariz el parásito terminará por carcomérsela y le desfigurará la cara”, afirma Iván Darío Vélez, director del programa.

Estos son sólo dos casos que ilustran cómo el conflicto armado ha agravado la situación de salud de los colombianos. Pero hay cientos. Enfermedades tropicales que se consideraban controladas están en auge. Los casos de malaria se han duplicado en el país desde 1999 según la Organización Panamericana de Salud (OPS).

Aunque los especialistas atribuyen parte del aumento al fenómeno de ‘El Niño’ y a la deforestación el conflicto armado se ha convertido en el principal obstáculo para la prevención de la malaria. En Caquetá, una de las zonas más afectadas, se presentaron 140 casos en 1998, 277 en 1999, 614 en 2000 y hasta agosto de 2001 se registraba la cifra récord de 1.258 infectados. En Putumayo, en esos mismos cuatro años, se registró un aumento superior al 2.000 por ciento, al pasar de 84 casos en 1998 a 1.888 en lo que va corrido de este año, según el INS, entidad adscrita al Ministerio de Salud.

El panorama de la fiebre amarilla no es más alentador. En el Guaviare, donde no se registraron casos durante 1998 y 1999, aparecieron dos en 2000 y otros dos en los primeros seis meses de este año. Y en el Meta también apareció un enfermo que tiene muy preocupadas a las autoridades. “Un solo caso ya es considerado una epidemia por la gravedad de la enfermedad”, afirma Velandia.

Los nuevos casos de tuberculosis también han disparado las alertas. Los epidemiólogos han encontrado brotes en todo el país pero, sobre todo, en zonas rurales del sur de Bolívar y del Caquetá. Según la OPS la incidencia pasó de 16,4 casos por 100.000 habitantes en 1999 a 25 en 2000. Si la tuberculosis se detecta rápidamente a los pocos días de tomar el medicamento deja de ser contagiosa. “Pero debido a que el conflicto ha impedido el acceso del personal médico el brote ha prosperado sin siquiera ser diagnosticado”, afirma Geert Haghebaert, coordinador de los programas de salud del Comité Internacional de la Cruz Roja en Colombia, que lleva brigadas médicas al Caquetá, sur de Putumayo, Urabá y sur de Bolívar.

Pero lo peor es que enfermedades que pueden ser prevenidas con vacunas amenazan la vida de cientos de niños en todo el país. Es el caso de la tosferina, que a finales de 1999 mató a ocho niños en la Sierra Nevada de Santa Marta, y del tétanos, que ha cobrado varias vidas en Antioquia. “Es un sufrimiento completamente innecesario”, afirma Haghebaert.

Estos casos hubieran podido ser evitados. Pero la cobertura de vacunación, según Jorge Loaiza, presidente de la Sociedad Colombiana de Pediatría, no alcanza el 30 por ciento en ciertos sectores de la población. “Esto es grave porque para evitar epidemias es necesario una cobertura de 95 por ciento”, agrega.

Es cierto que hay otros factores, distintos al conflicto que inciden en el resurgimiento de estas enfermedades. Están, por ejemplo, los de carácter económico, que son diversos. Por un lado, los recortes de personal en las administraciones departamentales han hecho que los programas de salud recaigan en pocos funcionarios con rango de acción limitado. Además con la descentralización que estableció la Ley 100 muchas Aseguradoras del Régimen Subsidiado (ARS) no encuentran rentable prestar sus servicios en zonas alejadas y las dejan desprotegidas. Por otro, la crisis económica ha deteriorado la nutrición de la población, lo cual la hace más vulnerable a enfermedades.



Abandonados a su suerte

En la zona rural de Montecristo, en el sur de Bolívar, los pobladores siempre han estado abandonados por el Estado. Pero desde que se recrudeció la guerra su situación se ha vuelto dramática. Hace tres años el ELN expulsó al médico acusándolo de autodefensa por haber atendido a un campesino. Los guerrilleros saquearon la farmacia varias veces, lo que obligó al propietario a cerrar y desplazarse. Luego arrasó con los medicamentos que había en el granero. “En este pueblo uno no encuentra ni una aspirina”, afirma una campesina. El hospital más cercano queda en Nechí, a una hora en planchón. Pero el ELN prohibió que éste circulara cuando llegaron los paramilitares hace más de un año. La única opción que le queda a un enfermo es ir a lomo de burro por tres horas o resignarse a morir.

Las autodefensas, por su parte, no dejan transportar a los dueños de los graneros ningún mercado superior a 250.000 pesos. Dicen que así evitan que la guerrilla se abastezca. Pero, obviamente, es la población civil la más sufrida y su único consuelo son las brigadas de salud del Cicr, que van cada dos meses y medio.

Una situación similar vive la comunidad embera en Paredes y Paredcito, Chocó. La ONG Médicos sin Fronteras decidió llevar una brigada de salud a esta población, donde hacía ocho años no llegaba un médico. Para llegar tuvieron que viajar hora y media en carro desde Tadó a Certegui, de allí navegar en chalupa por tres horas y luego caminar otras dos horas. Vacunaron a los niños, hicieron jornadas de prevención de enfermedades de transmisión sexual, diagnosticaron las enfermedades tropicales y prestaron asistencia a los enfermos. Con base en este diagnóstico diseñaron un plan a largo plazo para atender a los embera.

Pero tres semanas después la guerrilla secuestró a un miembro de esa misión, lo que obligó a Médicos sin Fronteras a suspender sus acciones en esa región. La gente de Paredes quedó nuevamente abandonada a su suerte.

La guerrilla y los paramilitares impiden el acceso de médicos a las zonas, los obligan a abandonar el pueblo o los matan acusándolos de atender al enemigo. Según un estudio realizado por el Cicr, entre 1995 y 1998 se asesinó a un funcionario de salud cada 15 días (ver gráfico). En Antioquia, por ejemplo, sólo en 2001 los actores armados han asesinado a tres gerentes de hospital y a varios promotores de salud según datos de la seccional del departamento. “Hay mucho miedo de ir a las zonas, afirma Juan G. López, secretario de Salud. También hay amenazas al personal porque atienden al uno o al otro”, agrega.

En efecto, los médicos se ven presionados por estos grupos para que no atiendan a gente de determinadas veredas bajo control del bando enemigo o los obligan a revelar la historia médica del paciente —que es confidencial—, pretendiendo conocer sus simpatías. “Los médicos saben que cada minuto ponen su vida en peligro”, afirma López.

La inseguridad ha creado un déficit de médicos en las regiones. Según la Secretaría de Salud del Chocó sólo seis de cada 10 plazas de médicos rurales están ocupadas. En Pizarro, por ejemplo, los dos cargos están vacantes desde hace 10 meses. Aun cuando llegan los médicos a las zonas de conflicto es frecuente que se queden en el hospital o puesto de salud y no acudan a las veredas por temor a ser agredidos o secuestrados por uno de los grupos para que atiendan sus heridos.

Esto no sería tan grave si la gente de las veredas pudiera ir a los puestos de salud municipales. Pero por lo general la guerrilla controla la zona rural y los paramilitares las cabeceras y alguno pone retenes que impiden el paso hasta de las ambulancias. En Antioquia, por ejemplo, si no fuera por el Programa Aéreo de Salud, que traslada a enfermos de gravedad en helicópteros, muchos morirían.

Los actores armados también obstaculizan el control de enfermedades tropicales como la malaria. No dejan que los funcionarios accedan a ciertas áreas para analizar el comportamiento de los mosquitos, registrar nuevos casos, fumigar las casas, verificar el uso del agua y la disposición de las basuras y educar a la población. En 1998, por ejemplo, el Pecet inició un estudio con la seccional de Salud del Putumayo para analizar los vectores que transmitían la malaria. Pero los viajes al campo fueron suspendidos cuando uno de los estudiantes enviado a recoger las muestras fue asesinado.



Los desplazados

Pese a lo dramático de lo anterior en ninguna población se sienten tanto los efectos del conflicto sobre la salud como en el caso de los desplazados.

“Las condiciones de salud básica ambiental de la población desplazada en fase de transición son pésimas”, afirma Diana Carolina Cáceres, directora del Programa Ampliado de Inmunizaciones del INS, en un estudio que realizó en el barrio Nelson Mandela, en Cartagena, en enero. El acceso a los servicios públicos es bajo, están expuestos a transmisores de enfermedades, como ratones e insectos, por el hacinamiento y porque muchas de las viviendas están construidas con materiales de desecho y su acceso a los servicios de salud es muy limitado.

Muchos desplazados carecen de seguridad social o no logran que su ARS les pague consultas en otro municipio. “Hay muchas quejas de que las ARS no les garantizan el servicio aunque la norma dice que los tienen que atender independientemente de donde se encuentren cuando es por desplazamiento”, afirma Carlos Mario Ramírez, director de la división de aseguramiento del Ministerio de Salud.

Cuando las ARS no les cubren el servicio médico los desplazados acuden al hospital más cercano (que por lo general queda lejos por las malas vías de los barrios periféricos). Pero allí no corren con mejor suerte. Muchos hospitales no atienden a desplazados porque dicen que luego no les paga Fosiga, el fondo adscrito al Ministerio de Salud del cual deben salir estos recursos. “Todos los hospitales se quejan de eso”, confirma el secretario de Salud de Antioquia.

Los datos del informe sobre el Nelson Mandela son alarmantes. Se habrían podido prevenir más de la mitad de las muertes de niños que sucedieron entre agosto y noviembre de 2000. Sólo el 7 por ciento de los niños se encontraron sanos en los 15 días anteriores a la encuesta. Entre mayores de 17 años apenas una de cada tres personas no estaba enferma en las dos semanas anteriores. Los niños desplazados menores de 5 años de este barrio cartagenero no están vacunados en la proporción en que lo está el promedio de los niños colombianos. Un alto porcentaje de adolescentes y adultos presentaron síntomas de enfermedades de transmisión sexual. Muchas de las adolescentes estaban embarazadas. Y lo que es más grave, se encontró que la salud mental de las personas desplazadas no es muy buena. “El 60 por ciento de la población entrevistada presentó algún grado de depresión clínica o sospecha de esta patología”, dice el informe. Y esto es cierto no sólo entre desplazados. Los males que deja la guerra no son sólo físicos sino también sicológicos y emocionales (ver Punto de vista).

Cuando la gente del campo huye de la violencia se lleva sus enfermedades y crea, sin saberlo, un mayor riesgo de epidemias. Con ellos llegan los mosquitos transmisores de estos males y pueden picar a los enfermos y luego infectar a otras personas de la ciudad, sobre todo cuando llegan a barrios periféricos hacinados de clima caliente. Según datos del Pecet, en Bucaramanga ya se han registrado 150 casos de leischmaniasis. También se han detectado casos en Villeta, Ibagué, Leticia y Sincelejo. “Esto es rarísimo y son los primeros casos de la urbanización de esta enfermedad en Colombia”, afirma Iván Darío Vélez.

El deterioro de la salud que ha causado el conflicto armado entre los colombianos hasta ahora comienza a sentirse. Las verdaderas consecuencias se verán en los años por venir. El déficit de médicos lleva a la gente a automedicarse o a seguir recetas de teguas y curanderos que a menudo se equivocan en sus prescripciones, lo que puede generar resistencias a los tratamientos adecuados. Además, como en los últimos años no se ha logrado la cobertura de vacunación adecuada, se comenzarán a ver cada vez más casos de enfermedades que ya estaban erradicadas en el país como la polio (ver mapa). Por último, sin poder hacer el control debido y con el desplazamiento masivo a las ciudades, crecerán los riesgos de epidemias, una grave amenaza a la salud pública. “Es una bomba de tiempo”, afirma Haghebaert.





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