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‘La fiesta en el cañaveral’ y el pozo asfixiante de la vida
Una reseña del más reciente libro de cuentos del escritor cartagenero Orlando Echeverri Benedetti.
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Los narradores de La fiesta en el cañaveral –la colección de relatos de Orlando Echeverri Benedetti que fue publicada a finales del año pasado– son casi todos personajes que están de regreso a sí mismos. Lino, el narrador de “Señales de humo”, “Analgésicos” y “Las almas de los animales”, es un hombre que refiere un puñado de anécdotas del tiempo en que vivía en una modesta pensión en Buenos Aires y en que padecía de una ansiedad que le impedía dormir y laceraba su espalda, al punto de que la mezcla de cansancio y de dolor lo habían sometido a un estado de frenética confusión.
Trabajaba media jornada como un sonámbulo en una financiera, llamando a cobrar a los deudores y sus mañanas consistían en una serie de amenazas, gritos, llantos e insultos. “En ocasiones”, escribe después, ya ubicado en una circunstancia más propicia para la reflexión, “mientras me vestía para ir a la oficina, aparecía un susurro que se fingía inteligible, una especie de propuesta de sentido tan deshonesta y alambicada que me helaba la sangre”.
No cabe duda: su vida era un pozo asfixiante.
Una tarde, a causa de una avería eléctrica en su cuarto, empieza a buscar al casero. Lo llama, pero el viejo Fischetti no responde a sus llamadas, así que Lino se ve obligado a desplazarse hasta Almagro, al café que este tiene con su esposa y donde se juega al ping-pong. En este punto de “Señales de humo” (este y los otros dos cuentos que he mencionado están encadenados) ocurre el primer suceso en que Lino termina envuelto mecánicamente y que lo lleva a pasar unas horas con un ciego borracho y triste que acaba de perder a su mujer, de la cual, por supuesto, le habla.
De este modo, el narrador introduce una historia dentro de su propia historia. Uno se encuentra con una ficción dentro de la ficción, aquel procedimiento narrativo de larga tradición (Borges, quien también lo usó y sobre lo cual escribió, llama la atención sobre Cervantes, Lucio Apuleyo, El libro de las mil y una noches, y estoy seguro de que la lista de ejemplos puede ser otro laberinto infinito) del cual Echeverri Benedetti se vale para levantar casi todos los once relatos de su libro. Unas veces enajenados y de manera involuntaria, otras impulsados por el afán de conseguir una verdad (o lo que sea que calme una curiosidad irrenunciable, como en “El insólito caso de Baba Aziki” o “La lumbre en mi vientre”), sus narradores refieren historias con las que se han topado y desde las que ahora tienen que reflexionar, porque intuyen que solo de ese modo pueden comprenderse, volver en sí. Tal vez salvarse.
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Incluso en “El gallo”, único relato que no usa el yo como punto de vista, a su personaje principal le urge saber algo de su padre, y esa necesidad es más importante que el accidente que ha sufrido su madre y del cual debe ocuparse (los lectores de Deleuze pillarán, entonces, tal como él pilló a Kurosawa –Kurosawa lo hizo abiertamente, en todo caso–, que este es un mecanismo muy propio de Dostoievski).
Sin embargo, y quizá sea este el mayor mérito de La fiesta en el cañaveral, es que Echeverri Benedetti no es un escritor que utilice moldes prefabricados para verter en ellos su imaginación, o uno que, demasiado preocupado por los argumentos o contenidos de las historias, no se esmere en un proyecto estético o en la construcción de una sensibilidad. Si hay un rasgo que emparente estas once historias, más aún que el tránsito de la enajenación al ensimismamiento de los personajes, es el estilo con el que están contadas.
En este libro las palabras parecen haber sido ensambladas con esa misma voluptuosidad que transmiten: las voces de los narradores se regodean en ellas y el placer de nombrar y de contar hasta las últimas consecuencias se toma su tiempo. No existe ninguna prisa torpe por poner el punto final; mucho menos un uso excesivo del lenguaje. Acaso por eso es capaz de hallar imágenes como esta del cuento “Viaje”:
“Llegué al colegio demasiado temprano. Daban la última clase. Paseé por las aulas y vi a través de las ventanas a todos esos muchachitos espatarrados en sus asientos, sus rostros adormilados. Caminé hasta el fondo del colegio. Había una cancha de baloncesto por encima del nivel del resto del lugar que lindaba con la playa. Desde allí se podían ver la arena centelleante bajo el sol y el mar plano como un inmenso retal de tafetán. Me sorprendió descubrir, en mitad de la playa, un pupitre sin escritorio abandonado en la arena. No sé por qué, aquel objeto me resultó insoportable. Probablemente lo relacioné con la historia del abuelo. Caminé hasta el pupitre y lo arrastré hacia la cancha de baloncesto, donde lo arrojé sin ninguna consideración”.
Hija de una lengua sin geografía determinada, la prosa de Echeverri Benedetti es vigorosa y exhaustiva; una que escarba minuciosamente en esas vidas decadentes de sus personajes, permitiéndoles recobrar una dimensión que, si no los llena de sentido, por lo menos sí de aceptación.
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