Foto: Alejandra Quintero.

Entrevista a Juan Gabriel Vásquez

"Los hechos que marcaron nuestra historia son momentos de engaños"

El autor de 'El ruido de las cosas al caer', 'Los informantes' e 'Historia secreta de Costaguana' regresa con una novela de largo aliento en la que se la juega por recabar en los magnicidios de Jorge Eliécer Gaitán y Rafael Uribe Uribe, a través de una voz personal que indaga por su propia condición de escritor en un país como Colombia.

Juan David Correa* Bogotá
20 de noviembre de 2015

La forma de las ruinas es una novela ambiciosa. Fue escrita en Bogotá 15 años después de que su autor estuviera por fuera de Colombia. Juan Gabriel Vásquez vivió en Europa casi tres lustros y tras el nacimiento de sus dos hijas comenzó a pensar en el regreso. Ese retorno quizá comenzó con El ruido de las cosas al caer, en la que indagó por la década de los ochenta a través de dos historias que se cruzaban y que se encontraban en el terrible atentado al HK-1803, de Avianca, que Pablo Escobar hizo explotar en el aire, el 27 de noviembre de 1989.

Así es la biblioteca del autor bogotano. Véala en Los libros de Juan Gabriel Vásquez.

Con esa trama ganó, en 2011, el Premio Alfaguara de Novela. Han pasado cuatro años desde entonces. En el interregno, Vásquez publicó una novela breve, Las reputaciones. Luego renunció a su columna de opinión en El Espectador y se encerró a darle asidero a una novela escrita en primera persona. Su narrador se llama Juan Gabriel Vásquez. Sin ocultamientos, y rebasando el debate sobre lo autobiográfico, lo cierto es que la novela se arma desde una idea muy interesante: la pregunta por la paternidad.

Entrevista con el autor a propósito de Historia secreta de Costaguana.

En un momento de extrema dificultad con el parto de sus hijas, el escritor se encontrará con el doctor Benavides, un hombre sensible que ha ayudado a acompañar a pacientes terminales, y quien le pondrá, por arte de la ficción, en contacto con un pasado mucho más profundo e histórico: el del magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán, gracias a una reliquia, y el de Rafael Uribe Uribe, gracias a una amistad, Carballo, un personaje que es, en buena parte, el motor de la novela. Entre el thriller, la indagación histórica y la tradición literaria, Vásquez consigue mantener el ritmo en una novela larga, compleja, que no le hace concesiones a nadie.

Lo primero que quisiera comentar es que se trata, quizá, de la apuesta más ambiciosa que usted ha hecho. No lo digo por la trama misma, sino por los diversos temas que confluyen en un relato que supone no solo un viaje a la historia de dos magnicidios, sino a la suya propia, como padre, escritor y, aunque suene chovinista, colombiano.

Creo que sí, que La forma de las ruinas es, de lejos, el reto más difícil que me ha tocado hasta ahora. En parte, eso se debe a todo lo que la novela trata de hacer al mismo tiempo: es una autobiografía, una exploración histórica, una novela policial, una teoría de la conspiración, una meditación sobre lo que somos como país… Tuve que escribir 26 versiones distintas para descubrir la que mejor le convenía al libro. Mejor dicho: la que era capaz de reunirlo todo y meterlo en una misma trama.

Hay una idea que me parece central en la novela: la escritura como posibilidad ya no solo de recrear o imaginar el mundo –o incluso ensancharlo–, sino de recabar en la historia, de replantearla, de discutirla.

Me encanta eso de la escritura como posibilidad de ensanchar el mundo. Siempre se ha tratado de eso: la ficción es para mí una manera de luchar a muerte con nuestra perspectiva del mundo, que es estrecha, limitada, personal. Uno tiene solo un punto de vista, que es el de la persona que le ha tocado ser. La gran ficción tiene la virtud irremplazable de permitirnos vivir por unos días desde la perspectiva de otro, desde las emociones y los sentimientos de otro, y así enriquece nuestra comprensión de eso tan raro y tan impenetrable que llamamos la condición humana. Parte de eso, y una parte muy importante, es el pasado. El pasado siempre será un misterio, porque solo podemos conocerlo a través de relatos. Lo que nos cuenta la gente, o un libro, o una película.

He tratado en este libro de ensanchar nuestra comprensión de dos episodios: el asesinato de Gaitán y el asesinato de Rafael Uribe Uribe. Y he tratado de contarle al lector cosas que ningún libro de historia ni de periodismo pueda contarle. He tratado de usar la ficción para ir a lugares adonde ni la historia ni el periodismo pueden llegar. Con algo de suerte, eso llevará al lector a una relación nueva con lo que nos ha pasado, y a darse cuenta de que esas cosas nos han pasado a todos. Nadie ha salido indemne.

Y en ese sentido, me gustaría saber qué tan complejo fue enfrentar el doble relato de hablar en primera persona, y llamar al material “memoria”, para poder darle un valor a la idea de ser testigo, y no apenas un narrador omnisciente.

Desde el principio entendí que esta novela no iba a ser como las otras: no me podía esconder detrás de la máscara de un personaje, ni podía dejar que la historia se presentara a sí misma, como si ocurriera delante de nuestros ojos. El origen de esta novela es tan autobigráfico, está ligado de forma tan estrecha a los hechos de mi vida, que decidí eliminar hasta donde fuera posible la distancia entre el autor y el narrador. Por eso, la novela la cuento yo: Juan Gabriel Vásquez, con nombre y apellido, con mi biografía y manías y simpatías y antipatías.

La intriga de la novela parte de un hecho que me ocurrió realmente: el momento en que un hombre, heredero de un médico forense muy importante en Colombia, me muestra algunos objetos que conserva en su casa. Esos objetos resultan ser una vértebra que perteneció a Jorge Eliécer Gaitán, con hueco de bala y todo, y la parte superior del cráneo de Rafael Uribe Uribe. El impacto que ese momento tuvo en mí, creo ahora, es lo que me obligó a contar la novela con mi nombre. De otra manera, el lector hubiera podido creer con facilidad que eso era ficción, y eso hubiera sido un desperdicio.

Entrando en materia, y pensando primero en los protagonistas de La forma de las ruinas, quisiera saber qué hubo detrás de Benavides, un personaje valiente que le ha dado un lugar a la muerte digna entre nosotros.

El personaje de Francisco Benavides, el médico que me pone en las manos la vértebra de Gaitán, está basado en un hombre real que en la realidad de mi vida hizo lo mismo. No puedo decir de quién se trata, para respetar su intimidad, pero sí puedo decir que es alguien que ha dedicado parte de su vida a acompañar a enfermos terminales en sus últimos años con un valor, una dedicación y una humanidad admirables. La otra cosa que distingue a este hombre es el haber rescatado, a finales de los años ochenta, aquellas reliquias humanas que aparecen en la novela: la vértebra de Gaitán y otras cosas. A él le debemos que esos objetos hayan sobrevivido.

Creo que muchos, leyendo la novela, descubrirán de quién se trata. Y no pasa nada, porque este hombre lleva varios años queriendo que esos objetos que él ha rescatado y protegido sean recibidos por algún museo. Cree que esos objetos deberían estar en un museo, al alcance del público, pero no ha logrado hacerlo de la manera conveniente. Tal vez ahora sí le paren bolas.

Y después de Benavides está Carballo, que representa, a mi modo de ver, a una conjunción de personajes –un conocido locutor nocturno, un representante de la teoría de la conspiración, un colombiano obsesionado con develar una historia que siempre ha estado escondida–. Cómo imaginó el encuentro con alguien así, de dónde salió la idea –a lo mejor de Conrad– de que hubiera ese informante, por llamarlo de alguna manera.

Carballo es el personaje central de la novela: sin él no hay libro. Es un hombre obsesionado con las teorías de la conspiración y convencido de que las conspiraciones mueven la historia. Principalmente, está convencido de que a los colombianos nos han mentido sobre el crimen de Gaitán. Se ha pasado la vida tratando de encontrar una verdad sobre esos hechos. Y empieza por ver coincidencias misteriosas entre el crimen de Gaitán y el de John F. Kennedy, y pasa de ahí a encontrar coincidencias con otros crímenes… Pero lo que el narrador (que soy yo) no sabe son las razones profundas de la obsesión de Carballo. Este hombre guarda un secreto del que nunca le ha hablado a nadie.

A mí la gente así, la gente con secretos, la gente que siempre es distinta de lo que imaginamos, siempre me ha interesado. La novela gira alrededor de la investigación que hago para saber quién es realmente Carballo. Es un método clásico, ¿verdad? Eso es lo que hacen Marlow, el narrador de El corazón de las tinieblas, y Nick, el narrador de El gran Gatsby, y también Mario Vargas Llosa, el narrador de Historia de Mayta. El misterio de las vidas ajenas siempre me ha seducido.

La novela se arma, además, como una metáfora de los cientos de magnicidios que ha habido en este país, sin que hayamos podido resolver ninguno. ¿Qué siguen significando los asesinatos de Uribe Uribe y de Gaitán?

La muerte de un gran hombre siempre es un desastre para un país: crea violencia, crea caos, crea vergüenza. Eso es lo que ha contado la tragedia clásica desde el principio de los tiempos. De eso habla Antígona, de eso habla Shakespeare en Julio César o en Macbeth… Yo quise justamente hacerme esa pregunta en la novela: ¿qué consecuencias han tenido esos dos magnicidios en nosotros como país?

Pero además la novela trata de explorar otra idea que a mí me obsesiona: ¿cómo siguen viviendo esos crímenes con nosotros, tantos años después de ocurridos? ¿Cómo siguen moldeando nuestras vidas privadas? La novela también le pide al lector pensar en las consecuencias de la impunidad. Los hechos importantes de nuestra historia son momentos de engaño: nos han engañado a todos. ¿Qué quiere decir eso de nosotros? ¿Y en qué momentos de nuestro pasado reciente ha vuelto a suceder lo mismo, la victoria de la mentira o de la ocultación? Creo que cada uno puede pensar en varios.

Me da la sensación de que es la novela en la que usted por fin regresa a un país, del que gran parte de una generación quiso irse para siempre. ¿Qué ha significado regresar no solo al país, sino a insistir en que sus ficciones ocurran en esta ciudad que no termina de armarse?

Yo escribo sobre lo que me sorprende, y lo que me sorprende es lo que creía conocer y resulta que no conozco. Esta es la relación que tengo con Bogotá y con Colombia. Mis libros, y este más que todos, le dicen al lector: “Olvídese de lo que usted creía que sabía de nuestro país, o de nosotros mismos, porque la verdad es que no sabemos nada. Le voy a contar por qué. Le voy a demostrar que este país nuestro es un misterio”.

La novela tiene, insisto, muchos niveles. Otro de ellos es el homenaje o el eco de R. H. Moreno-Durán. Hay quizá un olvido injusto con un escritor que cosechó antipatías. ¿Cómo se le ocurrió la idea de recuperarlo para la trama? ¿Qué significa para usted su literatura?

Es verdad que Moreno-Durán consechó antipatías, pero eso a mí no me puede importar: mi relación con él fue buena y cercana, sobre todo en los años previos a su muerte. Creo que fue el primer escritor importante que conocí, y eso siempre tiene algo especial. Creo que escribió algunas cosas verdaderamente maravillosas: Los felinos del canciller, Mambrú, algunos cuentos de Cartas en el asunto y otros de El humor de la melancolía… Y hay páginas de Fémina suite que son insuperables. Uno de los intereses comunes que teníamos era la pasión por las maneras en que la novela puede contar la historia de un país. Otro interés común era la de las teorías de la conspiración, la cara oculta de la historia conocida, y por eso entró él naturalmente en mi novela.

Quisiera terminar preguntándole por usted como escritor que se enfrenta cada vez más a una historia que no hemos podido saber contarnos del todo. ¿Hay alguna responsabilidad –política, si se quiere– que usted ha querido asumir cada vez más?

No escribo por sentido de responsabilidad política, sino por un sentido del misterio, el misterio apasionante de la existencia humana. Pero la responsabilidad política está presente siempre: la idea, un poco atrevida, de que mis libros puedan contribuir de alguna manera a la comprensión de nuestro pasado y nuestro presente. Lo que pasa es que no es la misma responsabilidad política que está presente en una columna o en una crónica.

No se escriben novelas para defender ideas ni para convencer de nada a nadie. Las novelas se escriben para hacer preguntas importantes, para iluminar lugares oscuros, para rendir homenaje a los misterios y a los secretos de nuestra vida y para encontrar nuestro lugar en el mundo. Las novelas que quiero escribir son políticas, pero no hacen política. Y además son novelas (La forma de las ruinas lo es) donde lo más importante ocurre en nuestras emociones, nuestros sentimientos, nuestra moralidad o nuestra conciencia. De otra manera, no habría para qué escribirlas.