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Los habitantes de Nueva York de repente se convirtieron en ocho millones de fantasmas, en una ciudad ocupada por el virus y la muerte.


#Pandemialand NUEVA York

¿Nueva York es Nueva York en cuarentena?

Cuando la capital del mundo llegó a ser la capital del virus, a la ciudad le costó reconocerse. Y a sus habitantes. Otra vez el fin del mundo pasó por Nueva York.

Humberto Ballesteros
30 de julio de 2020

Llevo quince años en la capital del mundo, pero a veces los meses del coronavirus se me antojan más largos que la década y media que los precedió. Por eso hace unos días, cuando me subí al metro con mi familia por primera vez desde principios de año, me pareció que volvía a la superficie después de hibernar bajo tierra.

La ilusión se desvaneció pronto. No era un día normal. La ciudad que nunca duerme apenas despertaba, luego de semanas de ser el epicentro mundial de la crisis. Íbamos con Agustín, nuestro hijo de ocho años, que tenía una cita de rutina con el pediatra. Sólo había un puñado de gente, cosa que antes no se veía sino a altas horas de la madrugada. Él estaba feliz, el metro es uno de sus lugares favoritos. A mí también me encanta, pero cada vez que se abrían las puertas miraba a la gente a la cara. Quería comprobar que llevaban máscara.

Nos tocó un solo impertinente, un joven rubio de gorra de los Yankees que masticaba chicle; y en la 79 con Broadway, donde nos bajamos, en una esquina en penumbra había un homeless, que es como se conoce aquí a los ñeros de mi juventud. Descalzo, la cabeza apoyada en un saquito mugroso, dormía, y apretada contra la barba tenía una mascarilla aguamarina. Si no hubiéramos ido de afán, tal vez le habría tomado una foto y la habría subido a Instagram con el típico hashtag: #OnlyInNYC.

No falta quien sugiere que las poblaciones más impactadas por el virus se lo han buscado ellas mismas, que sus altos índices de infección son consecuencia de su irresponsabilidad. Mentiras como esa pululan en la Nueva York de la pandemia, pero también la evidencia que las refuta.

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Mi último trayecto en metro había sido meses atrás, el viernes 13 de marzo. Desde entonces no puedo decir con propiedad que voy al trabajo.

Enseño español e italiano en Hostos, una de las veinticinco unidades académicas de CUNY, la universidad urbana más grande del mundo; pero el nuestro es un campus pequeño, un puñado de edificios sobre la avenida Grand Concourse. Al frente se estacionan carritos de comida y a toda hora hay estudiantes, pero ese día no se veía un alma. La universidad la habían cerrado el jueves, y yo sólo había ido a recoger unos libros e imprimir unos papeles.

El tipo de mi carrito favorito me miró con melancolía cuando pasé sin pedir nada. Sólo entonces entendí las implicaciones de lo que había leído en las noticias de la mañana: que el virus se ensañaría con quienes no tenían manera de quedarse en casa. Y pensé en mis estudiantes, porque los de Hostos se cuentan entre los más necesitados de CUNY. La vasta mayoría son de color —en dos años sólo he tenido dos blancos—, casi todas son mujeres, trabajan tiempo completo a la vez que estudian, y hacen parte de quienes sostienen con su trabajo cuidadosamente invisibilizado los rascacielos de Manhattan, la grama de Central Park, las tiendas de la Quinta Avenida, el ajetreo millonario de Wall Street, los museos, el estadio de los Yankees, los teatros, hospitales y salas de conciertos de fama mundial, el metro mismo, nuestro apartamento y millones de apartamentos más: cajeras de supermercado, porteras, conserjes, guardias de seguridad, carteras, niñeras, profesoras de prekínder, conductoras, cocineras, acomodadoras, auxiliares de enfermería. Por mucho que me sintiera vulnerable en ese momento, la verdad era que tenía razones para la confianza, mientras que para mis estudiantes el cierre temporal de la universidad auspiciaba una verdadera catástrofe.

Las cifras lo confirman: de cada 10.000 habitantes afroamericanos de la ciudad, 178 han sido hospitalizados por covid-19, y la cifra de latinos es de 160, mientras que en el caso de los blancos es de sólo 40, y de 48 para los asiáticos. El sur del Bronx, donde queda Hostos, estuvo entre los sitios más impactados durante el clímax de la pandemia. Otros núcleos incluyeron East New York y Coney Island, en Brooklyn, Far Rockaway y Flushing, en Queens, y Baychester, en el Bronx, todos barrios pobres habitados por minorías étnicas. En cuanto a mis ochenta y cinco estudiantes de la primavera, seis, que yo sepa, contrajeron coronavirus. Todos están bien, probablemente porque son jóvenes, pero hay un par que todavía presentan síntomas. Otra tuvo que irse del albergue que habitaba, otra más tuvo que parir en plena pandemia, y al menos diez perdieron amigos o familiares; y aun así todos entregaron sus tareas, presentaron los exámenes y pasaron sus cursos. Afortunadamente ni yo ni mi familia nos hemos contagiado, pero la realidad nos recuerda día a día que lo que hemos tenido no es suerte, apenas privilegio.

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Lo cierto es que ese viernes 13 de marzo no tenía necesidad de tomar el metro. Vivo en el norte de Harlem, a unas cuadras del río Hudson, y Hostos me queda a veinte minutos a pie; pero quería subirme a un tren porque intuía que no iba a poder hacerlo otra vez en mucho tiempo.

Cuando llegué al apartamento, los niños estaban comiendo con Mariela, la niñera que los cuida por las tardes. Además de Agustín está Gregorio, de tres años, a quien a veces llamo ‘mi gringuito’ porque todavía no sabe pronunciar las erres. A la media hora llegó Evelyn, mi esposa, le pagamos a Mariela e hicimos en piloto automático el largo ritual de acostarlos a dormir. Ese fue el último momento de la vida normal.

En esa vida los dos van (¿iban?) a la escuela, lo que nos permite a Evelyn y a mí tener trabajos de tiempo completo, absolutamente necesarios para llevar una vida de clase media en una de las ciudades más caras del mundo. Nuestro apartamento de dos cuartos es modesto pero propio. Vamos a Colombia cada vez que podemos para que los niños pasen tiempo con los abuelos, los llevamos a museos, parques, el zoológico o el acuario, y una vez al mes le pagamos a Mariela otro puñado de horas para poder ver una película o ir a algún restaurante, casi nunca el mismo de la vez pasada; porque en Nueva York se cuentan por cientos —se contaban— los restaurantes baratos y excelentes. Es decir, nunca paramos en la casa. Por eso es que estamos en la ciudad y no en un suburbio. Por el cine, la comida, las librerías, las galerías, museos, conciertos y festivales, los idiomas, las pintas inesperadas de la gente en todas partes, los rostros de todas las razas y los acentos de todos los países; porque en Nueva York uno no vive en una ciudad, sino en el mundo entero.

Lo que no sospechábamos al irnos a dormir esa noche de marzo es que Nueva York en cuarentena no es Nueva York. Es, en nuestro caso, un apartamento de dos cuartos del que no se sale nunca, con dos niños desesperados, comida por hacer, platos y ropa por lavar, desorden por recoger, y una esposa heroica que, además de hacer la mayor parte de esas labores caseras, teletrabaja (y gana) mucho más que yo. Nueva York en tiempos de pandemia es una contradicción, una serie de microceldas habitadas por familias paranoicas, una antimetrópolis. Lo que no cambia es lo que de verdad no puede cambiar: los doctores, enfermeros, empleados de supermercado, conductores, cocineros, mensajeros y mandaderos que la sostienen, se enferman y mueren por cientos, mientras los afortunados les agradecemos con un letrerito en la ventana y pasamos el día entero escondidos en la casa.

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Las tres primeras semanas no salimos del apartamento. El mercado nos llegaba por FreshDirect. Mi momento de alivio era el minuto que me tomaba sacar la basura. A veces lo alargaba para caminar hasta el otro lado del edificio, asomarme a las ventanas que dan al patio interior y ver las cortinas cerradas, la terraza de la vecina, las puertas batientes, las plantas

A la tercera semana nos pudo el desespero y comenzamos a hacer paseítos con los niños. Íbamos al parque del frente. Agustín se dejaba su máscara, pero no había manera de que Gregorio se la pusiera.

Poco a poco comenzó a mejorar el clima y, a pesar de la ansiedad, nos pusimos aventureros. Íbamos al campus de City College, a quince minutos a pie de nuestro edificio. Una tarde hicimos un pícnic. Evelyn hizo Facetime con su familia, yo leí un par de páginas, los niños jugaron al tren, y en un momento me tumbaron al suelo, saltaron encima mío y se retorcieron de risa cuando les hice cosquillas. Por un instante el mundo de ayer pareció recuperado, casi posible. Luego hubo que volver al apartamento.

Por las noches era yo quien teletrabajaba. No he logrado adaptarme a enseñar por Internet. En los momentos oscuros me parece idiota, una farsa que representamos los académicos porque no hemos sabido aceptar que lo que solíamos hacer meses atrás ya no resulta posible. Pero es mi trabajo, hay que hacerlo, y los estudiantes, incomprensiblemente, aprenden.

El reajuste fue difícil. Nunca había dado clases virtuales. Intenté enseñar con el tablero de mis hijos y el resultado fue patético. Luego comencé a grabar mi voz sobre presentaciones de PowerPoint, pero no conocía bien el software y se me iba una hora tras otra. Y luego había que despertarse, a inventarse alguna cosa que hacer con Gregorio y a presionar a Agustín para que hiciera las actividades de la escuela. Tal vez mi único orgullo de la pandemia es que mi hijo, a pesar de que fui yo quien se lo enseñó, aprendió a hacer operaciones básicas con fraccionarios.

Una madrugada, trasnochado después de grabar una clase particularmente mediocre, quise leer, pero no me dio el ánimo. Recogí juguetes del suelo, hojeé los dibujos de los niños —Agustín hizo un retrato del coronavirus en el que parece un villano de un programa animado—, me senté junto a la ventana y miré el parque. No estaba vacío. En la concha acústica un flaco vestido de blanco bailaba sin música al estilo de Michael Jackson. Estalló la enésima sirena del día y pasó una ambulancia, pero ni él ni yo nos dimos por enterados.

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No sé cuál fue la gota que derramó el vaso. Tal vez las pataletas cada vez más frecuentes de Agustín cuando lo forzábamos a que se separara un instante de la pantalla; o el llanto de Gregorio porque no podía ver a sus amiguitos del colegio; o mis numerosos momentos de neurosis, en que les gritaba a los niños por cualquier cosa; o los dos meses que Evelyn estuvo en licencia no remunerada y la gastritis se me alborotó de tal manera que llegué a pensar que tenía coronavirus; o los estudiantes que se ausentaban semanas porque sí tenían el virus, o porque su esposo, su padre, su primo, su abuela habían muerto; o las canalladas circenses de Trump; o su reflejo, todavía más grotesco por lo reducido, en los exabruptos de Duque, porque la patria duele más en la distancia y ese efecto desconcertante se intensifica en tiempos de pandemia; o los Zooms con la familia y los amigos que, a pesar de las risas, dejaban un regusto agridulce de felicidad incompleta; o el relámpago de culpa cada vez que nos daba pereza cocinar, y obligábamos a alguien a arriesgarse para traernos una pizza o un plato de enchiladas. O la tarde en que salí con Gregorio al parque y no tuve corazón para evitar que jugara con un grupo de niños mayores que él, todos sin máscara. Las niñas se encariñaron: lo abrazaban, le hablaban al oído, corrían con él de la mano, y en cada uno de esos gestos infantiles se presentía el enemigo invisible. Así que una noche nos sentamos con Evelyn y decidimos que, apenas tuviéramos cómo, huiríamos a un arriendo en los suburbios por tres meses, que es lo que dura el verano.

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Escribo desde un barrio que se parece al set de Los años maravillosos. Casas de dos o tres pisos con su pintura impecable, su caminito tapiado, su rosal bajo las ventanas, su chimenea de ladrillo, su patio con cerca de madera pintada de blanco, sus niños jugando en la calle. Compramos una piscina inflable y el dueño de la casa nos dejó un trampolín. En tres semanas hemos visto dos zorros, media docena de conejos, varios cardenales, un posible halcón, innumerables ardillas. Ni una sola rata. Ni un solo homeless, con o sin máscara. En las noches, después de acostar a los niños, a veces nos sentamos en el porche a tomarnos un trago. El silencio es tal que nos oímos respirar. Ya ni sé cuándo oí la última ambulancia.

Pero esta no es nuestra casa.

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Luego de la cita con el pediatra tomamos dos trenes más, y después un Uber que nos condujo de Hoboken, en Nueva Jersey, a la casa en Bloomfield que tenemos arrendada.

Cuando nos alejábamos de Manhattan, miré por la ventana la silueta de los edificios. Solía parecerme imponente. Es vergonzoso que me hayan hecho falta quince años y una pandemia para entender que Nueva York es frágil, y que no está hecha de concreto y dinero, sino de aliento, trabajo y tiempo; que es una red humana, tan vulnerable como los cuerpos que la componen.

Escribí más arriba que Nueva York no es Nueva York en cuarentena. Eso no es cierto. Es todavía más ella misma cuando el coronavirus la revela: injusta y cruel, pero hermosa precisamente por la fuerza con que las víctimas de su violencia racial y económica se las arreglan para sobrevivirla sin perder un gramo de su alegría. Si la vida normal regresa un día, la única manera consecuente de agradecerlo será callarme en clase y aprender de mis estudiantes.

Ayer, luego de una sesión en el trampolín, Agustín y Gregorio nos buscaron para preguntarnos cuándo volveremos a la ciudad. Les dijimos que pronto. Se rieron como lo hacen los niños pequeños cuando se les da una buena noticia.