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Dosis de tolerancia

La reciente edición de ‘Manual de tolerancia’, de Héctor Abad Gómez, es el motivo perfecto para hablar de un valor ciudadano sin el cual la democracia es impensable.

Ángel Castaño Guzmán
17 de enero de 2018

En 1911 don Rafael Uribe Uribe llamó a la intolerancia –echando mano del lenguaje americano– el matapalo que estrangula al árbol nacional: “esta yedra impide la convivencia y hace imposibles las empresas comunes”. Años después su destino de hombre de letras y armas colisionó con el filo de las hachuelas de Galarza y Carvajal. En 1988 se publicó póstumamente Manual de tolerancia, breviario del pensamiento político y vital de don Héctor Abad Gómez. El sino del salubrista fue cercenado por las fuerzas oscuras de la ultraderecha. Compuesto de notas y glosas, el libro –de nuevo en circulación gracias a la editorial Angosta– revela el talante humanista del médico antioqueño. La tolerancia –el festejo de la diversidad de opiniones, creencias y maneras de habitar el mundo– nace de una certidumbre de profunda sabiduría: la de reconocer con modestia la posibilidad de equivocarse. Tal postura, desde luego, va en contra de los fanatismos de cualquier índole o signo, aquellos que no dudan en utilizar las balas o los peores epítetos para sofocar la divergencia y el debate. Presos en su propia y parcial verdad, los radicalismos –rostro cool de la intransigencia– han causado innumerables perjuicios al intentar de todas las formas imponer su catecismo al resto de la ciudadanía. Convenientes defensores de la democracia, la festejan cuando los beneficia pero no tienen el menor reparo de mutilarla al cambiar los vientos.

Daniel Pécaut en varios pasajes de En busca de la nación colombiana insiste en señalar la carencia de un proyecto cultural capaz de agrupar a los sectores de la sociedad civil sin perder en el camino las diferencias partidistas. El enfrentamiento despiadado y la eliminación real o simbólica del adversario son elementos constantes en nuestra historia republicana. En lugar de concebir el ejercicio de la política como la senda estrecha para alcanzar pactos de concordia y respeto, entre nosotros esta ha sido una guerra enmascarada en procura de hacer trizas al otro. Los flamígeros discursos fueron y son recibidos por la audiencia con aplausos y likes de Facebook. Por el contrario, las peticiones de sensatez caen de inmediato en el purgatorio del descrédito y los tomates podridos. En dicha atmósfera enrarecida por los rumores y las hipérboles, la lectura de Manual de Tolerancia reafirma aquella idea liberal expresada en un artículo de José María Samper: “La patria no es propiedad exclusiva de nadie: es el fruto del trabajo de todos”. La educación democrática es la herramienta indispensable para lograrlo. Acierta Abad Gómez al decir: “No se nace fanático ni se nace tolerante. Estas dos actitudes mentales opuestas se van formando a través de la educación y de los ejemplos que se reciben de la familia y de la sociedad”.

La tolerancia no riñe con la firmeza ideológica y moral pero sí requiere una mente dispuesta al diálogo abierto, a aceptar el error. Sus enemigos acuden a la caricatura para enlodarla: a fuerza de mentiras la vuelven sinónimo de pusilanimidad. Falso, cultivarla no implica derrapar en el simplismo de darle igual valor a la paja y al trigo.

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